En todas las formas y estados de vida, la conversión no es un acto, que se realiza de una vez para siempre, sino un verdadero proceso, que ha de durar la vida entera. Por eso, no puede darse nunca por terminado o concluido, sino que debe proseguirse ininterrumpidamente, sin posible cansancio. Y es que, en realidad, nunca se está del todo convertido. Y sería un grave síntoma de necesitar urgente conversión, llegar a creer que uno ya está convertido de veras. Aunque sería más grave todavía ‘no necesitar’ conversión. Porque, no tiene realmente salvación, quien no la necesita de verdad.
La verdadera conversión -metanoia, en sentido bíblico- es una transformación radical, es decir, un cambio de toda la persona por dentro: de su mentalidad, de su lógica interna, de su escala de valores, de sus actitudes vitales. En realidad, es un permanente y progresivo reajuste con la mentalidad, la lógica, la escala de valores y las actitudes vitales de Jesús.
La vida consagrada, por su misma naturaleza, es una forma especialmente radical de entender y de vivir la conversión evangélica. Por eso, se consideró siempre la conversio morum -el cambio de costumbres-, como nota característica de este modo de vida cristiana. Se trata de cambiar de estilo, adoptando uno de mayor sencillez y austeridad, marcado por la oración y el ayuno y, sobre todo, por la actitud de servicio en una comunidad de vida espiritual, fraterna y apostólica. Ya no se trata, propiamente, de pasar de la incredulidad a la fe, o del escándalo a una vida ejemplar, y ni siquiera del pecado a la gracia, sino de un grado de fidelidad a otro de mayor fidelidad todavía, progresando ininterrumpidamente en real configuración con Jesús, en “su modo de existir y de actuar, como Verbo encarnado, ante el Padre y ante los hermanos” (cf VC 22). Este proceso no admite dilación, ni tiene verdaderos límites.
La vida consagrada supone y exige una actitud permanente de conversión. Por eso, debe ser un ejemplo constante de crecimiento en el Espíritu, en fidelidad ascendente y progresiva. Sin embargo, por extraño que pudiera parecer, se da en ella -no pocas veces- un tono de rutina y hasta de mediocridad. Y es que, cuando se vive más en lógica de contrato jurídico que de alianza bíblica, suelen predominar las normas sobre los criterios, lo institucional sobre lo carismático y, en definitiva, la simple observancia sobre la auténtica fidelidad. De ahí que, fácilmente, uno se vaya acostumbrando a todo, en el peor sentido de la palabra costumbre.
En este caso -no infrecuente, por desgracia- se ha perdido ya el entusiasmo, la vibración interior, el anhelo de de autosuperación y, en consecuencia, la verdadera fidelidad, aunque uno siga siendo, más o menos, ‘observante’. El religioso o la religiosa mediocre no comete grandes pecados, ni escandaliza a nadie con su conducta, pues se mantiene deliberadamente entre lo mandado y lo prohibido, a una prudente y calculada distancia. Personifica el conformismo y las medias tintas. No es frío ni calor. Ni siquiera conoce las grandes pasiones. Adopta, de hecho, la medianía como nivel. Esto es más grave y peligroso, cuando la mediocridad se ha convertido ya en actitud vital y en estilo de vida. Cuando ya ni siquiera produce resquemor interior, ni suscita ninguna inquietud salvadora, pues se vive más por inercia que por decisión personal, cómodamente instalados en la rutina, envueltos mortecinamente en el ‘sudario’ de unas costumbres y hasta de unas ‘manías’, que suplantan la verdadera vida.
Es, de veras, una situación lamentable. Pero que no es fácil superar, porque quien la vive y la ‘padece’ no suele ser muy consciente de su propia ‘enfermedad’ y, desde luego, en ningún momento la considera grave.
La misma gracia de Dios ‘resbala’ en la superficie de un alma ‘acostumbrada’, replegada sobre sí misma, que se cierra a toda acción divina, lo mismo que el agua no puede penetrar en una superficie barnizada. La persona ‘mediocre’ se vuelve impermeable a la gracia. Sobre todo, si ya ha caído en el ‘fariseismo’. Segura, como el fariseo, de sí misma, amparada tras el cumplimiento de unas normas de moral, ni siquiera experimenta necesidad de salvación. No tiene llagas que curar. Y resulta que no hay posible salvación para quien no necesita de verdad la salvación. Porque el mayor pecado no es ser ‘pecador’, sino creerse justo. Y la más grave de las enfermedades espirituales no es estar ‘enfermo’, sino creerse sano.
