Querido Cardenal:
Le ahorro el título de Eminentísimo Señor, porque sospecho que no se iba a ajustar a su estilo. Contra lo que algunos piensan, los Cardenales de la Iglesia de Dios son hombres sencillos. Como aquel que declinaba con media sonrisa ese tratamiento.
-“No, no; sencillamente porque no es verdad: ¡E-mi-nen-ti-si-mo!, ¿no le suena a hueco?”
Es indudable, querido Cardenal, que la verdad fue precisamente la pasión de su vida. Recordará que usted mismo se vio en la necesidad de confesarlo públicamente cuando el célebre novelista Charles Kingsley, profesor de Cambrigde, le lanzó a la cara esta pella de barro en una revista de amplia difusión: “El amor a la verdad por razón de sí misma no ha sido nunca virtud del clero romano. El P. Newman nos informa de que ello no es necesario, ni, a la postre, deseable”.
Gracias a semejante libelo podemos leer hoy su aguda, elegante y magnánima “Apologia pro vita sua” y la mezquina contrarréplica de que fue objeto: “En adelante –insistirá el acusador-, sentiré toda la duda y temor que pueda sentir un hombre sincero respecto a cualquier palabra que escriba el doctor Newman”. O sea, que estaba usted juzgado y condenado de antemano .
Impresiona su reacción a esta invectiva: “Aborrezco y detesto la mentira, el retruécano, la doble lengua, la picardía, la astucia, la melosidad, la hipocresía, el pretexto, tanto como los aborrezca un protestante, y pido a Dios no me deje caer en sus lazos y trampas”. Y poco después: “Quiero que se me conozca como un hombre de carne y hueso, y no como el maniquí que se viste de mis ropas”.
Buscar la verdad, esa fue su tarea. Permítame recordarlo. Porque eso le llevó a liderar el Movimiento Oxford, a pasar del anglicanismo al catolicismo, a perseverar en la Iglesia –“guardiana de la verdad”- a pesar de tantas incomprensiones; a fundar la Universidad de Dublín, contribuyendo así a la promoción teológica del laicado, a fundar primero y dirigir después la polémica y lúcida revista Rambler, a escribir los cuarenta volúmenes de sus obras completas, fuente de la mejor doctrina para muchos intelectuales del siglo XX (Blondel, Pizywara, Congar, Bouyer, Balthasar, Guitton). Luego vinieron los homenajes y no dudo que usted supo vivirlos con gratitud y con humor. Tenía 78 años (1879) cuando fue creado cardenal. Un día, ¿pronto?, lo veremos en los altares…
Pablo VI decía que cada uno de los grandes concilios ecuménicos había tenido un inspirador cristiano de primera magnitud: Nicea, san Atanasio; Trento, santo Tomás. Cuando se estudie el Vaticano II se advertirá, añadía, que ha tenido en el Cardenal Newman “su inspirador, secreto pero profundo”.
Admirado y querido Cardenal de la Iglesia: ¡Qué expresivo resulta el epitafio que figura en su tumba: “De las sombras y las imágenes a la verdad”.