HIGHLAND PARK, N.J.
La democracia republicana de los Estados Unidos está convirtiéndose, poco a poco, en una democracia teocrática o, por lo menos, en un tejido de ideas que permite a la religión infiltrarse dentro del cuerpo del Estado, pese a la separación que establecen las leyes. A diferencia de las grandes revoluciones, la revolución religiosa de George W. Bush -nomenos grande, no menos difícil de revertir- no es sangrienta ni tan siquiera popular. Sólo es fundamentalista, en el sentido de que lo bueno para él es lo mejor para los demás.
Desde comienzos de los años 90 se ha ido formando un frente de evangélicos y católicos que asesoran al presidente. Uno de ellos, el padre Richard John Neuhaus, pastor luterano hasta 1988 y sacerdote católico desde 1991, es una figura tan cercana a Bush que, según el semanario Time, "nadie lo ayuda tanto a articular sus ideas religiosas". La preocupación central de Neuhaus -quien dirige el semanario ultraconservador First Things (Primeras Cosas)- es cómo enderezar una nación de apóstatas, cuya cultura ha sido corrompida durante más de un siglo. La respuesta es simple: hay que gobernarla moralmente aun a contracorriente de sus propios designios. La ciencia debe basarse en la fe y no a la inversa: ésa es la bandera de la nueva revolución.
El combate ha empezado antes aun del 11 de Septiembre de 2001, mediante los severos recortes del gobierno a los gastos de investigación en terrenos tan sensibles como el calentamiento global, la emisión o el derrame de residuos tóxicos y la contraconcepción.
Ahora, en todas las dependencias oficiales que controlan los medicamentos, la salud y el medio ambiente, se respeta una agenda férrea que se opone al aborto -por supuesto-, a los programas de prevención del sida, al uso de preservativos, a cualquier educación sexual que no preconice la abstinencia, a la llamada píldora del día siguiente y a la fertilización artificial.
La educación juega un papel central en esa lucha sin cuartel. Según Jeffrey Hart, uno de los periodistas conservadores más respetados de los Estados Unidos, "el gobierno de Bush gasta millones en grupos de doctrina que promueven la abstinencia enseñando mentiras flagrantes, como que el virus del HIV se contagia a través del sudor y de las lágrimas y que un feto de 43 días es una persona pensante".
Bush dio un paso gigantesco en favor del fundamentalismo a mediados de agosto -poco antes de la catástrofe anunciada de Louisiana- , cuando explicó, en Texas, durante una mesa redonda con periodistas, que era partidario de enseñar en las escuelas las teorías de la evolución de Darwin y la llamada teoría de "la intervención inteligente" de manera indistinta. "Expongamos a los niños a las diversas corrientes de pensamiento", fue su dictamen.
Hace cinco años, Bush era lo que se conocía como un "creacionista" -igual que Ronald Reagan-; es decir, alguien para quien Adán fue formado con barro e impregnado de vida por el aliento divino, según enseña el capítulo segundo del Génesis.
Como cualquier niño silvestre, Bush creía que los dinosaurios y los hombres habían coexistido en el planeta y que los fósiles descubiertos por los arqueólogos eran pistas dejadas por Dios después del diluvio, residuos del arca de Noé.
Las ideas del presidente no son extrañas en un país fundado por puritanos y donde las lecturas de la Biblia son una tradición familiar de muchos siglos. Nadie lleva la cuenta de cuántos creacionistas hay en América latina, cuya población es abrumadoramente católica, pero en los Estados Unidos, se sabe que son más de un tercio de la población, casi tantos como los que aceptan la teoría de Darwin sobre la evolución de las especies. Las estadísticas empezaron a llevarse desde el verano de 1925, cuando los formidables abogados Clarence Darrow y Arthur Garfield Hays discutieron en el pueblito de Dayton, Tennessee, sobre el derecho de un maestro a contaminar el alma de los niños con la idea de que el hombre desciende de los primates.
Darrow perdió el juicio, pero puso a Hays en ridículo ante la historia con preguntas de puro sentido común: ¿cree usted que el mundo fue creado por Dios sólo 4004 años antes de Cristo y que el diluvio se produjo aproximadamente 1650 años después?; ¿cómo cree usted que Caín consiguió esposa, si no había otra mujer que Eva sobre la Tierra? Y así.
También para Reagan y G. W. Bush las enseñanzas de la Biblia debían ser tomadas de manera literal. El padre Neuhaus lo hizo cambiar de opinión, hace pocos meses.
Pío XII explicó con claridad, en la encíclica Humani Generis, que las teorías de Darwin no son adversarias de las enseñanzas de la Iglesia. El Génesis expone metáforas. Los que son días para Dios son millones de años para los hombres. Juan Pablo II, más conservador, dijo en 1996 que la evolución era apenas una hipótesis y que sólo debía ser aceptada cuando se encontraran evidencias.
A comienzos de julio pasado, el arzobispo de Viena, Christoph Schönborn, expuso al fin los principios de la llamada intervención inteligente que Bush abrazaría con tanto entusiasmo. No es una refutación de Darwin sino una corrección religiosa de sus teorías. En la evolución de las especies -sostiene el cardenal Schönborn- hay brechas, vacíos que sólo la mano de Dios podría explicar. De otro modo, dice, no se entiende el abismo abierto entre la simplicidad de los microorganismos y la complejidad del ojo humano, por ejemplo. La evolución existe, pero el Señor la guía.
Los críticos del cardenal han señalado que su tesis le hace flaco favor a Dios, porque, a medida que la ciencia vaya cerrando esas brechas, sus providencias irán pareciendo menos relevantes y porque, además, si las erupciones volcánicas, las epidemias, los huracanes y las eras glaciares son pasos inevitables en la mutación de las especies, entonces el Creador es más maligno que misericordioso.
El padre Neuhaus transmitió esos conceptos al presidente en una versión sencilla, a su alcance, e hizo de él un rápido converso. Un new born Christian, un cristiano que acaba de
recibir la Luz, como Bush, es una esponja sensible a esas revelaciones. Por medio de Karl Rove, su mano derecha, el presidente está trazando una alianza de hierro con los grupos
más conservadores de la Iglesia Católica. Rove se había acercado a Juan Pablo II a través del Opus Dei, de los Legionarios de Cristo y de Comunicación y Liberación. Junto a todos ellos, ha celebrado ahora la consigna según la cual Benedicto XVI prefiere una Iglesia con menos feligreses, pero todos ellos incondicionales y absolutamente fieles a la doctrina. Así es también la revolución que Bush predica, tanto en contra del terrorismo como en favor de la moral conservadora: que sean pocos, pero dispuestos a todo.
Los Estados Unidos fueron creados, en 1776, como una nación de iguales, en la que el Estado era independiente de las confesiones religiosas. La mayoría de los norteamericanos es creyente, pero Dios no es el mismo dios para los millones de musulmanes, católicos, judíos, indios, sintoístas, mormones y los centenares de sectas cristianas que prosperaron en los últimos dos siglos. La tolerancia con los que no piensan igual fue uno de los factores de la grandeza de este país. George W. Bush ha puesto muchos cerrojos a esas libertades y la atmósfera, aun en ciudades como Nueva York, ha empezado a tornarse cada vez más irrespirable. Da miedo.
Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION