Juan Carlos Martos, cmf

Corrían los años sesenta. Ciertas "casualidades" habían llevado a mis padres a apuntarme en una escuela, en cuyas modestísimas y entrañables aulas recibí mi segunda catequesis cristiana. La primera la había recibido de mis padres. Aprendí mucho y bueno. Y fue precisamente aquella escuela de Ntro. Padre Jesús -¡qué "casualidad" que así se llamase!-, la que me llevó a la iglesia claretiana de la Merced. La misa de las nueve era cita espontánea de un buen puñado de chiquillos de mi escuela. Nunca dejaron de faltar alguno de nuestros maestros. Sabían predicar con el ejemplo. Por alguna secreta razón, ser monaguillo, en aquella escuela, era distinción envidiada por muchos. Y es que imprimía noble lustre el poder acolitar la misa del bueno del P. Guinda -el más afamado de los claretianos de Jaén- ante los cientos de ojos boquiabiertos de los compañeros. Ni que decir tiene que desde el primer momento oposité ávidamente a vestir las recosidas sotanas de monaguillo, bajo los consejos del paciente Hno. José García, el primer claretiano jaenero que conocí.

Muy pronto me vi ocupando un rincón en aquel caserón conventual, que al principio me pareció tan misterioso como inhóspito. El tiempo hizo que fueran haciéndoseme familiares aquellos muros cargados de viejas historias. Historias que siempre oía con ensueños martiriales y aventureros. Fue el roce el que me hizo sintonizar con aquellos venerables sacerdotes a quienes servía en el altar a diario. Al principio me causaban miedo; después respeto; al final, admiración. Ella fue la que desencadenó un rosario de adhesiones comprometedoras.

(JPG) No puedo silenciar algo trascendental para mí. Todos los días tenía que pasar repetidas veces por delante de la bendita imagen del "Abuelo", el más famoso Cristo con la cruz acuestas de la ciudad. La Merced era -¡ay!- por aquel entonces su casa. Parece que estuvo siglos esperándome para hacer mudanza. Al pasar por su vera, casi siempre hubo, entre El y yo, una furtiva palabra, un entrecortado silencio, un vergonzoso cruce de miradas, un mudo embeleso, un sinfín de inefables confidencias y torpe ternura… El era Señor de Jaén y yo… un aprendiz de sueños. La distancia de los años me recuerda que, como a Nicodemo, yo tuve mi segundo nacimiento al abrigo de Aquel Divino Caminante. El me pedía con sus labios entreabiertos que le acompañara como Cirineo. Andaríamos duros caminos en una eterna madrugada de Viernes Santo. Empujaríamos juntos la Cruz. ¡El siempre iría delante! Puedo decir sin rubor que bajo el aliento de su divino ruego comencé a soñar singladuras imposibles. El me hizo su compañero. Salí ganando. Sería su misionero.

A partir de ahí, se sucedieron a velocidad de vértigo acontecimientos que confirmaron mis anhelos sacerdotales. Hubo entonces un revulsivo contundente: Mi tío carnal, benemérito sacerdote diocesano, se embarcó en edad tardía hacia el Perú por exclusivos motivos religiosos. Su exceso sacerdotal incentivó mi propia generosidad. Casi sin darme cuenta se me quedó muy pequeña mi familia, la Merced, mi ciudad. Tenía sed de infinitos. Y quería saciarlos ya. Nunca me gustó esperar.

La llegada del claretiano encargado de las vocaciones aceleró el proceso. Allí en la Merced me hicieron las primeras pruebas de idoneidad; allí recibí los primeros ánimos para comenzar a prepararme bien, ávaramente si cabe, para servir al mejor de los señores.

Me llegué a ver ya, lo confieso, como un digno sucesor del P. Guinda, quien hizo de su confesionario un púlpito desde el que derramaba abundante misericordia y finísimo humor a todo Jaén, Obispo incluido. Me sorprendía a mí mismo con sueños de predicador, voceando -como el P. Castaño- ardientes soflamas de conversión ante rendidos auditorios. O saboreaba la cándida dulzura del P. Optaciano de la Vega en sus paseos cuando hablaba sin cansarnos de sus miles de sermones dados, adobadas con encendidos versos místicos o sutiles sátiras sociales. O recorría la huerta con el P. Desiderio que me señalaba los lugares donde, en el 36, derramaron su sangre cinco claretianos: el presunto lugar de su inmolación, o la destartalada casa del guarda, o el lugar de la muralla por donde saltaron los que se salvaron… siempre por el ojo abierto del reloj de la Catedral a lo lejos. A veces deambulaba sin ser visto por la enorme biblioteca admirando con supremo asombro el acerbo de sabiduría contenido entre tantísimo libro y legajo… ¡Cuántas conversaciones compartiría con el Hno. Pavón mientras barríamos la interminable sacristía o regábamos inútilmente las mil y una macetas del patio conventual, tan asilvestrado y lleno de gatos por entonces…

Todo en la Merced me resultaba familiar, íntimo, propio. Era tan mío… El timbre del afecto es siempre rúbrica de vocación, imprescindible control de calidad. No necesité esfuerzos para convencerme de lo que siempre me resultó evidente. Sería sacerdote como los de la Merced.

Por fin, el anhelado ingreso en el seminario se produjo en octubre del 67, previo un cursillo quincenal en Loja. Sevilla fue la primera parada de un interminable viaje. Por primera vez me separé de la Merced. Y dejé Jaén. Mejor dicho, me las llevé en el corazón. La huerta, la sacristía, el patio, los salones, la Iglesia, el campanario… si hablaran, podrían contar tantas historias… La mejor de todas, mi primera Misa. Nunca podré explicar si en aquella ocasión única fui yo quien consagró o fue El quien me convirtió en pan apto para alimentar a muchos y sangre para ser derramada con amor. Pero dejemos que las grajas, volando por el cielo, pongan estos sabores y muchas más a buen recaudo al pie de la silenciosa cruz del castillo de Jaén.