Durante los seis meses pasados, mientras me sometía a tratamiento por cáncer, estuve trabajando en horario reducido. Los tratamientos médicos, aunque algún tanto debilitantes, me dejaron aún bastante salud y energía para cargar con la obligaciones administrativas de mi actual ministerio, pero no me permitieron ninguna energía extra para dar clases u ofrecer conferencias, talleres o retiros fuera de mi residencia, cosa que hago normalmente. Bromeé con mi familia y amigos diciendo que me encontraba “arrestado en casa”; pero estaba tan agradecido por la energía que aún tenía, que estar inhábil para enseñar y dar conferencias no era considerado un sacrificio. Me centré en estar sano, y la salud que me daban fue apreciada como una gran gracia.
Hace un mes, acabaron los tratamientos médicos y, poco después, la mayoría de mis energías normales volvieron, y yo reanudé un horario normal que incluía de nuevo la enseñanza en una clase. Haber estado en la reserva durante medio año me puso un poco nervioso cuando entré en la clase para mi primera sesión de tres horas. Mi nerviosismo pasó pronto cuando la clase se ocupó fuertemente en el tema; y, después de tres horas, salí de la clase sintiendo una maravillosa energía que no había sentido en seis meses. Enseñar (que considero, a la vez, mi profesión y mi vocación) levantó mi corazón y mi cuerpo como no habían sido levantados durante meses. Fue el tónico que echaba en falta.
Al principio, sentí algo de ansiedad y culpa acerca de esto. ¿Qué desencadenó, de hecho, ese maravilloso sentimiento y explosión de energía? ¿El narcisismo? ¿El orgullo? ¿Estaba yo gozando en la capacidad de demostrar inteligencia y saber, y luego embriagarme en la admiración de los estudiantes? ¿Me sentí bien porque mi ego fue mimado? ¿Fue mi enseñanza, de hecho, sobre promover el Reino de Dios o sobre alimentar mi ego?
No estoy solo con estas preguntas. Estas son cuestiones válidas para cualquiera que saca energía de su trabajo, especialmente si, a causa de esa labor, se emborracha en una notable cantidad de adulación. Nuestras motivaciones nunca son completamente puras. En verdad, si somos del todo honrados con nosotros mismos, tenemos que admitir que siempre hay algún grado de autoservicio en nuestro servicio a otros. Pero, mezclados como siempre estarán nuestros motivos, algo más, algo mucho más positivo necesita ser separado en esto, a saber, el hecho de que Dios nos dio nuestros diversos talentos y que Dios ve bien que los usemos.
Eric Liddell, el corredor olímpico cuya historia está representada en la película “Carros de Fuego”, que ganó el Oscar, hizo una vez este comentario: “Cuando corro, siento la complacencia de Dios”. No hizo este comentario a la ligera. Como su biografía y “Carros de fuego” aclaran, Eric Liddell, en su intento de ganar una medalla de oro olímpica, estaba motivado más por su fe que por su propio ego. Su fe le hacía creer que, como Dios le dio este talento único, Dios, en nada diferente a cualquier orgulloso padre, tenía un verdadero placer viéndole usar ese regalo. En su corazón, sintió que Dios estaba encantado cada vez que ejercitaba ese talento de la mejor manera. Por otra parte, esa sensación interior de que Dios estaba feliz con el uso de su talento le llenaba a Eric de una maravillosa energía cada vez que corría.
Visto desde esa perspectiva, nos damos cuenta de que la raíz y causa de esta motivación y placer en correr no era finalmente su deseo de ganar medallas de oro y adulación popular, aunque, evidentemente, ninguno está inmune a eso. Más bien, estaba motivado por una sensación interior de que Dios le había dado un don especial, que Dios quería que usase ese don al máximo y que Dios estaba feliz cuando él optimizaba ese don. Como cualquier otro que sea humano, él, sin duda, gozó de la adulación que recibió por sus éxitos, pero sabía también que el gozo más profundo que sentía usando su don tenía su última causa en Dios y no en su propio ego.
Y esto -creo yo- es cierto para todos nosotros. Cuando alguien usa con propiedad los dones que Dios le dio, Dios se complace en eso. Después de todo, Dios nos dio ese don, y ese don se nos dio por alguna razón.
No mucho después de que sentí esa subida de satisfacción y energía por volver a enseñar en un clase, estuve hablando con un compañero, un joven profesor muy dotado que acababa de iniciar su carrera de enseñanza. Contó cuánto gozaba enseñando, pero también cómo sentía que la satisfacción que se derivaba de ello estaba de algún modo demasiado conectado a su ego. Le di la cita de Liddell, asegurándole que, cuando uno enseña bien, Dios se complace en ello. Apreció mucho el comentario de Liddell.
Y así deberíamos hacer todos nosotros. No deberíamos sentirnos culpables por ejercitar los dones que Dios nos dio, aun cuando nuestras motivaciones nunca serán completamente puras. Siempre que usamos un talento dado por Dios para hacer algo bien, Dios se complace en ello… y lo mismo deberíamos hacer nosotros.