Sospecho que todos estamos familiarizados con la diferencia entre justicia y caridad. La caridad es regalar algo de tu tiempo, energía, recursos y persona con el fin de ayudar a otros que están en necesidad. Eso es una virtud admirable, señal de tener un buen corazón. La justicia, por otra parte, trata menos de regalar algo directamente que de procurar cambiar las condiciones y sistemas que sitúan a otros en necesidad.
Sin duda, todos estamos familiarizados con la pequeña parábola usada para ilustrar esta diferencia. En resumen, dice así: Una ciudad situada a la orilla de un río se halla teniendo que hacer frente todos días a algunos cuerpos que flotan aguas abajo del río. Los habitantes de la ciudad atienden los cuerpos, socorren a los que están vivos y entierran respetuosamente a los muertos. Hacen esto durante años, de buen corazón; pero, a través de todos esos años, ninguno de ellos remonta nunca el río para ver por qué hay cada día cuerpos heridos y muertos flotando en el río. La gente de la ciudad es de buen corazón y caritativa, pero eso en sí mismo no está cambiando la situación que les trae diariamente cuerpos heridos y muertos. También, la caritativa gente del pueblo no es ni remotamente consciente de que su manera de vivir, aparentemente desconectada del todo de los cuerpos heridos y muertos que atienden diariamente, podría está contribuyendo de hecho a la causa de esas vidas y sueños perdidos; y que, de buen corazón como son, pueden ser cómplices de algo que está perjudicando a otros, incluso mientras ello les está proporcionando los recursos y medios para ser caritativos.
La lección aquí no es que no debemos ser caritativos y de buen corazón. La caridad de uno a uno, como la parábola del buen samaritano aclara, es lo que se requiere de nosotros, como humanos y como cristianos. La lección es que ser de buen corazón no basta. Es un comienzo, bueno en sí, pero se nos pide más. Sospecho que la mayoría de nosotros ya sabe esto, pero quizás somos menos conscientes de algo menos obvio, a saber, que nuestra verdadera generosidad misma podría estar contribuyendo a una ceguera que nos permite apoyar (y votar) sistemas políticos, económicos y culturales precisos que tienen la culpa de los cuerpos heridos y muertos que estamos atendiendo en nuestra caridad.
Que nuestras propias obras buenas de caridad pueden ayudar a cegarnos a nuestra complicidad en la injusticia es algo destacado en un reciente libro de Anand Giridharada, Los ganadores se llevan todo: la charada de élite de cambiar el mundo . En una afirmación más bien agitadora, Giridharada refiere que la generosidad puede ser, y es con frecuencia, un sustituto y un medio de evitar la necesidad de un sistema más justo y equitativo, y una distribución más perfecta del poder . La caridad, maravillosa como es, no es aún justicia; un buen corazón, maravilloso como es, no es aún la buena política que sirve a los menos privilegiados; y la filantropía, maravillosa como es, puede hacernos confundir la caridad que estamos haciendo con la justicia que se nos pide. Por esta razón entre otras, Giridharada refiere que los problemas políticos no deberían estar privatizados y relegados al campo de la caridad privada, como es ahora tan frecuente el caso.
Christiana Zenner, revisando su libro en America, resume esto al decir: “Cuidado con la tentación de idealizar un mercado o a un individuo que promete la salvación sin atender a los más pequeños de entre nosotros y sin afrontar las condiciones que facilitaron la dominación sobre ellos”. Después añade: Cuando vemos la violación directa de otra persona, una injusticia directa, nos desconcertamos, pero la injusticia y el perpetrador son obvios. Vemos que algo está equivocado y podemos ver quién está para inculpar. Pero, y esto es su punto verdadero, cuando vivimos con sistemas injustos que violan a otros, nosotros podemos estar ciegos a nuestra propia complicidad porque podemos sentirnos bien con nosotros mismos, ya que nuestra caridad está ayudando a aquellos que han sido violados.
Por ejemplo: Imaginaos que yo soy un hombre de buen corazón que siente una genuina simpatía por los sin techo de mi ciudad. Como se acerca el tiempo de Navidad, hago una gran donación de comida y dinero al banco local de alimentos. Más aún, el mismo día de Navidad, antes de sentarme a tomar mi propia comida de Navidad, paso varias horas ayudando a servir una comida de Navidad a los sin techo. Mi caridad aquí es admirable, y no puedo menos que sentirme bien de lo que hice. ¡Y lo que hice fue una cosa buena! Pero después, cuando apoyo a un político o una política que privilegia a los ricos y es desfavorable a los pobres, no puedo racionalizar más fácilmente que estoy haciendo mi parte justa y que tengo un corazón que se inclina hacia los pobres, incluso mientras mi voto mismo ayuda a asegurar que habrá siempre gente sin techo que alimentar el día de Navidad.
Pocas virtudes son tan importantes como la caridad. Es señal de un buen corazón. Pero el merecido buen sentimiento que tenemos cuando damos de nosotros mismos caritativamente no debería estar confundido con el falso sentimiento de que en realidad estamos haciendo nuestra parte.