Jesús, praxis mesiánica.

    El clima humano de nuestra «aldea global» no es precisamente de cálido entusiasmo. Más bien se tiene la impresión de que se apagan los motores del futuro. Sólo nos mueve la inercia social y política. Consumimos el presente y nos gastamos el futuro. El disfrute ansioso de lo inmediato no deja lugar a otras visiones, sueños y utopías de largo alcance. Las retribuciones diferidas carecen de estímulo y están sometidas a la sospecha de inautenticidad. Se desvanecen en el primer mundo los grandes horizontes globales de la justicia, la igualdad, la democracia real. En una cultura del inmediatismo narcisista se tiende a confundir el apasionamiento con el fanatismo, el mesianismo con el fundamentalismo. La razón del mercado parece la única religión mesiánica de nuestro tiempo. Se nos inculca con camuflado fervor religioso como redención universal.

Claro que con el tiempo también hemos aprendido a despertar del sueño de inocencia y a plantear ciertas preguntas críticas: ¿quién, dónde, para quién se propone y se extiende esta ideología de la resignación y la desesperanza? ¿A quién favorece la exaltación de lo inmediato y el clima de sospecha frente a las utopías? ¿A quién perjudica la pérdida de las grandes esperanzas históricas? ¿Quiénes se pueden permitir este lujo de sumergirse en lo: cotidiano y a costa de qué o de quién?

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. La fe cristiana no se lo puede permitir porque cristiano significa mesiánico. Hacer la memoria de esta equivalencia es de vital importancia en la situación de religiosidad subjetiva y burguesa. La identidad cristiana implica un saber experiencial y práctico del seguimiento del Mesías. Sin pasión y esperanza mesiánica no hay posible conexión con la genuina inspiración originaria del Mesías; no hay seguimiento. La racionalidad de la relevancia cristiana no es sólo la dialéctica; tampoco la instrumental que tanto culto nos solicita actualmente; es la racionalidad simbólico-mesiánica. Sin el apasionamiento de la esperanza no hay posible sintonía con la persona, la historia y la misión de Jesús, el Mesías por antonomasia. Creer en el Mesías y vivir en la desesperanza es una contradicción interna.

Jesús de Nazaret es reconocido como el esperado Mesías de Israel. Es el que ha de venir. En El se concentran y remansan las corrientes de la esperanza veterotestamenta-ria, hacia El confluyen y en El se encuentran las historias de amor y profecía. El abanico desplegado se cierra y sintetiza en su destino, en su mensaje y en su praxis. La flecha que recorre los tejidos históricos y proféticos del Antiguo Testamento encuentra el blanco decisivo en su misterio. El tiempo se para y la historia recomienza en su vida.
No debió ser un hombre aburrido ni resignado Jesús de Nazaret; no habría entusiasmado a la mujer samaritana, ni a Zaqueo, ni a María de Magdala. Si hubiera sido un hombre escéptico, superficial y rutinario no habría sobrecogido ni estremecido el corazón de los pobres de su pueblo. No se habrían alegrado con sus bienaventuranzas; nadie le habría seguido por los caminos de Palestina ni formado con él un símbolo real de la llegada del reino de Dios. Nadie se habría conmovido y llenado de alegría con su mensaje y su praxis mesiánica.

La verdad es que Jesús de Nazaret es un portador de buenas noticias. Lo suyo es la profecía y la actualidad. Anuncia y realiza algo nuevo, por eso no sintoniza con los que dan culto a la repetición de las leyes de siempre, de lo que siempre se ha hecho y dicho. La piedad farisea no le va. Le gusta la innovación. Toda su vida se convierte en epifanía de la utopía de Dios. A través de sus manos va brotando significativamente la victoria de la vida sobre la muerte; sus labios y sus pies van perfilando la utopía del hombre nuevo, abierto, solidario, fraterno. A los que se ponen en contacto con El le entran ganas de ser más humanos y fraternos.

Tiene Jesús una forma muy peculiar de mirar cada situación y cada persona. Es capaz de traspasar la superficie de cada cosa y contemplarla en su verdad más verdadera con los ojos de la entrañable misericordia del Padre: se fija en la moneda de la viuda, en la actitud del samaritano, en la apariencia de los fariseos. Jesús, el Mesías, rompe constantemente la monotonía del tiempo sucesivo haciendo levantar la mirada al horizonte de lo nuevo y señalando con urgencia la irrupción en la historia de la utopía de Dios. Indica el fin del largo tiempo de espera, la llegada de la liberación y fiesta de la libertad. Ya es nuevo el tiempo y la tierra y el apremio de la gracia. Es urgente ponerse en camino de liberación, en camino de esperanza y de comunidad mesiánica.

Jesús se sabe inmerso en una historia inacabada. Va encendiendo luces en la oscuridad; va abriendo caminos al seguimiento, siembra el futuro de la vida. La huella de su encuentro y de su paso marca la vida personal y colectiva de tal manera que se convierte en destello del reino de Dios. Sus gestos mesiánicos de perdón de los pecados, de cercanía a los excluidos, son, al mismo tiempo, exorcismos que curan y transforman la creación. La colocan bajo la dinámica imparable de la resurrección de los muertos.