Charles Péguy lo ha hecho notar, hablando de “les honnêtes gens” -las gentes de bien o los buenos de siempre, los que se creen y a sí mismos se llaman honrados-. Para ellos, la misma moral se ha convertido en una especie de coraza, de chaleco blindado, donde se estrellan inevitablemente las saetas del amor y de la gracia salvadora de Dios. No tienen ninguna profunda inquietud y no dejan ninguna abertura al Espíritu Santo. Así se explica que, muchas veces, “mientras la gracia logra victorias inesperadas en el alma de los mayores pecadores, queda con frecuencia inoperante en las gentes de bien… Estas no presentan esa entrada a la gracia que es esencialmente el pecado. Porque no están heridas, tampoco son vulnerables. Porque no tienen falta de nada, nada se les puede dar. Porque de nada carecen, no pueden recibir al que lo es todo. La caridad misma de Dios no puede curar a quien no tiene llagas… Las honnêtes gens no se dejan penetrar por la gracia. Es una cuestión de física molecular o globular. Eso que se llama moral es, muchas veces, una capa o barniz que hace al hombre impermeable a la gracia”1. Por eso, Léon Bloy confesaba:"Un hombre cubierto de crímenes es siempre interesante, es un blanco estupendo para la misericordia"2.Y François Mauriac, por su parte, añadía: "En el peor de todos los criminales se encierran siempre algunos elementos de santidad que podrían convertirlo en santo; y, por el contrario, en el ser más puro pueden esconderse algunas posibilidades espantosas”3.
Es más fácil que se convierta de su mala vida el hijo pródigo que el otro hijo, que se quedó en casa con espíritu de mercenario y que se creía justo y, desde luego, mucho mejor que su hermano. Por lo demás, ¿de qué podría arrepentirse, si todo lo había hecho bien y había cumplido puntualmente todas las órdenes del padre? (cf Lc 15, 11-32). Es más fácil que se convierta el publicano-pecador de la parábola, que el fariseo, cumplidor escrupuloso de la ley, que se consideraba justo y que despreciaba a los demás (cf Lc 18, 9-14; 11, 42).
Georges Bernanos, en Dialogues des carmélites, sobre el martirio de las Carmelitas del monasterio de Compiègne (Francia), hace una severa afirmación acerca de este mismo tema: “El estado de una religiosa mediocre me parece más deplorable que el de un bandido. El bandido puede convertirse… La religiosa mediocre ya no puede nacer de nuevo, nació ya y falló en su nacimiento. Salvo un milagro, será siempre un aborto”4.
La mediocridad es lo más abiertamente opuesto a la vida consagrada, que, por su misma naturaleza y definición, es una realidad carismática, con todas las notas esenciales del verdadero carisma: espontaneidad, impulso vigoroso del Espíritu, novedad, audacia, fortaleza, etc. La mediocridad es la negación práctica de esa dimensión esencialmente carismática.
Y es que la vida religiosa, vivida en fidelidad horizontal -siempre lo mismo- como se vive un contrato jurídico, va apagando los más generosos impulsos y termina o en la mediocridad existencial o en una nueva forma de legalismo farisaico, impermeable a la acción transformadora de la gracia. Por el contrario, cuando se vive en lógica de amistad o de alianza bíblica, es decir, en fidelidad ascendente y progresiva -cada día, un poco mejor: in dies melius (LG 46)-, en constante anhelo de superación, en docilidad creciente al Espíritu, se vive en ese ‘proceso’ de conversión, en que consiste la auténtica y verdadera fidelidad.
- Ch. Péguy, Note conjointe sur M. Descartes et la philosophie cartésienne, en ” Ooeuvres en prose”, Bibliothèque de la Plèyade, Paris, 1957, t. II., pp. 1333-1334.
- L. Bloy, Le désesperé, Paris, 1886, p. 184.
- F. Mauriac, Los ángeles negros, Planeta, Madrid, 1968, p. 255.
- G. Bernanos, Dialogues desde carmélites, Paris, 1949, p. 34.