Jonás

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Se llama Jonás, pero bien podría llamarse Antonio, Paco o Jorge. No llega a los cincuenta. Ha tenido tiempo para casi todo. Ahora alterna la fiebre por Internet con saltos nostálgicos a los Beatles. Tardó tiempo en darse cuenta de que la playa no estaba debajo del asfalto. Hace ya bastantes años que sintió el deseo de hacer algo. ¿Es posible todavía decir una palabra sobre Dios en esta inmensa Nínive contemporánea? ¿Se puede narrar la parábola del padre misericordioso en ese haz formado por una bolsa verdinegra de El Corte Inglés, un ejemplar doblado de El País y el último CD de Lorena McKenitt? «¡Buena gana de complicarme la vida! ¡Que cada cual salga por donde pueda! Yo me voy a Cádiz de vacaciones!».

Jonás sueña siempre con largarse a Cádiz, pero las tormentas de la vida cotidiana lo retienen en alta mar. Para protegerse de las olas, procura esconderse donde puede. Primero se lo tragó el pez intelectual. Se trataba de un pez formidable que hasta sabía hablar: «Pero Jonás, ¿cómo vas a anunciar la palabra en Nínive si no has dialogado críticamente con la cultura contemporánea? ¿No te das cuenta de que es imprescindible elaborar primero los fundamentos racionales de la fe?». Jonás comenzó a hacer cursos de teología, análisis estructurales, debates sobre las raíces de la increencia. Eso sí: siempre dentro de su burbuja. Nínive le producía un miedo escénico insuperable. Hasta que un día se hartó. En un encuentro de fin de semana alguien le recordó aquello de que el mundo ya estaba interpretado, que lo que hacía falta era transformarlo. Para colmo, cayó en sus manos un librito titulado «Creer es comprometerse». Se dejó de tanto ver y juzgar y empezó a multiplicar las acciones. Se enroló en una comunidad de vecinos y en una célula de Comisiones Obreras. Los domingos los pasaba en el Pozo del Tío Raimundo. No había semana en la que no tuviera una docena de reuniones. Su saludo siempre era el mismo: «Mira, tío, perdona, pero es que me tengo que ir pitando». La verdad es que no paraba, pero Nínive seguía estando lejos. Al fin, cayó en la cuenta de que había cambiado de burbuja, pero seguía prisionero de sus miedos incurables.

Un día alguien le regaló otro librito de ocasión. Lo fue devorando en el metro porque en casa no tenía tiempo ni para dormir. El libro se titulaba «Contra Prometeo». Jonás comenzó a sentirse mal. Las reuniones empezaron a parecerle una pantomima, una estúpida huida hacia adelante. Lo notó en el asco que le producía el humo del tabaco. El verbo hacer se le hizo inconjugable. «¿De qué nos están sirviendo tantas movidas?». Jonás cayó en la cuenta de que su acelerado ritmo de acciones no era sino una forma socialmente bien vista de acallar su conciencia, una estrategia de autoprotección frente al desafío de Nínive, una burbuja con mejor prensa que la intelectual, pero burbuja, al fin y al cabo. No se llega muy lejos cuando uno se esfuerza por robar el fuego de los dioses a base de puños. Jonás tuvo que echar mano del Prozac para combatir la bajada depresiva.

Los que lo conocían no daban crédito a sus ojos. A Jonás le dio por la meditación. En un ángulo del salón de su casa colocó un par de iconos y un cojín de terciopelo verde. A un lado, la biblia de los tiempos del bachillerato; al otro, una vela roja comprada en un «todo a cien». Cada día, a eso de las once de la noche, ponía en la cadena una música suave de Mike Olfield y empezaba a repetir en voz baja: «Señor, ten misericordia de mí». Antes, naturalmente, había hecho unos minutos de respiración profunda. Tres o cuatro veces al año se refugiaba en la quietud de un monasterio. La suavidad del «Victimae paschali laudes» había derrotado a la contundencia del «Contra la opresión, manifestación». Pasar tres días y tres noches en el vientre de este pez estéticamente airoso era una gozada. Lástima que no se pudieran montar tres tiendas allí dentro.

Pero la voz de Dios volvió a sonar: «Oye, Jonás, ¿puedes oírme desde esa burbuja de incienso? Si no te importa, me gustaría que fueras a Nínive». Esta vez no hubo escapatoria. La voz de Dios consiguió enfadarlo. La burbuja estética quedó deshinchada. Jonás, perplejo, prorrumpió en una protesta: «Pero, vamos a ver, ¿de qué se trata ahora? ¿Qué quieres que haga?». Dios no pudo ser más claro: «Mira, Jonás, yo no te he hecho para que vivas en una burbuja. Tampoco te pido que seas un héroe. Basta con que tengas compasión de esa Nínive a la que quieres derrotar. ¿No te das cuenta de que en ella viven millones de hombres y de mujeres que aún no distinguen entre el bien y el mal?». Parece que Jonás se echó a llorar.