“Hijos míos, sólo os puedo dejar un mensaje,
el más importante de todos, y es éste:
estamos en las manos de Dios”
Querido Doctor Lejeune:
Leo con emoción la biografía escrita por tu hija Clara “Doctor Lejeune. El amor a la vida”, y tropiezo en la primera página del libro con esta declaración de Juan Pablo II: Jerôme Lejeune es y será en la memoria de nuestro corazón un hombre de fe, de esperanza y de amor”.
Fuiste “en calidad de sabio biólogo una de las mayores autoridades del mundo”, pero, sobre todo, “un buen cristiano del siglo XX, un hombre para quien la defensa de la vida se había convertido en un apostolado”. Y no estoy haciendo más que transcribir expresiones del mismo Papa Juan Pablo II en el bello recuerdo que te dedicó nada más enterarse de tu muerte aquel 4 de abril de 1994, día de la resurrección del Señor,
Apóstol de la vida, ¿cabe elogio mayor? Tú no eras un misionero clásico de los que viven en el tercer mundo. Estabas casado. Eras Padre de cinco hijos. Médico. Investigador. Descubriste una serie de enfermedades de origen genético, entre las cuales destaca la trisomía 21, que hace que los niños tengan una cara llamada mongólica. Con este descubrimiento, muchas familias comenzaron a vivir: aquello no era una enfermedad contagiosa heredada de padres sifilíticos como algunos creían; sencillamente era una anomalía genética: uno de los 23 pares de cromosomas –el 21- tenía un cromosoma añadido. Eso era todo.¡Y pensar que antes, muchos padres ocultaban avergonzados a sus hijos cuando no se deshacían de ellos!
Lo que tuviste que sufrir por defender la vida de esas criaturas sólo Dios lo sabe. Desde pintadas como “Lejeune asesino”, “Hay que matar a Lejeune y a sus monstruitos”, hasta la marginación, el odio o el desprecio. Como en el debate sobre el aborto en la sede misma de la ONU cuando te sentiste impulsado a decir: “He aquí un instituto de salud que se transforma en instituto de muerte”. Ya de noche, ¿lo recuerdas?, escribirías a tu mujer: “Esta tarde he perdido el premio Nobel”. Era una constatación, no un lamento. Mamá Birtha, una danesa atractiva, inteligente, laboriosa, ‘exageradamente’ hospitalaria, lo asumía todo con orgullo. Y mucbos, muchos amigos, también.
Tu partida tan fulgurante, querido Doctor, fue un verdadero testimonio. Poco antes de morir habías sugerido que pudieran asistir a tu misa exequial aquellos de tus pequeños enfermos que lo desearan, advirtiendo que no faltaran asientos para ellos. La estampa resultó fuertemente emotiva. Sobre todo cuando en la oración universal, Bruno, uno de los tres mongólicos cuyo cariotipo sirvió para tu gran descubrimiento, se acercó al micrófono, levantó tu fotografía, que se había repartido como recordatorio, y dijo con voz fuerte y clara ante la asamblea: “Gracias, mi profesor, por todo lo que has hecho por mi padre y por mi madre. Gracias a ti estoy orgulloso de mí mismo”. Está claro, Doctor Lejeune, que Bruno era tu sexto hijo. Y como él, había… ¿cuántos?
No quiero concluir sin decirte que, después de tu muerte, un gran mariólogo, René Laurentin, te dedicó su libro “María, clave del misterio de Cristo”, y en la dedicatoria escribía entre otras cosas: “Jamás he encontrado en todo el mundo un hombre más eminente en todos los niveles: la ciencia y la fe, el talento y el arrojo, el corazón y la humanidad”. Más aún; cuando tu esposa agradecía a Juan Pablo II el gesto de haberse acercado al cementerio de Chalo-Saint-Mars, el 22 de agosto de 1997, para orar ente tu sepulcro, el Papa respondió: “Señora Lejeune: doy gracias a Dios por todo el bien que hizo su esposo, y por haber podido realizar hoy aquí, mi deseo de rendirle homenaje”. Tu sintonía con el Papa era bien conocida. El día que Juan Pablo II sufrió un atentado habíais desayunado juntos, y es sabido que al enterarte de la noticia caíste enfermó y fuiste dado de alta el mismo día que el Pontífice dejaba el hospital.
Todavía te aguarda el mayor reconocimiento de la Iglesia cuando llegue, como se espera, el día de tu canonización ya en proceso.