Escribiendo en su diario personal durante un período de amarga congoja, el famoso escritor espiritual Henri Nouwen escribió lo siguiente: “El gran reto consiste en vivenciar tus heridas en vez de sólo pensar en ellas. Es mejor llorar que inquietarse o preocuparse; es mejor sentir tus heridas que comprenderlas; es mejor dejarlas entrar en tu silencio interior que hablar de ellas. La opción que afrontas constantemente es la de decidir dónde depositas tus heridas: en tu cabeza o en tu corazón”.
Pero nos sentimos divididos interiormente. Una parte de nosotros mismos entiende exactamente lo que aquí dice Nouwen, aun cuando otra parte de nosotros mismos ofrece instintivamente resistencia a su consejo: hay un espacio en nosotros que no quiere llorar, no quiere sentir nuestro propio mal, no quiere llevar nuestro dolor a un lugar de silencio interior y no quiere depositar nuestras propias heridas en nuestro corazón. Y por eso, en medio de nuestras congojas y heridas, nos volvemos ansiosos y obsesivos, nos esforzamos por comprenderlas, hablamos de ellas a otros sin parar, intentamos resolverlas con nuestra cabeza en vez de disponernos a sentirlas con sencillez en nuestro corazón.
Pero eso no siempre es malo. El consejo de Nouwen, con lo sabio que es, necesita alguna salvedad: Es importante que llevemos nuestras heridas y congojas también a nuestra cabeza. Nuestros corazones y nuestras cabezas necesitan estar en sintonía. Pero lo que Nouwen señala aquí es algo que él, hombre bendecido con una extraordinaria sensibilidad a las cosas del corazón, aprendió, solamente por medio de congoja y crisis nerviosa abrumadoras, que nosotros llevamos más fácilmente las cosas a la cabeza que al corazón, incluso aun cuando pensamos que no lo estamos haciendo así.
El modo cómo llevamos el dolor a nuestra cabeza y bloqueamos las lágrimas saludables en nuestros corazones es por negación, racionalizando, echando la culpa, no admitiendo sencilla y honestamente la realidad, y no asumiendo nuestro propio dolor, nuestra propia incapacidad, nuestra propia debilidad y nuestra propia imperfección.
Y todos nosotros tenemos mil ocasiones para hacerlo: Cuanto más vivos y sensibles seamos, más insoportables congojas experimentaremos. Cuanto más honestos seamos, más conscientes seremos de nuestros propios límites y defectos. Y cuanto más puros y generosos seamos, más conscientes seremos de nuestro propio pecado y de nuestras traiciones.
Así que el consejo de Nouwen contiene un desafío saludable: Cuando nos sentimos humillados por la angustia y el dolor, no habríamos de intentar negar ese dolor, negar su fuerza amarga, o negar nuestra impotencia al abordarlo. Hacer eso es arriesgarnos a volvernos duros y amargos. Pero si damos a nuestras profundas penas y angustias lo que les es debido honestamente, ellas provocarán en nosotros el tipo de lágrimas que suavizan y ensanchan el corazón. Es útil recordar que las lágrimas son agua salada, de la misma sustancia que las aguas de los océanos originales, de los que surgimos “al principio”. Las lágrimas nos conectan con nuestros orígenes y permiten al agua originaria de vida fluir de nuevo a través de nosotros.
Además, cuando llevamos nuestro dolor a nuestro corazón, cuando admitimos honestamente nuestras debilidades e impotencias, Dios puede finalmente comenzar a colmarnos de fortaleza. ¿Por qué? Porque solamente cuando nos humillamos en completo desamparo, sólo cuando al fin renunciamos a nuestras propias fuerzas es cuando Dios puede enviarnos un ángel para fortalecernos, como el mismo Dios envió un ángel para fortalecer a Jesús durante su agonía en el huerto de Getsemaní.
Una noche, unos meses antes de su muerte, Martín Lutero King recibió por teléfono una amenaza de muerte. Ya había ocurrido así antes, pero, esa noche concreta, la nueva amenaza le dejó asustado y debilitado hasta la médula. Todos sus miedos cayeron sobre él de una vez. Conozcamos sus palabras para ver qué ocurrió después:
Me levanté de la cama y comencé a caminar por el piso. Finalmente fui a la cocina y calenté una cafetera. Estaba dispuesto a rendirme. Con mi copa de café sin tocar delante de mí, intenté pensar sobre alguna forma para desaparecer de la foto sin aparecer como un cobarde. En este estado de agotamiento, cuando mi coraje había desaparecido totalmente, decidí presentarle el problema a Dios. Con la cabeza en mis manos, me incliné sobre la mesa de la cocina y oré en voz alta. Las palabras que dirigí a Dios aquella noche están todavía vivas en mi memoria.
En ese momento experimenté a Dios presente, como nunca antes le había experimentado”.
Solamente después que el desierto ha realizado su trabajo en nosotros, dice Trevor Herriot, puede venir un ángel a fortalecernos. Por eso es mejor sentir nuestras heridas que comprenderlas; es mejor llorar que inquietarse o preocuparse por ellas.