Existe hoy un creciente cuerpo de literatura que narra la experiencia de personas que estuvieron clínicamente muertas durante un periodo de tiempo (minutos u horas) y fueron reanimadas médicamente y vueltas a la vida. A muchos de nosotros, por ejemplo, nos es familiar el libro del Dr. Eben Alexander La prueba del cielo: El viaje de un neurocirujano a la vida del más allá. Más recientemente, Hollywood produjo una película, Milagros del cielo, que retrata la verdadera historia de una joven de Texas que estaba clínicamente muerta y revivió médicamente; ahora cuenta lo que experimentó en la vida del más allá.
En este tiempo hay cientos de historias como esta, recogidas a lo largo de docenas de años, publicadas o simplemente compartidas con los seres queridos. Lo que es interesante (y consolador) es que virtualmente todas estas historias son maravillosamente positivas, al margen de la fe o el historial religioso de la persona. Virtualmente, en cada caso, su experiencia -aun parcialmente indeible- fue algo en lo que sintieron una cercana, personal e irresistible sensación de amor, luz y bienvenida, y no pocos de ellos se encontraron con familiares suyos que habían muerto antes, a veces incluso con familiares de los que no sabían que habían fallecido. Además, virtualmente en cada caso, no querían volver a la vida de aquí, sino, como Pedro en la Montaña de la Transfiguración, querían quedarse allí.
Recientemente, mientras yo estaba dando una conferencia, aludí a esta literatura y señalé que, entre otras cosas, parece que todos van al cielo cuando mueren. Esto, por supuesto, encendió una animada discusión: “¿Qué hay del infierno? ¿No somos juzgados cuando morimos? ¿Va alguno al infierno?” Mi respuesta a esas preguntas, que necesitan muchos más matices de los que se contienen en una breve frase con gancho, era que, mientras todos nosotros vamos al cielo cuando morimos, dependiendo de nuestra disposición moral y espiritual, podríamos no querer permanecer allí. El infierno, como nos asegura Jesús, es una verdadera opción; aunque, como Jesús también nos asegura, nos juzgamos a nosotros mismos. Dios no pone a nadie en el infierno. El infierno es nuestra elección.
Sin embargo, fue lo sucedido después de esta discusión lo que quiero contar aquí: Una mujer se me acercó cuando me iba y me dijo que había tenido esta exacta experiencia. Había estado clínicamente muerta durante algunos minutos y luego revivió por medio de resucitación médica. Y, justo como la experiencia de todos los otros en los escritos en relación a este suceso, ella también experimentó una maravillosa cordialidad, luz y bienvenida, y no quería volver a la vida aquí en la tierra. Dentro de todo lo de esta cordialidad y amor, sin embargo lo que ella recuerda más y lo que más quiere compartir con otros es esto: Aprendí que Dios es muy cercano. No tenemos idea de qué cercano a nosotros es Dios. ¡Dios es más cercano a nosotros de lo que nosotros nos podemos imaginar! Su experiencia le ha dejado para siempre grabada a fuego una sensación de cordialidad, amor y acogida de Dios; pero lo que en ella ha dejado la más profunda marca de todo es la sensación de la cercanía de Dios.
Quedé impactado por esto, dado que, como millones de otros, yo no siento esa cercanía, o al menos no la siento muy afectiva o imaginativamente. Dios puede parecer bastante lejano, abstracto e impersonal, una Deidad con millones de cosas de las que preocuparse, sin tener que pensar en las minucias de mi pequeña vida.
Además, como cristianos, creemos que Dios es infinito e inefable. Esto significa que, mientras podemos conocer a Dios, nunca podemos imaginar a Dios. Dada esta verdad, nos resulta todavía más duro imaginar que el infinito Creador y Sustentador de todas las cosas esté íntima y personalmente presente dentro de nosotros, preocupándose, compartiendo nuestros pesares y conociendo nuestros sentimientos más custodiados.
Unido a esto está el hecho de que, cuando tratamos de imaginar la persona de Dios, nuestras imaginaciones surgen contra lo inimaginable. Por ejemplo, intentad imaginar esto: Hay billones de personas en esta tierra y billones más han vivido en esta tierra antes que nosotros. En este mismo minuto, miles de personas están naciendo, miles están muriendo, miles están pecando, miles están practicando actos virtuosos, miles están haciendo el amor, miles están experimentando la violencia, miles están sintiendo sus corazones dilatarse en gozo…, toda esa parte de trillones y trillones de fenómenos. ¿Cómo puede un corazón, una mente, una persona estar conscientemente en lo más alto de esto y tan totalmente consciente y empático que ni un solo cabello cae de nuestras cabezas o gorrión del cielo sin que esta persona lo tenga en cuenta? Es imposible de imaginar -pura y simplemente-, y eso es parte de la misma definición de Dios.
¿Cómo puede Dios estar tan cerca de nosotros como nosotros lo estamos de nosotros mismos? En cierto modo, esto en un misterio, y la sabiduría nos pide favorecer el misterio porque ¡no todo lo que podemos entender resulta muy profundo! El misterio de la presencia íntima y personal de Dios en nosotros está más allá de nuestras imaginaciones. Pero todo en nuestra tradición de fe y ahora casi todo en el testimonio de cientos de personas que han experimentado la vida del más allá nos asegura que, aun cuando Dios puede ser infinito e inefable, Dios está muy cercano a nosotros, más de lo que nos imaginamos.