La Cruz Revela a Dios, Presente en los Pobres

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Hace varios años, en las llanuras de Canadá, no lejos del lugar donde nací y crecí, un hombre llamado Robert Latimer mató a su hija gravemente incapacitada, Tracy. La puso dentro de la furgoneta de la familia, empalmó un tubo a la emisión de gases, cerró las ventanas y puertas de la furgoneta, y dejó dormirse a la hija. En su intención no cabía malicia alguna. Amaba a su hija. Según su mentalidad, estaba haciendo un acto de misericordia. No podía soportar más el verla sufrir. Nadie dudó de su sinceridad. Su hija estaba casi totalmente incapacitada física y mentalmente, vivía en continuo sufrimiento, y no había pronóstico favorable en cuanto a mejorar alguna vez o a disminuir algún día su dolor y sufrimiento. Y así él, su padre, del modo más humano posible, acabó con la vida de la hija.

La muerte de la hija se convirtió en una enorme historia nacional, una batalla en los tribunales alargada al máximo  -duró años-, acabando en el Tribunal Supremo de Canadá. Y tuvo lugar un debate moral y religioso a lo ancho del país, que dividió amargamente a familias y comunidades. La muerte de esta joven, Tracy Latimer, plantea una cuestión en la que no podemos estar todavía de acuerdo hoy: ¿Qué valor tiene una vida humana gravemente discapacitada?

¿Qué valor tiene una vida como la de Tracy Latimer? Desde la Biblia la respuesta es clara.  Cuando a una persona se le considera prescindible, por la razón que sea, en ese momento se convierte, espiritualmente, en la persona más importante de la comunidad: La piedra rechazada por los albañiles se convierte en la piedra angular del edificio. Esto quiere decir que las Tracy Latimers en nuestras vidas son un lugar privilegiado donde los demás podemos experimentar a Dios.

Una de las revelaciones centrales de la cruz es que existe una presencia muy privilegiada de Dios en quien es excluido, en aquel de quien la sociedad dice: “mejor si muriera por el pueblo”. La Escritura lo dice claro: Ya en las escrituras judías del Antiguo Testamento podemos ver que los profetas subrayan la idea de que Dios siente una simpatía especial por los “huérfanos, las viudas, los extranjeros o extraños”. En aquel tiempo, estos grupos particulares tenían el estatus social más bajo, el menor poder, y eran considerados los más prescindibles o marginados. Se les podría dejar morir, de forma que la sociedad pudiera seguir adelante con sus asuntos y negocios urgentes. Pero el mensaje de los profetas era revolucionario: Dios siente una simpatía especial  por los que la sociedad  juzga menos importantes… y la prueba definitiva de nuestra fe, de nuestra moral y de nuestra religiosidad consiste en la manera cómo tratamos a esas personas

Jesús lleva esto un poco más lejos: Según su enseñanza, no solamente siente Dios especial simpatía por aquellos a quienes la sociedad considera los menos importantes y los más marginados y prescindibles, sino que la presencia misma de Dios se identifica con ellos: “¡Lo que hayáis hecho a uno solo de éstos, mis hermanos menores, me lo hicisteis a mí!”  (Mt 25, 40). Jesús identifica al Dios que se hace presente en los marginados, en los excluidos, y nos dice que podemos gozar de una privilegiada experiencia de Dios en nuestro contacto con ellos.

En ningún otro lugar se formula esto con mayor claridad que en la muerte de Jesús en la cruz: El crucificado es la piedra rechazada por los albañiles; a él se le considera dispensable y desechable, de forma que la vida normal no se perturbe por él. Pero el crucificado es también Dios, y hay una intimidad especial con Dios que sólo se puede lograr estando de pie  junto a la cruz -como hicieron su madre María y el apóstol Juan-, en solidaridad con el Crucificado, el Gran Excluido.

A veces nos cuesta ver y aceptar eso, porque, a diferencia de Jesús, los excluidos en nuestra cultura no siempre son inocentes y cariñosos. Por ejemplo, el terrorista  de Oklahoma, Timoteo McVeigh, fue ejecutado hace unos años. Nuestra sociedad, como los Sumos Sacerdotes de antaño había pronunciado su sentencia: “¡Mejor que muera un solo hombre por el pueblo!”   Pero, a diferencia de Jesús, Timoteo McVeigh no irradiaba inocencia, amor, integridad moral, arrepentimiento, ni cualquier otra actitud que reflejara la presencia de Dios. Entonces, ¿cómo resulta ser él la piedra angular de nuestro edificio?

Por su exclusión, por considerársele dispensable y excluido, por ser el ejecutado. En el preciso momento en que sus verdugos extendieron sus brazos y los sujetaron a la mesa de ejecución y la inyección letal le penetró, Timoteo MC Veigh se transformó en la figura de Cristo: un hombre inútilmente tumbado, unanimidad-menos-uno, mejor muerto para beneficio de otros, útil para los que necesitan un chivo expiatorio, tema focal para la reflexión moral, figura central en la comunidad, y quien, de momento y en aquella situación, se convierte en una  privilegiada presencia de Dios,  porque -como claramente nos indica la cruz-, Dios está presente de manera especial en el excluido.

A muchos de nosotros nos es familiar un incidente registrado por Elie Wiesel. En uno de los campos de muerte de los nazis, un preso se había escapado y, en represalia, los nazis agarraron a un muchacho, lo ahorcaron en público, y forzaron a todos los reclusos a presenciar aquel horroroso espectáculo. Mientras el muchacho se balanceaba inerte ya, colgado de una cuerda en frente de ellos, un hombre maldijo con amargura: “¿Dónde está Dios ahora?” Y otro hombre le respondió: “Ahí, colgado en esa cuerda. ¡Ese es Dios!”

Una de las revelaciones de la cruz es ésta precisamente: en el crucificado se hace presente Dios.