En general, la Navidad es sinónimo de fiesta, de alegría, de familia, de ronda callejera. Sin embargo, para muchos son días en los que la soledad, el duelo, la intemperie, el desgarro, el luto se hacen más fuertes. ¿Dónde fundar la invitación a la alegría que hacen la Palabra y la Liturgia? ¿Por qué cantar y sentir gozo?
María, la Madre de Jesús, nos da la clave: “¡Mi alma se alegra en Dios, mi Salvador!” Y el apóstol invita: “¡Alegraos, os lo repito, alegraos en el Señor!” El salmista irrumpe con cánticos de alegría y de gozo cuando los pies del peregrino están pisando los umbrales de la ciudad santa.
Hay alegría provocada por el consumo, la extroversión evasiva, la exterioridad. “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Francisco, EG 1)
La alegría cristiana se funda en saberse amado, redimido, acompañado por el Señor, por el Emmanuel. Y esta experiencia interior llega a reflejarse en el rostro de los creyentes, como les sucedió a María y a Isabel, al pequeño Juan, a los pastores…
¡Alégrate, porque el Señor está en medio de ti, dentro de ti, y te quiere!