Cuanto más nos introducimos en la revelación divina, más nos sorprendemos de la paradoja evangélica. El Todopoderoso se manifiesta en la pequeñez, en debilidad. Se enamora de los pequeños, de los pobres, de los humildes, de los sencillos de corazón. Ama a los pecadores, acoge a los extranjeros, bendice a los desheredados de este mundo; se muestra a quienes no desconfían.
Hoy, 13 de diciembre, celebramos la fiesta de Santa Lucía, virgen y mártir, una de aquellas mujeres recias que prefirieron morir antes que entregarse a la inmoralidad. Lucía significa luz.
El calendario litúrgico fija su fiesta precisamente cuando se detiene el dominio de la noche sobre el día, imagen del combate de la tiniebla con la luz, en el que sale victoriosa el alba.
Desde hoy se contiene la oscuridad y la aurora comienza a avanzar, símbolo del anuncio que esperamos, el nacimiento del Sol que viene de lo alto, Jesucristo.
La fragilidad de unas niñas se impone sobre la fuerza de unos hombres violentos. Lo frágil, lo pequeño, lo humilde, lo pobre se convierte en sacramento de quien siendo Dios, se hace humano; de quien siendo inmortal se somete a nuestra mortalidad, para que desde ahora nadie pueda argumentar que su pobreza le impide acoger a quien hace de ella título de misericordia.
De los que son como niños es el reino de los cielos, y los limpios de corazón ven el rostro de Dios. Te deseo que dentro de ti, la luz pueda más que la tiniebla, la fe que la increencia, el bien que el mal, y goces al comprobar cómo el día puede a la noche, y quien es la Luz del mundo vence toda oscuridad.