En un libro, 12 Reglas para la vida: un antídoto contra el caos, que con razón está causando sensación hoy en muchos círculos, Jordan Peterson trata sobre su propio viaje hacia la verdad y la finalidad que tiene la vida. Aquí está esa historia:
En un momento de su vida, mientras aún era joven y estaba encontrando su propio camino, llegó a una etapa en que se sintió agnóstico, no sólo acerca del superficial cristianismo en el que se había educado, sino también de casi todo lo demás en términos de verdad y fe. ¿En qué podemos creer realmente? ¿Qué es lo que al fin deber creerse?
Demasiado humilde para compararse a una de las grandes mentes de la historia -René Descartes, que luchó quinientos años antes con un agnosticismo similar- Peterson no pudo menos que emplear el camino de Descartes al tratar de encontrar una verdad de la que no se pudiera dudar. Y así, como Descartes, él acometió la búsqueda de una “indudable” (término de Descartes), esto es, encontrar una premisa que de ningún modo se pudiera poner en duda. Descartes, como sabemos, encontró su “indudable” en su famoso aforismo: ¡Pienso, luego existo! Nadie puede ser engañado al creerlo, ya que incluso ser engañado sería una prueba indiscutible de que existes. La filosofía que Descartes construyó entonces sobre la premisa indudable se deja para que la historia la juzgue. Pero la historia no impugna la verdad de este aforismo.
Así pues, Peterson se pone en camino con la misma pregunta esencial: ¿De qué única cosa no se puede dudar? ¿Hay algo tan evidentemente verdadero de lo que nadie pueda dudar? Para Peterson, lo que es indiscutible no es el hecho de que pensamos; es el hecho de que nosotros, todos nosotros, sufrimos. Esa es su indudable verdad, el sufrimiento es real. Eso no se puede dudar: “Los nihilistas no lo pueden socavar con escepticismo. Los totalitaristas no lo pueden exterminar. Los cínicos no pueden escapar a su realidad”. El sufrimiento es real más allá de toda duda.
Por otra parte, en la comprensión de Peterson, la peor clase de sufrimiento no es la que nos es infligida por las contingencias innatas de nuestro ser y nuestra mortalidad, ni por la a veces ciega brutalidad de la naturaleza. La peor clase de sufrimiento es la que una persona inflige a otra, la que una parte de la humanidad inflige otra parte, la que vemos en las atrocidades del siglo XX: Hitler, Stalin, Pol Pot e incontables otros, responsables de la tortura, el rapto, el sufrimiento y la muerte de millones.
Desde esta indudable premisa, expone algo más que tampoco puede ser discutido: Esta clase de sufrimiento no es sólo real, es también equivocada. Todos nosotros podemos estar de acuerdo en que esta clase de sufrimiento no es buena y que hay algo que (más allá de la disputa) no es bueno. Y, si hay algo que no es bueno, entonces hay algo que es bueno. Su lógica: “Si el peor pecado es el tormento de otros, meramente por causa del sufrimiento producido, entonces lo bueno es todo lo que resulta diametralmente opuesto a eso”.
Lo que se desprende de esto es claro: Lo bueno es todo lo que pone fin a tales sucesos. Si esto es verdad -y es en realidad- entonces está también claro en cuanto a lo que es bueno y lo que es un buen modo de vivir: Si las formas más terribles de sufrimiento son producidas por el egotismo, egoísmo, deslealtad, arrogancia, avaricia, anhelo de poder, crueldad premeditada e insensibilidad hacia otros, entonces somos evidentemente llamados a lo contrario: abnegación, altruismo, humildad, veracidad, ternura y sacrificio por otros.
No por casualidad, Peterson afirma todo esto en un capítulo en el que destaca la importancia del sacrificio, de posponer la gratificación privada por un bien mayor a largo plazo. Su visión aquí corre pareja a las de René Girard y otros antropólogos que señalan que la única manera de frenar el sacrificio inconsciente a los dioses ciegos (que es lo que sucedió en las atrocidades de Hitler y lo que sucede en nuestra amarga murmuración de otros ciegos) es a través del auto-sacrificio. Sólo cuando aceptemos a costa de nuestro sufrimiento personal nuestras propias contingencias, el pecado y la mortalidad, dejaremos de proyectar estas cosas en los otros como para hacerlos sufrir con el fin de sentirnos mejor con nosotros mismos.
Peterson escribe como un agnóstico; o quizás, más exactamente, como un analista honrado, un observador de la humanidad, el cual, teniendo en cuenta el objeto de este libro, prefiere mantener privada su fe. Es suficientemente razonable. Probablemente, también inteligente. No hay razón para imputar motivos. Lo importante es donde aterriza; y donde aterriza es en un terreno muy sólido. Es donde Jesús aterriza en el Sermón de la Montaña, es donde las iglesias cristianas aterrizan cuando están en su mejor momento, es donde las grandes religiones del mundo aterrizan cuando están en su mejor momento, y es donde la humanidad aterriza cuando está en su mejor momento.
La mística medieval Teresa de Ávila escribió con gran profundidad y desafío. Su tratado sobre la vida espiritual es ahora un clásico y forma parte del verdadero canon de los escritos espirituales cristianos. Al final, afirma que, durante nuestros años generativos, la pregunta más importante con la que necesitamos desafiarnos es: ¿Cómo puedo ser más útil? Jordan Peterson, con una lógica y un lenguaje que hoy todos podemos entender, ofrece el mismo desafío.