La verdad se nos hace encontradiza de diferentes maneras. A veces aprendemos lo que algo significa, no en el aula o en la clase, sino en un hospital.
Hace unos años, estaba yo visitando a un hombre que agonizaba de cáncer en la habitación de un hospital. Agonizaba normal, aunque a nadie le resulta fácil morir. Sentía una profunda soledad, aun cuando estaba rodeado de personas que le querían profundamente. Así lo describía él mismo: “Tengo una esposa y unos hijos maravillosos, y cantidad de parientes y amigos. Alguien me está agarrando de la mano con cariño casi cada minuto, pero… “estoy a un tiro de piedra” de todos ellos. Yo me estoy muriendo, pero ellos no. Estoy dentro de algo a lo que ellos no pueden acceder. Es algo terriblemente solo… morir”.
Su frase destacada –“estoy a un tiro de piedra”– la había tomado prestada del evangelio de Lucas, donde se nos dice que Jesús, la noche antes de su muerte, fue al Huerto de los Olivos con sus discípulos. Allí les invitó a orar con él, mientras luchaba íntimamente a fin de encontrar fuerza para afrontar su propia muerte; pero, como Lucas añade de forma enigmática, Jesús, mientras sudaba sangre, estaba “a un tiro de piedra” de ellos.
¿Qué lejos es estar “a un tiro de piedra”? Es una distancia suficiente para dejarte en un lugar en el que nadie puede alcanzarte. Así como salimos del vientre de la madre solos, así dejamos también esta tierra, solos. Jesús, como el hombre del hospital que acabo de describir, afrontó su muerte sabiendo que muchos le querían, pero sabiendo también que, en este caso de su muerte, se estaba adentrando en un lugar en el que se sentía profunda y completamente solo.
Y este énfasis en la soledad de Jesús es de hecho uno de los puntos más importantes en las narraciones de la Pasión. Al describir la muerte de Jesús, lo que los Evangelios quieren, quizás más que ninguna otra cosa, es que nos centremos en su sentimiento de soledad, en su sentirse abandonado, su “estar a un tiro de piedra” de todos.
Estoy seguro que muchos de nosotros hemos visto la famosa película de Mel Gibson “La Pasión de Cristo”.Aun siendo la película, sin duda, una digna obra de arte, provoca más distracción que apoyo en cuanto a ayudarnos a entender la pasión de Jesús. ¿Por qué? Porque la película recalca con excesivo ensañamiento el sufrimiento físico de Jesús, que es precisamente lo que los relatos del Evangelio no hacen. Todo lo contrario, los Evangelios subestiman deliberadamente lo que Cristo tuvo que aguantar físicamente, porque quieren que nos fijemos en algo diferente, a saber, en su sufrimiento moral y emocional, de modo particular en su sentimiento de abandono, en su sentirse totalmente solo, en la ausencia en el momento más crucial de su vida de cualquier apoyo humano profundo, intensificado además por la aparente ausencia de Dios. En su hora de mayor soledad, Jesús se encontraba sin ningún alma gemela humana y sin consolación divina. Él era, en palabras de Gil Bailie, la “unanimidad-menos-un-voto”. Él solo frente a todos. No hay mayor sentimiento de abandono.
Y es ahí, dentro de esa total soledad, donde Jesús tiene que seguir entregándose con confianza, amor, perdón y fe. Es fácil creer en el amor cuando nos sentimos amados; perdonar a otros cuando son amables con nosotros; y creer en Dios cuando sentimos fuertemente la presencia de Dios. La dificultad –el “test”– llega cuando el amor humano y el consuelo divino colapsan, cuando nos encontramos acorralados por la incomprensión, el abandono, la desconfianza, el odio y la duda, especialmente en la hora de nuestra mayor soledad, justo en ese momento en que la vida misma se nos está eclipsando. ¿Cómo respondemos entonces?
¿Se derrumbarán en nuestro corazón el amor, la confianza, el perdón y la fe, cuando colapsen las columnas emocionales que normalmente nos sostienen? ¿Podemos perdonar a alguien que nos está hiriendo, cuando esa persona cree que nosotros somos el problema? ¿Podemos seguir amando a alguien que nos odia? ¿Podemos seguir creyendo en la confianza, cuando por todas partes a nuestro alrededor estamos experimentando traición? ¿Podemos dejar que nuestras manos y nuestros corazones estén abiertos, extendidos y clavados en una cruz, aun cuando tengamos miedo? ¿Podemos seguir teniendo fe en Dios, cuando cada uno de nuestros sentimientos, en nuestro interior, nos indica que Dios nos ha abandonado? ¿Podemos todavía entregar nuestro espíritu, cuando no sentimos absolutamente ningún apoyo, ni humano ni divino? ¿Dónde está nuestro corazón cuando estamos “a un tiro de piedra” de todo el mundo?
Ésa, y no la capacidad de soportar físicamente los azotes y los clavos, era la verdadera prueba en la pasión de Jesús. La agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos no consistía tanto en el dolor de su cuerpo como en la duda de si podría permitirse el ser ejecutado o si habría de invocar el divino poder y lograr la huída. Él reconocía que iba a morir. La pregunta que él se hacía era más bien cómo moriría: ¿Podría seguir entregándose a un Dios y a una verdad que había conocido previamente, cuando esto parecía ahora quedar desmentido por todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor? ¿Podría confiar? ¿Qué clase de espíritu entregaría a Dios al final? ¿Sería amable o se sentiría amargado? ¿Dispuesto a perdonar o vengativo? ¿Rebosante de amor o lleno de odio? ¿Confiado o paranoico? ¿Lleno de esperanza o desesperado?
Ése será también nuestro test al final. Un día, todos y cada uno de nosotros tendremos que “entregar” nuestro espíritu. Dentro de aquella unanimidad-menos-uno, ¿cómo estará nuestro corazón: rebosante de cariño y afecto o lleno de amargura?