Hace ya más de una generación, antes todavía de la revolución sexual, el novelista y filósofo premio Nóbel, Albert Camus, había escrito lo siguiente: Sólo la castidad está conectada con el progreso personal. Hay un momento en el que quebrantar la castidad se considera como una victoria, cuando se la libera de sus imperativos morales. Pero, después, eso se convierte enseguida en derrota.
¿Qué quiere decir Camus con estas palabras?
Signifiquen lo que quieran, nuestra generación no las entiende. El mundo de hoy, con pocas excepciones, considera que el saltarse a la torera la castidad es cualquier cosa menos una derrota. Para el mundo, eso es progreso, sofisticación, liberación de la ignorancia del pasado, comer de la fruta prohibida como un regreso al Edén, más que una expulsión fuera de él. Hoy, en la cultura occidental, se considera generalmente la castidad como ingenuidad, timidez, frigidez, falta de valor, agobio, como una inocencia que provoca más bien compasión y lástima.
Un ejemplo destacado de esto se puede ver en el debate en torno al SIDA y al embarazo de adolescentes. En esta discusión, el argumento a favor de la castidad es mirado generalmente como ingenuo, irrealizable, estrecho, religioso (como si la castidad fuera un concepto religioso), pasado de moda, e incluso peligroso. A la inversa, los que argumentan desde la base de sexo-seguro (como si esos términos no fueran contradictorios) reivindican el alto nivel, intelectual, moral y práctico de su argumento. Lo mismo ocurre hoy prácticamente en toda la discusión sobre la sexualidad. A la castidad se le otorga muy reducido espacio y muy poco respeto. A lo sumo, en el mejor de los casos, se la considera como un ideal poco factible; y, en el peor de los casos, como algo digno de compasión o motivo de ridículo. Esto no es progreso. ¿Por qué no?
Porque, en el fondo, la castidad es en parte la llave para todo: para la alegría, la familia, el amor, la comunidad, e incluso el goce cabal del sexo. Cuando una sociedad es casta, se puede dar la auténtica familia; cuando una familia es casta, va a gozar de alegría en su vida de cada día; cuando los amantes son castos, experimentarán el éxtasis pleno del sexo; cuando una Iglesia es casta, experimentará el Espíritu Santo.
Lo contrario también es cierto. El caos y la división interior, la falta de alegría, la frigidez erótica, y la insensibilidad de corazón se deben generalmente a una falta de castidad. Sin embargo, afirmar esto implica una determinada comprensión de la castidad. ¿Qué es, pues, la castidad?
Por lo general, identificamos erróneamente la castidad con una cierta reticencia sexual o simplemente con el celibato. Esta visión es demasiado estrecha y reducida. Ser casto no significa que uno no tenga que practicar el sexo, ni tampoco implica que uno sea un mojigato. Mis padres eran dos de las personas más castas que yo haya encontrado nunca en mi vida, sin embargo, disfrutaron del sexo, de lo que dio amplia evidencia una familia numerosa y una afectuosa y animada unión entre todos sus miembros.
La castidad, en su raíz, no es primariamente ni siquiera un concepto sexual, aunque, dado el poder y la urgencia del sexo, las faltas contra la castidad se sitúan con frecuencia en el área de la sexualidad. La castidad tiene que ver con vivenciar todo lo vivenciable. Se trata de la corrección y de la madurez de cualquier experiencia, incluido el sexo. La castidad es reverencia; mientras que todo pecado, en el fondo, es irreverencia.
Ser casto es experimentar a la gente, las cosas, los lugares, la diversión, las fases de la propia vida, las oportunidades de la vida misma, y el sexo, siempre sin violarlos, y sin violarnos a nosotros mismos. Castidad significa experimentar cosas con reverencia, de tal forma que, al experimentarlas, integramos más -no menos- tanto a ellas como a nosotros mismos. Así pues, soy casto cuando me relaciono con otros de tal modo que no violo su contorno moral, sicológico, emocional, sexual o estético. Soy casto cuando no permito que la irreverencia o la impaciencia arruinen lo que es don; cuando permito a la vida, a los otros, y al sexo, ser plenamente lo que son. Y a la inversa, me falta castidad cuando traspaso fronteras prematuramente o de modo irreverente, cuando violo cualquier cosa para reducir de alguna manera su don total.
La castidad es respeto y reverencia. Sus frutos son integración, gratitud y alegría. La falta de castidad es irreverencia. Sus frutos son desintegración, amargura, y cinismo (todos ellos signos infalibles de la falta de castidad).
Allan Bloon, el famoso educador, hablando simplemente como un observador secular, sin ninguna visión religiosa en absoluto, hace ya veinte años afirmaba que la falta de castidad en nuestra cultura, particularmente entre los jóvenes, es quizás la causa más profunda de la infelicidad y de la vaciedad en nuestras vidas. Él alega que la falta de castidad, paradójicamente, nos ha robado la pasión vivenciada en profundidad y nos ha vuelto eróticamente endebles. Afirma también que hemos experimentado demasiado, y demasiado pronto. Nos hemos dejado sofisticar o manipular a nosotros mismos, para terminar viviendo aburridos e infelices. Hemos estado en demasiados lugares y hecho demasiadas cosas antes de que estuviéramos preparados para ellas. El resultado es que hemos despojado a la vida, al romance, al amor, y al sexo de sus misterios y de su capacidad de encantarnos. A causa de la falta de castidad, hemos desacralizado o profanado nuestra experiencia vital y le hemos robado su capacidad para encantar el alma.
Tiene razón Allan Bloon; y habremos de predicar el re-encanto de nuestras almas readmitiendo una castidad auténtica en nuestras vidas.
Nuestra generación sufre demasiado de aburrimiento, falta de respeto, caos emocional, falta de familia, irresponsabilidad sexual, desaliento, cinismo, y falta de encanto y de placer. Tenemos que echar el freno para no denigrar a la castidad; y también tenemos que ser más honestos al evaluar qué es lo que constituye victoria y qué es lo que constituye derrota en nuestras vidas.