El poeta Rumi afirma que nosotros vivimos con un profundo secreto que a veces conocemos y otras no.
Eso puede ser muy útil para conocer nuestra fe. Una de las razones por las que la fe es una lucha es que la presencia de Dios en nosotros y en nuestro mundo no suele ser dramática, dominante, sensacionalista, o algo imposible de pasar por alto. Dios no actúa así. Más bien la presencia de Dios -a costa de aumentar nuestra frustración y a veces la pérdida de la paciencia- reposa silenciosa y aparentemente olvidado en nuestro interior. Es algo que raramente llama la atención.
Porque no somos lo bastante conscientes de esto, tendemos a malentender la dinámica de la fe y nos encontramos habitualmente tratando de apoyar nuestra fe precisamente sobre algo que es llamativo y dramático. Siempre estamos buscando más allá de lo que Dios nos da. Pero deberíamos entender, que teniendo en cuenta la manera como Dios vino a nuestro mundo, la fe necesita apoyarse sobre algo sereno y no dramático. Jesús, como ya sabemos, no vino al mundo al toque de trompetas ni con poder; un bebé descansando desvalido en la paja, otro niño entre millones. Nada espectacular a los ojos humanos rodeó su nacimiento. Después, durante su ministerio, nunca realizó milagros para probar su divinidad, sino sólo como gestos por compasión o para revelar algo sobre Dios. Sin duda, Jesús nunca usó el poder divino en un intento de probar que Dios existe. Su ministerio, como su nacimiento, no fue un intento de probar la existencia de Dios. Intentó, más bien, enseñarnos cómo es Dios y que Dios nos ama incondicionalmente.
Por otra parte, aleccionándonos sobre la presencia de Dios en nuestras vidas, aclara que esta presencia es generalmente silenciosa y escondida: una planta que crece mientras nosotros dormimos, la levadura puesta en la masa de un modo oculto a nuestros ojos, el verano que poco a poco transforma en verde un árbol estéril, una insignificante planta de mostaza que eventualmente nos sorprende con su crecimiento, un hombre o mujer que perdona a su enemigo. Dios -según parece- actúa de modo silencioso y oculto a nuestros ojos. El Dios que Jesús encarna no es ni dramático ni sensacionalista.
Hay una importante lección de fe en esto. Dicho simplemente, Dios reposa en nosotros, muy adentro, pero de un modo que es casi inexistente, casi insensible, largamente inadvertido y fácilmente pasado por alto. Sin embargo, como esa presencia nunca es irresistible, tiene en sí una delicada e incesante llamada, un impulso hacia algo más alto, que nos invita a aspirar a él. Y, si no aspiramos a él, vierte en nosotros una corriente infinita que nos educa, nos alimenta y nos colma de interminable energía.
Esto es importante para entender la fe. Dios reposa en nuestro interior como una invitación que respeta totalmente nuestra libertad, nunca nos subyuga; pero, a la vez, nunca se ausenta. Reposa precisamente allí como un bebé que reposa indefenso en la paja, señalándonos delicadamente, pero débil en sí mismo para movernos a recogerlo.
Por ejemplo, C. S. Lewis, explicando por qué él llegó a ser -en sus propias palabras- “el convertido más reacio en la historia del Cristianismo” escribe que, durante años, él fue capaz de hacer caso omiso a una voz que oía dentro de sí, precisamente porque era casi inexistente, casi insensible y largamente inadvertida. Además, mirando retrospectivamente, se dio cuenta de que siempre había sentido ese delicado e incesante impulso hacia fuera de si mismo, algo que reconoció como una delicada pero firme llamada, un impulso que, si se le obedece, conduce a la liberación.
Ruth Burrows, la mística carmelita británica, describe una experiencia similar en su autobiografía, “Delante de Dios viviente”. Narrando los años de su tardía adolescencia, Burrows describe su veleidad religiosa y su falta de atractivo por la vida religiosa en ese momento de su vida. Con todo, finalmente acaba no sólo siendo sincera acerca de la religión, sino llegando a ser monja carmelita. ¿Qué sucedió? Un día, en una capilla, casi contra su voluntad, apremiada por una serie de circunstancias accidentales, se abrió a la voz de su interior, que ella misma había pasado por alto hasta entonces, principalmente porque había permanecido dentro de ella precisamente como una voz que era casi inexistente, casi insensible y largamente inadvertida. Pero, una vez tocada, brotó dentro de ella, como la cosa más profunda y verdadera, y después marcó la dirección de su vida para siempre. Como C. S. Lewis, ella también, una vez que se había abierto a esa voz, la sintió como un firme impulso moral que la abrió a la última liberación.
¿Por qué no se nos muestra Dios más directa y poderosamente, de modo que haga más fácil la fe? Esa es una buena pregunta, para la cual, en parte, no hay una respuesta totalmente satisfactoria. Pero la respuesta que tenemos radica en entender la manera en la cual Dios se manifiesta en nuestras vidas y en nuestro mundo. A diferencia de casi todas las otras cosas que intentan atraer nuestra atención, Dios nunca trata de abrumarnos. Dios, más que ningún otro, respeta nuestra libertad. Por esta razón, Dios reposa en cualquier lugar, dentro y alrededor de nosotros, casi sin ser sentido, largamente inadvertido y fácilmente ignorado, como un silencioso y delicado toque; pero, si aspiramos a él, resulta la suprema corriente de amor y energía.