Tendemos bastante naturalmente a pensar en la palabra “Cristo” como el segundo nombre de Jesús. Pensamos en el nombre “Jesucristo” como pensamos en nombres como “Susan Parker” o “Jack Smith”. Pero eso es una malsana confusión. Jesús no tuvo un segundo nombre. La palabra “Cristo” es un título que, a la vez que incluye la persona de Jesús, habla de algo más amplio que Jesús sólo. ¿Cuál es la diferencia entre “Jesús” y “Cristo”?
Jesús hace referencia a una persona concreta que, aun siendo la Segunda Persona de la Divinidad, anduvo por esta tierra durante 33 años y es todavía hoy alguien al que entendemos y nos referimos como una persona individual. Cristo hace referencia a algo más grande, a saber, al inmenso misterio de la creación y la salvación en el cual Jesús, como el Cristo, juega el papel fundamental pero que incluye la Eucaristía, la comunidad cristiana, las iglesias cristianas históricas, la comunidad de toda la gente sincera que camina en este planeta, y la creación física misma. Jesús es una persona con la que buscamos estar en una relación en amistad e intimidad, mientras Cristo es un misterio del cual nosotros y toda la creación somos parte y en el que participamos.
Esto tiene enormes implicaciones, no la menor cómo entendemos la espiritualidad y la iglesia. En esencia, esto es lo que está en juego: ¿Qué es lo más importante para nosotros: lo que Jesús ha hecho y pide de nosotros o la persona de Jesús mismo? Es interesante mirar a las diferentes iglesias cristianas en términos de esa cuestión: ¿Están más enfocadas en la enseñanza de Jesús o en la persona de Jesús? ¿Están más enfocadas en Jesús o en Cristo?
En términos de una gran sobre-generalización, podríamos decir que el Catolicismo Romano y el Protestantismo principal han tendido a centrarse en las enseñanzas de Jesús y las demandas del discipulado que dimanan de aquellas enseñanzas más de lo que se han centrado en la persona de Jesús mismo. Lo contrario es verdad para la tradición Evangélica, donde el énfasis ha estado y continúa estando en la persona de Jesús y nuestra relación individual con él. Para ser justos, ambas tradiciones, claramente, incluyen también la otra dimensión. Los Católicos Romanos y los Protestantes principales no han ignorado la persona de Jesús, y los Evangélicos no han ignorado las enseñanzas de Jesús; pero, en ambos casos, uno ha sido más central que el otro. El Catolicismo Romano, por su parte, también enfatizó la dimensión de la intimidad uno-a-uno con Jesús, pero situó eso en su práctica devocional más que en su teología principal, que está centrada más en el misterio de Cristo que en la persona de Jesús.
La espiritualidad, como se esperaba, tendía a seguir el mismo patrón. Los Católicos Romanos y los Protestantes principales, a diferencia de los Evangélicos, no han hecho de la intimidad uno-a-uno con Jesús la pieza central de la espiritualidad, aun manteniéndolo como el ideal supremo. Su énfasis está en Cristo. Los Evangélicos, por otro lado, se centraron en una afectiva, uno-a-uno, intimidad con Jesús, de un modo que dejaron frecuentemente a los Católicos Romanos y a los Protestantes principales preguntándose justamente lo que los Evangélicos querían decir cuando nos preguntaban: “¿Te has encontrado con Jesucristo?” “¿Es Jesucristo tu Señor y Salvador personal?” “¿Has nacido de nuevo?”. Por el contrario, los Católicos Romanos y los Protestantes principales con frecuencia miraron críticamente a sus hermanos y hermanas Evangélicos, preguntando si su énfasis primordial en la salvación personal y la intimidad personal con Jesús no los distrae de tener que tratar con algunas enseñanzas centrales de Jesús que tienen que ver con la justicia social y con el amplio abrazo de la fe.
Se admite que ambos énfasis son necesarios. Vemos eso claramente en la predicación de la iglesia primitiva. El renombrado erudito escriturista Raymond Brown nos dice que, empezando ya con san Pablo, los primeros predicadores cristianos cambiaron el enfoque primero de su proclamación a Jesús mismo, casi como si ellos no pudieran anunciar el reino sin hablar primero de aquel por el que el reino se hacía presente.
Proclamar a la persona misma (más bien que sólo el mensaje de esa persona) fue nuevo para los primeros predicadores cristianos. Su proclamación de la persona de Jesús fue radicalmente diferente de la manera que las Escrituras Hebreas honran a Moisés; ellos honran su mensaje, pero nunca ponen atención a su persona en términos de pedir a alguien relacionarse con él. Como un aparte: Hay una lección aquí en términos de cómo tratamos con frecuencia a nuestros santos y personas santas. Los honramos por admiración, cuando lo que nos piden en realidad es que imitemos sus acciones.
El discipulado cristiano, claramente, pide ambas cosas: intimidad con Jesús y atención a lo que él enseñó, piedad personal y justicia social, firme lealtad a la propia familia eclesial de uno y la capacidad de abrazar también a todos los otros de sincero corazón como familia de fe de uno. Soren Kierkegaard sugirió una vez que lo que Jesús quiere de verdad es seguidores, no admiradores. Eso es hablar como un verdadero Protestante principal. Los Evangélicos no estarían en desacuerdo, pero argüirían que lo que Jesús quiere de verdad es una íntima relación con nosotros. Los primeros predicadores del Evangelio estarían de acuerdo con ambos: Kierkegaard y los Evangélicos. Necesitamos proclamar ambas cosas: el mensaje de Jesús y a Jesús mismo.