Hoy, 1 de mayo, celebramos la festividad de “José obrero”. Tiene su sentido esta fiesta; no lo vamos a negar. Sin embargo, la celebración de los cincuenta días de la Pascua –en la cual se inserta esta fiesta- nos ofrece una clave muy interesante para captar de una forma mucho más interesante la figura de José. Lo titularía así: “José, esposo, hijo y precursor según las Escrituras”[1].Jesús resucitado trae consigo un regalo excepcional cuando se aparece a los suyos: les hace “ver” que las Escrituras (la Ley, los Profetas, los Salmos) hablaban de Él. La resurrección de Jesús desvela el sentido último de toda la Escritura Santa. O dicho de otra manera, las Escrituras son enigmáticas, en cierta medida incomprensibles, cuando no se descubre en ellas su significado último: ¡Jesús y todo lo que en Él aconteció!
José es un personaje secundario -¡de reparto!- dentro del relato bíblico. Pero es, probablemente, aquel a quien habría que concederle año tras año uno de los óscar. Su figura, tal como aparece en las introducciones teológicas del Evangelio de Mateo y de Lucas sólo se comprende en su trans-historicidad; o dicho mejor, descubriendo su sentido en una historia grande de los pueblos, que supera con mucho su historia individual tan breve. Esa es la figura de José “según las Escrituras”
¡Que viene el Esposo… salid a recibirlo!
Tenemos una tendencia a separar a José de María y a pensarlos independientemente. El evangelio de Mateo hace todo lo contrario: aunque José intenta repudiar a su esposa, movido por Dios, la acoge juntamente con el Niño que en ella ha sido concebido. La acoge “para siempre”, porque “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mt 19,4). María, José establecen una alianza irrompible entre ellos. Se pertenecen mutuamente y se dan identidad: María de José y José de María. El Niño Jesús será acogido en el espacio que esa Alianza le ofrece.
María y José son una pareja muy especial, muy simbólica. Ambos evocan otras extrañas parejas que les precedieron en la historia de Israel: Moisés y Séfora, Booz y Rut. Extraña fue la pareja de Moisés y Séfora: el gran legislador prohibió el matrimonio con extranjeras, y sin embargo, él tomó esposa de Madián y hubo con motivo de ello sacrificios del sacerdote y suegro Jetró. También el anciano Booz de Belén tomó como esposa a otra extranjera de la odiada Moab, Rut y ambos engendraron a Obed, el que sería abuelo del rey David. Extrañísima pareja también la de David con Betsabé –la mujer del asesinado Urías-, o los desposorios de Salomón con tantas extranjeras. José pertenecía a la tribu de Judá: una genealogía llena de mestizajes, de encuentros y bodas con los diferentes (Tamar y Rahab).
Sólo meditando las Escrituras podrían María y José entender su misteriosa función o misión. El evangelista Lucas nos presenta a un sacerdote, Zacarías, a quien Dios mantuvo mudo durante nueve meses, a quien Dios recluyó en un retiro meditativo: al final, se desató su lengua y pudo proclamar el “Benedictus”; canto interpretativo de aquello que acontecía “según las Escrituras”. Lo comprendía María, la madre de Jesús, que “meditaba en su corazón” todo lo que acontecía y lo expresa en su “Magnificat”, “según su Palabra”. Lo comprendieron los discípulos de Emaús, cuando el misterioso caminante les explicaba las Escrituras en relación a lo sucedido en Jerusalén aquellos días.
El misterio de María y de José estaba anunciado en las Escrituras, pero alguien tendría que desvelar el enigma. En ellas encuentran María y José su identidad, su razón de ser, su complicidad. María y José se saben invitados a hacer una lectura creyente de la realidad que viven, a la luz de la Palabra.
José pudo entender su rol en la historia de María y de Jesús gracias a su conexión con las Escrituras: ellas le revelaban quién era el Espíritu que descendió creadoramente sobre María, el sentido de la huida a Egipto y del retorno a la tierra, el porqué en sueños se le manifiesta la voluntad divina de acoger a María, el porque del sentido revelador de sus sueños.
José es como un nuevo Elías que se encuentra con la viuda de Sarepta y tiene con ella un encuentro nupcial, sin procrear un hijo (1 Rey 17) y, reunidos por Dios, para que no mueran ni ella ni su hijo.
María y José son los esposos que Dios ha unido. Ellos anuncian unas bodas diferentes pero de fecundidad plena. Forman el matrimonio transubstanciado, transfinalizado, transsignificado. Jesús se identificará con el Esposo, el misterioso Esposo de una gran comunidad convocada desde todos los extremos de la tierra.
¡Hosanna al hijo de David!
El nombre de “José” significa la adición de un hermano que va a venir. En los evangelios José es el hijo de David que dejará a Jesús, el hijo de David, entrar en su reino. El esposo de María es “hijo de David”
José pertenece a una tribu en la cual los padres son puestos siempre en interrogante: o mueren demasiado pronto, o no quieren tener hijos o buscan atribuir el hijo concebido a otro padre. José no es el padre biológico de Jesús. En cierta manera, la genealogía se para en José y no continúa hacia adelante.
Pero es José el que hace entrar a Jesús en esta genealogía, en esta tribu y el mismo le da la heredad de todo el pasado de Israel. José se siente autorizado, leyendo las Escrituras, para concederle a Jesús la sucesión davídica, como Samuel se la concedió no al hijo de Saul, Jonatán, sino a David de Belén.
José y María heredan una tradición de mestizaje. A ellos les toca el mestizaje más inaudito e insospechado: Dios toma carne humana. María está encinta por obra del Espíritu Santo y José acoge, en la tribu de Judá -experta en mestizajes- al Niño de María que nacerá en Belén.
José es “hijo de David”. Jesús también es aclamado por el pueblo como “hijo de David”. José, que no era el padre biológico, se sintió autorizado para introducir a Jesús, divino-humano, en la dinastía de Judá, en la dinastía davídica, para que tomara posesión de esa gran comunidad mestiza que lo podría en contacto con todas las naciones de la tierra. Ante una mujer cananea, Jesús se admiraría de su fe. Y le diría: “hágase según tú quieres”. Lo mismo que Jesús le diría a su Abbá en Getsemaní: “no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”.
¡José desaparecido!
Es propio de los personajes de reparto: aparecen y pronto desaparecen. Así fue el gran sacerdote Melquisedec, ante quien se inclinó Abrahám, pero de quien la Escritura guardó un extraordinario recuerdo, que dio mucho que pensar. También José desaparece de los Evangelios antes de morir.
José es el hijo que desaparece, el Esposo que desaparece, y deja a la Esposa viuda. También Jesús fue el hijo y el esposo que anunció su desaparición y desapareció.
Esa es la misión de un hijo: desaparecer para ser asumido totalmente en Dios Abbá y permitir a otros recorrer la aventura de los hijos de Dios. José, antes de Jesús, entendió aquello de “conviene que yo me vaya”, que desaparezca, como el precursor: “he de dejar paso a otro”. María y José desaparecen para dejarnos ser, a nuestra vez, hijos y esposos, hombres y mujeres de Dios. El Espíritu del origen, provee a la continuación del misterio.
[1] Mi reflexión debe mucho a la obra de Pilippe Lefebvre, Joseph: l’éloquence d’un taciturne. Enquête sur l’époux de Marie à la lumière de l’Ancien Testament, Ed. Salvator, Paris, 2012.
Extraído de Ecología del Espíritu