Julián Marías (1914 – 2005)

“Soy profundamente religioso,
y cada día más específicamente católico”.

Querido Julián Marías:

    Lo sé. Eras filósofo, humanista, profesor, viajero, escritor incansable y, antes de todo eso, persona cabal. Cualquiera que se acerque a tu obra sin prejuicios lo reconocerá de inmediato. Algunos te  marginaron porque nunca jugaste a lo políticamente correcto. Tu profesión era la verdad. Recordarás la pregunta de una periodista, Leticia Escardó, en el último tramo de tu carrera: “¿De qué se siente más satisfecho?”. “De no haber mentido nunca”. Cómo no creerlo si llevabas ya noventa años demostrándolo. Y añadiste una confidencia impagable: “Tenía yo seis años y mi hermano tres más cuando nos prometimos no mentir. Y lo he mantenido”.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Eras creyente, y además católico. Lo confesabas con la misma naturalidad con que te identificabas revelando tu nombre y tu apellido. “Soy profundamente religioso”, dijiste tres años antes de morir, “y cada día más específicamente católico”. Lo cierto es que te tomaste a Dios muy en serio. Lo veías como “un problema vivencial para el hombre, sin haberse con el cual no sé en última instancia a qué atenerse para vivir”.

    Apasiona seguir tu discurso cuando te planteas los grandes interrogantes: “¿Se agota el hombre en su vida? Si mi vida es mía, ¿no significa esto a la vez que yo no soy mi vida?… ¿Y quién, sobre todo, me liga a mi vida, me hace vivir y a la vez me da fuerzas para hacerlo?”. Ahí ves planteado el problema filosófico de Dios, y adviertes que en ese problematismo ya estabas instalado antes de tomar conciencia de él. “Por lo cual el problema de la divinidad no es inventado, formulado o construido, sino descubierto”. ¿Por qué te interesó tanto Unamuno desde tu primera juventud? No hay duda: por verlo debatirse tan al vivo con la cuestión última, “la gran cuestión última, casi enteramente enterrada en la mayoría de los hombres contemporáneos por largos años de radical trivialidad y estupidez”.

    Cualquier aprendiz de filósofo disfruta viéndote dar el paso a otra fuente de conocimiento: las creencias, para someterlas luego a una investigación rigurosa. Después de todo, el filósofo parte de las creencias de las que vive y que deberá justificar filosóficamente. Te estoy viendo abrir los ojos de la razón ante las creencias que forman parte de 'la perspectiva cristiana' y que constituyen el humus de la cultura europea. Adviertes que para situarse en esa óptica no es necesario ser cristiano; no es necesario, pero tampoco indiferente; la fe no funda pruebas filosóficas, pero agudiza la visión y permite descubrir “problemas y acaso evidencias que de otro modo le serían ajenos”. Por lo demás, cuando uno termina afirmando que Dios existe, se le plantean preguntas, cómo no; cuando lo niega, también, y muy serias, una sobre todo: ¿es eso verosímil?

    ¿Cómo no seguirte con interés viéndote avanzar paso a paso hacia las raíces de la propia existencia? Esta fiebre por la verdad última te empuja a ahondar mediante la reflexión y a escribir tu libro Problema del cristianismo “desde el fondo de  mí mismo, desde la raíz”. Tus progresivos descubrimientos te van llevando a una conclusión cada día más clara: “Hay una radical convergencia entre la visión cristiana del hombre y lo que la filosofía ha descubierto de forma independiente, por medio de la razón”.

    A  muchos les ha llamado la atención tu serenidad en el discurso, tu independencia, tu sensibilidad discreta y profunda a la vez, tu espíritu constructivo, tu optimismo lúcido y siempre estimulante.  No es difícil reconocerte en palabras como éstas: “Cuando se hacen 'balances' de lo real, suelen ser negativos porque se ponen en primer plano los males de este mundo, que no son pocos -aunque no está claro que sean más que los bienes-. Pero en todo caso se suele cometer, incluso por cristianos, la gran omisión. No se trata sólo del hombre ni del mundo, si se entiende por él nuestra Tierra, sino que habría que incluir el Universo entero, mínimamente conocido; más aún, la realidad entera, cuyo principal componente es Dios mismo”. Y todavía:  “Para un cristiano, el 'pesimismo' es imposible; el balance total es  superabundantemente positivo, sean cualesquiera los males que se puedan descubrir y acumular. La única respuesta cristiana a la realidad tiene que ser 'Sí'

    ¿Y si esa realidad es dura? Tu reacción ante ciertas conductas inesperadas fue siempre generosa. Pasaste además por situaciones límite, que pusieron al descubierto hasta qué punto el amor está emparentado con la muerte. Leo en tus Memorias las páginas, medidas e intensas, humanísimas,  que dedicas a la muerte de tu primogénito, Julianín, y, más adelante, a la de Lolita, tu mujer. Al pequeño "lo adorábamos; nos parecía un don inmerecido, el hijo que hubiéramos soñado. Al ver su cuerpecillo inerte [tenía tres años y medio], la vida nos resultaba insoportable (…). Era desolador. No sé cómo pudimos resistirlo sin enloquecer".

    Cuando muere Lolita, “para mí fue el fin. No puedo explicar el hundimiento que sentí, la impresión de que todo había acabado. Me quedé sin proyecto”. Y de nuevo aparece en la frontera la cuestión de Dios, era inevitable. Permíteme rescatar otra vez tus propias palabras: "Tengo que mencionar también la conmoción religiosa que me produjo la muerte de Lolita: 'Lo que Dios une, que no lo separe el  hombre', está escrito. Cuando el hombre no lo separa, ¿no puede esperar que no lo haga Dios? Había pedido con tal fuerza que ello no sucediera, hubiera aceptado cualquier precio por evitarlo, que sentí angustias muy hondas. Pero pude conservar la fe –“fidem servavi”, dice Pablo al final de su vida-, apoyado sin duda en la que Lolita poseía; si  la hubiese perdido, me hubiese parecido, no sólo una infidelidad a Dios, sino también una deslealtad a Lolita, una manera de apartarme de ella”.

    Y es entonces cuando adviertes con suficiente clarividencia lo mucho que te importaba la fe. Y sobre todo la fe en la resurrección, en 'la vida perdurable', como repites en tantas ocasiones, rescatando esa fórmula del Credo de los apóstoles que te gustaba saborear "palabra a palabra" y a la que dedicas un capítulo en tu libro La felicidad humana. Desde tu perspectiva filosófica llegas a escribir: “La idea de que las personas se aniquilan es incomprensible, monstruosamente inverosímil”.

    Impresionan las palabras -casi el testamento espiritual- escritas en el prólogo a La fuerza de la razón: “Quizá, con seguridad, ya no escriba más… No perdamos la esperanza… mientras gracias a esa fuerza me encamino a Dios, e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable. Esa luz perpetua que siempre nos iluminará con su hermosísima claridad”. Gracias, maestro. Oírte es un gozo para la inteligencia. Y más, si cabe, para el corazón. Gracias de nuevo.