En un momento dado, casi todo el mundo cree que la muerte no es el final, que existe alguna forma de inmortalidad. Casi toda la gente cree que aquellos que ya han muerto aún existen en algún estado, en alguna modalidad, en algún lugar, en algún cielo o infierno, a pesar de lo que pudiera ser entendido. En algunas creencias, la inmortalidad es vista como un estado dentro del cual una persona aún está consciente y en relación; mientras que en otras, la existencia después de la muerte es entendida como real pero impersonal, al igual que una gota de agua que vuelve a fluir en los océanos.
Como cristianos, este es nuestro credo: tenemos fe en que los muertos aún están vivos, ellos mismos y -muy importante- en una viva, consciente y amorosa relación con nosotros y de nosotros con ellos. Esa es nuestra común idea de cielo y, a pesar de lo simplista que es a veces la expresión popular, es maravillosamente correcta. Eso es exactamente aquello a lo que la fe cristiana y el dogma cristiano nos invitan, sin mencionar la profunda experiencia intuitiva. Después de la muerte, seguimos viviendo -conscientes, semiconscientes- en comunión con otros que han muerto antes que nosotros, en comunión con aquellos a quienes hemos dejado detrás en la tierra y en comunión con el divino mismo. Esa es la doctrina cristiana de la Comunión de los Santos.
Pero, ¿cómo debe entenderse esto? Y no lo menos, ¿cómo conectamos con nuestros seres queridos después de que han muerto? Dos imágenes bíblicas compenetrantes nos pueden ayudar a servir como un punto de entrada para que nosotros entendamos esto. Las dos son tomadas de los Evangelios.
Los Evangelios dicen que, en el momento de la muerte de Jesús, el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo, la tierra tembló y las rocas se rajaron. Las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron (Mt, 27, 50-52). Después, los Evangelios continúan diciéndonos que, en la mañana de la Resurrección, varias mujeres fueron a la tumba de Jesús para embalsamar con aromas su cuerpo muerto, pero en vez de encontrar su cuerpo muerto, encuentran una tumba vacía y a dos ángeles que les desafían con palabras en este sentido: ¿Por qué buscáis a un viviente en un cementerio? No está aquí. Está vivo y podéis encontrarlo en Galilea (Lc, 24, 5). ¿Qué se contiene en estas imágenes?
Como cristianos, creemos que se nos da la vida eterna por la muerte de Jesús. Entre otras imágenes, los Evangelios expresan que en esta metáfora, la muerte de Jesús, -nos dicen- “se abrieron las tumbas” y se vaciaron los cementerios. Por esta razón, los cristianos nunca han tenido una amplia cultura en torno a los cementerios. Como cristianos, no hacemos mucho en lo referente a prácticas espirituales alrededor de nuestros cementerios. ¿Por qué? Porque creemos que todas esas tumbas están vacías. Nuestros seres queridos no están ahí y no están para ser buscados ahí. Están con Jesús, en “Galilea”.
¿Qué es “Galilea”, en términos de una imagen bíblica? En los Evangelios, Galilea es más que un lugar en el mapa; es también un lugar en el Espíritu, el Espíritu de Dios y el nuestro propio. En los Evangelios, Galilea es el lugar donde, por lo general, suceden las cosas buenas. Es el lugar donde los discípulos se encuentran con Jesús por primera vez, donde se enamoran de él, donde se comprometen con él y donde suceden los milagros. Galilea es el lugar donde Jesús nos invita a caminar sobre las aguas. Galilea es el lugar donde las almas de los discípulos se engrandecen y prosperan.
Y ese es también un lugar para cada uno de nuestros queridos difuntos. En cada una de sus vidas hubo una Galilea, un lugar donde sus personas y almas estuvieron lo más vivas, donde sus vidas irradiaron la energía y exuberancia de lo divino. Cuando miramos la vida de un ser querido que ha muerto, necesitamos preguntar: ¿Dónde estuvo él más vivo? ¿Qué cualidades personificó de la manera más única y puso en práctica? ¿Dónde levantó mi espíritu y me hizo querer ser una persona mejor?
Nombra esas cosas y habrás nombrado la Galilea de tus seres queridos y también habrás nombrado la Galilea y los Evangelios, a saber, ese lugar en el corazón donde Jesús te invita a encontrarte con él. Y ahí es también donde te encontrarás con tus seres queridos en la comunión de los santos. No busques a una persona viva en un cementerio. No está ahí. Está en Galilea. Encuéntrate con ella allí.
Elizabeth Johnson, apoyándose en Karl Rahner, añade este pensamiento: “Esperando contra toda esperanza, afirmamos que ellos -nuestros seres queridos que han muerto- han caído no en la nada sino en el abrazo del Dios viviente. Y eso es donde podemos encontrarlos de nuevo: cuando abrimos nuestros corazones a la silenciosa calma de la propia vida de Dios en la que habitamos, no llamándolos egoístamente de nuevo a donde nosotros estamos sino descendiendo a la profundidad de nuestros corazones donde también reside Dios.”
Y la “Galilea” de nuestros seres queridos puede ser encontrada también dentro de nuestra propia “Galilea”. Hay un profundo lugar dentro de nuestro corazón, dentro de nuestra fe, esperanza y caridad, donde cada uno -vivo o muerto- es encontrado.