El cristiano que lucha por humanizar al hombre y que aspira a ser buen colaborador de la obra creadora de Dios encuentra en Jesús el mejor motivo para hacer de su trabajo una continua lucha por alcanzar el Reino de Dios en esta tierra
El hombre se preocupa, cada vez más, por su actividad. Palpa el resultado de su trabajo… Esto le hace reflexionar sobre el sentido mismo del trabajo, sobre su dignidad. Quiere buscar la raíz misma del valor laboral, descubrir a Dios tal cual es y actúa, presente en la actividad de los hombres.
La Iglesia ha querido dar una respuesta a toda esta problemática porque su deber es iluminar al hombre, ya que es Pueblo vivo de Dios que media entre Dios y los hombres. Su mediación es también (y, quizás, antes que nada) anuncio de la Buena Noticia.
El misterio maravilloso del trabajo constituye para el hombre «una de las dimensiones fundamentales de su existencia terrena y de su vocación» (Laboren) Exercens, 11 y 4) y, «en cuanto problema del hombre, ocupa el centro mismo de la cuestión social» (Laborem Exercens, 3). Por eso constituye, de alguna manera «un elemento cierto y permanente tanto de la vida social como de las enseñanzas de la Iglesia» (Laborem Exercens, 3).
No es de extrañar, por consiguiente, que éste haya sido un tema constante en la historia, preferido en las corrientes filosóficas (Platón, La Leyes. Aristóteles, Política. Cicerón, Marco Tulio, Los Oficios. Los Diálogos. Las Paradojas.) y en los documentos sociales de los Papas (Pío XI y Pío XII. Este último es el que más ha aportado. Sin embargo ningún documento pontificio -oral o escrito-anterior o posterior a Laborem Exercens han consagrado tanto espacio y han atendido juntos tantos aspectos relativos a la teología y a la espiritualidad del trabajo como esta encíclica), especialmente de Juan Pablo II, que ha tratado de manera muy reiterada, extensiva y cálida, esta actividad del hombre.
La verdadera revalorización del trabajo llegó con el cristianismo. No podía ser de otra forma, teniendo en cuenta que «Aquel que, siendo Dios, se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente evangelio del trabajo» (Laborem Exercens, 6).
EL TRABAJO, COLABORACIÓN EN LA OBRA CREADORA DE DIOS
«Hecho a imagen y semejanza de Dios en el mundo visible, y puesto en él para dominar la tierra, el nombre está por ello, desde el principio, llamado al trabajo» (Gen 1,28).
El trabajo es ley de Dios, ley universal impuesta a toda la humanidad. «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el parque de Edén, para que lo guardara y lo cultivara» (Gen 2,15).
Con un lenguaje sencillo, figurado y popular, el Génesis quiere poner de manifiesto que se trata de un mandato expreso de la voluntad divina (cfr. Gau-dium et Spes 34).
Ante las obras nacidas de su voluntad creadora, Dios se siente complacido y expresa su satisfacción seis veces pues ve que son buenas y conforme a sus designios. Dios pone fin a su trabajo creador con el descanso del séptimo día, que no significa que Dios haya entrado en estado de actitud pasiva, desinteresado ya de la suerte de nuestro mundo, como si todo estuviera hecho y bien hecho y no hubiera que seguir «haciendo, creando de la nada». El mundo que salió de las manos de Dios no es solamente marco de la historia. Es, él mismo, historia y protagonista de la historia.
Lejos, pues, de significar una despedida divina del escenario cósmico, el reposo es el gesto de un Dios que mira con benevolencia a su creación. El mundo queda así abierto a un futuro de fecundidad, de plenitud. La realidad es un fíe/7 (un hacerse) no un factum (algo ya hecho o acabado).
La acción creadora de Dios llega a su culmen con la creación del hombre, «imagen de Dios». La creación se cierra con el surgimiento de un concreador. El mundo salido de la manos de Dios no es algo cerrado y concluido. Pasa a manos del hombre para que éste lo perfeccione transformándolo hasta su llegar a su fin.
«Dios, que ha dotado al hombre de inteligencia, le ha dado también el modo de acabar de alguna manera su obra, ya sea artista o artesano, patrono, obrero o campesino, todo trabajador es un creador» (Populorum progressio, 27). El hombre, así, es «casi como un dios» (Sal 8,6), pero criatura suya.
Con esta narración, la Sagrada Escritura propone el paradigma que el hombre debe seguir en su conducta. Debe trabajar, trabajar bien y gozarse en y de su trabajo bien hecho. Debe también descansar, no solo para recuperar las fuerzas perdidas, sino para disfrutar de los frutos del propio trabajo y del trabajo de los demás. El hombre trabaja para vivir, no vive para trabajar. El hombre debe imitar a Dios Creador tanto trabajando como descansando (cfr. Laborem Exercens 25).
El hombre, por tanto, es llamado y asociado por Dios al desarrollo de su acción creadora para que la continúe y la perfeccione: «Dios ha permitido realmente al hombre mejorar su obra; tal es la admirable delicadeza de nuestro Padre Celestial, que llama a sus hijos a una íntima colaboración con él» (Pío XII).
El trabajador es un colaborador de Dios. Externamente sólo vemos a un hombre trabajando, pero es Dios «la fuerza de su fuerza» (Ex 15,2; Sal 118,14) quien hace posible su trabajo. «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal 127,1).