JOAQUÍN, ANA Y LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Todo andaba aún en el AT. Los bordes del mundo estaban llenos de soldados romanos; los teatros de Grecia estaban llenos de mujeres que daban venenos a sus esposos; los caminos de Jericó estaban llenos de bandidos y el Templo de Jerusalem estaba lleno de escribas y fariseos hipócritas.
Ana era una muchacha de Jerusalem que no tenía nada que ver con todos los tipos antipáticos que acabamos de nombrar. Tendría 17 años, y era algo tan fresco y tan limpio, que parecía recién salida de las manos de Dios.

\"\"Los espinos hacían esfuerzos inmensos por dar uvas, pero nada; los abrojos empeñados en dar higos, tampoco; los camellos, después de intentarlo durante siglos, todavía seguían con la manía de querer pasar por el ojo de una aguja.
Los hombres estaban todavía más locos.
Los hombres se empeñaban en hacer casas y más casas sobre arena, en lugar de sobre piedra; y luego venían el viento y el agua, y se les caían todas las casas.
Los hombres daban perlas a los cerdos, ponían las lámparas encendidas debajo de los celemines y pintaban de blanco los sepulcros.

Entre los pocos hombres del AT que no estaban conformes con todas estas locuras estaba Joaquín.
Joaquín nunca pretendió hacer pasar a su camello por el ojo de una aguja, entre otras cosas, porque nunca tuvo dinero para permitirse un camello; y nunca dio piedras preciosas a los cerdos, porque tampoco tuvo piedras preciosas.
Joaquín trabajaba en una viña de sol a sol por un denario, sin acongojarse sobre qué comería o qué vestiría el día de mañana. Era partidario de los lirios del campo vestidos por Dios mejor que Salomón, y de las aves del cielo a las que alimentaba el Padre Celestial.

Por las tardes, cuando el amo de la viña les pagaba el denario a los jornaleros, Joaquín no protestaba porque el amo les diese también un denario a los que habían trabajado sólo por la tarde.
Y es porque Joaquín no le importaba el dinero. Un tipo raro, este Joaquín. Un pobre despistado que no sabía todavía que el hombre es un vertebrado ganador de dinero.
Pues bueno; sucedió que un día Joaquín vio a Ana por una calle de Jerusalem, y desde aquel momento empezó a tambalearse todo el AT.

Ana iba guapísima con el vestido de los sábados, y todavía mucho más guapa vestida toda por dentro con la gracia del Espíritu que le asomaba por los ojos.
Joaquín decidió hablar con Ana; y con el padre de Ana; y, si era preciso, con el abuelo de Ana y hasta con el patriarca Jacob.
Joaquín había tomado una decisión. El AT se estaba quedando antiquísimo.

Por fin Joaquín habló con Ana, y después de haberle dicho unas cuantas cositas que no se conservan en las historias, pero que nos las figuramos muy aproximadamente, le dijo que, antes de responderle que sí o que no, él, Joaquín, tenía que informarle francamente de varias cosas:
        – que no tenía piso
         – que no tenía divisas: ni talentos, ni dracmas, ni sextercios, ni nada;
         – que sólo ganaba un denario al día.

Ana le respondió muy seria, que ella \"\"no se había enamorado del piso de Joaquín, ni del dinero de Joaquín, ni del abrigo de cordero persa que pudiera regalarle Joaquín, sino que se había enamorado de Joaquín.
Y se casaron.

Mientras, al Verbo de Dios se le estaba empezando a hacer pequeño el cielo. El Verbo de Dios quiere amar más a los hombres pequeños y enredados en sus pequeños horizontes, a los hombres que confunden “lo mucho” y “lo poco”, a los hombres enfermos, empachados de dinero, de ciencia, de cosas… Joaquín y Ana son de los pocos seres humanos que no están enfermos de estas cosas.

Dios siente ganas de volver a crear otra vez el universo. O algo más grande que el universo. Y un día, toda la fuerza creadora de Dios baja hasta Joaquín y Ana. Y ellos, juntamente con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, traen a la existencia a algo que es más grandioso que todo lo que Dios creó en aquellos siete días del principio del mundo.
María.
Parecía que todo seguía igual en el mundo.
Los soldados romanos seguían matando bárbaros; los hombres ricos seguían ampliando sus graneros para dormir tranquilos cuando llegasen a viejos; los escribas y fariseos seguían entrando y saliendo del Templo y dando normas, muy serios, a todos los demás; Ana encendiendo la cocina, lavando la ropa y remendando la túnica de Joaquín; y Joaquín seguía trayendo todas las noches un denario a casa.
Hasta que un día, Ana vino con su primer gran secreto de esposa: – ¿Sabes, Joaquín? Creo que…

Era verdad. Lo que no sabían Ana y Joaquín era que la serpiente del paraíso llevaba ya varios días comiéndose a sí misma por la cola. Tampoco sabían que las nubes llevaban varios días tocando las campanas. Y que la tierra, vista desde el cielo, se veía toda azul, como se ve el cielo desde la tierra.
No sabían que era por primera vez la fiesta de la Inmaculada Concepción.