Nuestras diferencias no son una amenaza sino un tesoro.
ean Vanier, el fundador de El Arca, que murió en París el 7 de mayo, escribió esas palabras, pero su verdad está lejos de ser autoevidente. Uno podría cuestionar si esas palabras son simplemente una poética biensonante o si contienen una verdad efectiva. Nuestras diferencias, de hecho, son frecuentemente una amenaza.
Además, una cosa es decir esas palabras y otra cosa es tener la autoridad moral de pronunciarlas. Pocos tienen esa autoridad. Jean Vanier la tuvo. Su vida entera y su trabajo testifican el hecho de que nuestras diferencias pueden ser verdaderamente un tesoro y pueden, al fin, ser ese preciso elemento de comunidad que nos sirva la particular gracia que necesitamos.
Vanier vio diferencias, tanto de fe, religión, cultura, lenguaje, género, ideología, como dotación genérica, en cuanto gracias para enriquecer a una comunidad más bien que como amenazas a su unidad. Y mientras Vanier daba testimonio de esto en todos aspectos de su vida, fue desde luego mejor conocido por cómo se apropió de lo conveniente entre las diferencias que han separado a la gente -aparentemente desde siempre- con capacidades intelectuales desde el resto de la comunidad, aislándola, asignándole un status de segunda clase y privando al resto de nosotros de la única gracia que traen. Alguien describió una vez a Vanier como iniciando una nueva revolución copernicana; antes de él, solíamos pensar en nuestro servicio a los pobres de manera unilateral: nosotros somos los que les damos. Ahora reconocemos nuestra anterior arrogancia e ingenuidad: los pobres nos proporcionan un gran servicio.
Una de las personas que dieron un poderoso testimonio personal de eso fue Henri Nouwen, el renombrado escritor espiritual. Perteneciente a Yale y Harvard, orador inmensamente respetado y hombre querido y adulado por numeroso público, Nouwen, fomentando sus propias incapacidades, fue durante la mayor parte de su vida incapaz de absorber sanamente mucho de ese inmenso grado de amor que le estaban otorgando y permaneció profundamente inseguro de sí mismo; inseguro fue amado, hasta que fue a vivir en una de las comunidades de Vanier. Allí, viviendo con hombres y mujeres que estaban completamente ignorantes de sus éxitos y su fama y que no le brindaron adulación, empezó por primera vez en su vida a comprender su propia dignidad y sentirse amado. Esa gran gracia vino de vivir con aquellos que eran diferentes. Nosotros tenemos que dar gracias a Vanier por enseñarnos eso también a los demás.
Oí hablar de Vanier por primera vez cuando yo era seminarista de veintidós años. Para muchos de mis compañeros, él era una estrella de rock espiritual, pero esa idealización fue negativa para mí. Fui a oírle con cierto prejuicio: ¡Nadie puede ser tan bueno! ¡Pero él lo era!
Por supuesto que eso es ambiguo. El talento y el carisma pueden seducirnos hacia el egoísmo tan fácilmente como nos invita hacia la nobleza de alma. Uno puede ser brillante orador sin ese carisma atestiguando de todas maneras la integridad humana y moral de esa persona y sin ese atractivo que invita a cualquiera a lo que es más noble en él o ella. Pero la persona, el mensaje y el carisma de Vanier, a través de todos sus años, no sufrieron de tal ambigüedad. La transparencia, simplicidad, profundidad, sabiduría y fe que estaban contenidas en su persona y su palabra nos señalaban sólo en una dirección, esto es, hacia todo lo que es uno, bueno, verdadero y bello, que son las propiedades de Dios. Encontrarte con él te hacía desear, como los discípulos en los Evangelios, dejar atrás tus barcas y redes y salir a un camino más radical. Pocas personas tienen ese poder.
Quizás el mejor criterio por el que juzgar el discipulado cristiano es mirar al que se está dirigiendo hacia abajo, el que cuadra esta descripción de Jesús: “Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Más bien se vació de sí mismo y tomó la condición de esclavo”. Jean Vanier nació en un mundo de privilegio, fue bendecido con unos padres excepcionales, una inteligencia dotada, un cuerpo hermoso, envidiables oportunidades de educación, seguridad financiera y nombre famoso. Son muchos dones para que una persona sea portadora de ellos, y esa clase de privilegio frecuentemente ha arruinado más que bendecido una vida. Para Jean Vanier, sin embargo, estos dones nunca fueron algo a lo que aferrarse con avidez. Se vació al sumergirse en las vidas de los pobres, dejando que sus dones les bendijeran aun cuando él recibió una rica bendición a cambio. Modeló un verdadero discipulado de Jesús, esto es, descendiendo a un segundo bautismo, inmersión en los pobres, donde se encuentran la comunidad y el gozo. Y a esto nos invitó.
En su poema The leaf and the cloud (La hoja y la nube), Mary Oliver escribió: “Cantaré por las puertas rotas de los pobres y por el dolor de los ricos, que están equivocados y solos”. Jean Vanier a lo largo de todos los años de su vida, atravesó las puertas rotas de los pobres y encontró allí la comunidad y el gozo. Para él, nuestras diferencias no eran una amenaza sino un tesoro.