Clásicamente, tanto en el mundo como en nuestras iglesias, hemos visto la desesperación como el pecado más grave e imperdonable. La simple opinión era que ni Dios ni ningún otro te puede salvar si tú simplemente te rindes, te desesperas, te haces incapaz de esforzarte. Casi siempre en la mente popular esto fue aplicado al suicidio. Morir por tu propia mano se ha visto como desesperación, como ponerte fuera de la misericordia de Dios.
Pero entender la desesperación de este modo es erróneo y mal enfocado, a pesar de la sinceridad de nuestro intento. ¿Qué es la desesperación? ¿Cómo se podría entender?
La común definición del diccionario dice invariablemente algo así: Desesperación significa no tener ya ninguna esperanza o creencia de que una situación mejorará o cambiará. El Catecismo de la Iglesia Católica, que ve la desesperación como un pecado contra el Primer Mandamiento, la define de este modo: “Por desesperación, el hombre deja de confiar en su salvación venida de Dios, en la ayuda para conseguirla o en el perdón de sus pecados. La desesperación es contraria a la bondad de Dios, a su justicia -porque el Señor es fiel a sus promesas- y a su misericordia”.
Pero hay algo absolutamente importante que debe ser distinguido aquí: Hay dos razones por las que alguien podría dejar de esperar en la salvación personal venida de Dios y desesperar de recibir el perdón sus pecados. Puede ser que esa persona dude de la bondad y misericordia de Dios o bien -y creo que este es normalmente el caso- la persona esté demasiado machacada, demasiado débil, demasiado rota interiormente para creer que es digna de ser amada y redimida. Pero estar así abatida y aplastada en espíritu como para creer que nada más puede existir para ti a no ser el dolor y la oscuridad, no es normalmente un indicio de pecado sino más bien un síntoma de haber sido fatalmente hecha víctima por la circunstancia, de tener que arrostrar, -en agudas palabras de Fantine en Les Miserables– tormentas que no puedes capear.
Y antes de colocar a tal persona fuera de la misericordia de Dios, necesitamos preguntarnos: ¿Qué clase de Dios condenaría a una persona que está tan machacada por las circunstancias de su vida como para ser incapaz de creer que es digna de ser amada? ¿Qué clase de Dios condenaría a alguien por su abatimiento? Con toda seguridad, semejante Dios resultaría totalmente extraño a Jesús, que se encarnó y reveló el amor de Dios como ser preferencial para los débiles, los apabullados, los acongojados, los desesperados de la misericordia. Creer y enseñar que Dios retira la misericordia de aquellos que son los más decaídos de espíritu traiciona una comprensión profunda de la naturaleza y misericordia de Dios, que envía a Jesús al mundo, no para los sanos sino para los que necesitan médico.
Del mismo modo esto también traiciona una profunda comprensión de la naturaleza humana y del corazón humano. ¿Por qué una persona se considera tan indigna de ser amada que se excluye voluntaria y desesperadamente del círculo de la vida? Eso sólo puede ser a causa de una herida aguda y profunda en su alma (que, sin duda, no es auto-infligida). Obviamente, a menos que sea un caso de enfermedad clínica, esta persona ha sido herida profundamente y nunca ha tenido una experiencia de amor incondicional o verdadero amor humano fiel. Somos fáciles e ingenuos cuando, porque nosotros mismos hemos sido inmerecidamente amados, no podemos entender cómo algún otro puede estar tan machacado y roto como para creerle que es, en esencia, indigno de ser amado. Para decirlo con una dolorosa pregunta de la canción The Rose: ¿Son el amor y el cielo, en realidad, sólo para los dichosos y fuertes? Nuestra común comprensión de la desesperación, secular y religiosa, parecería pensar así.
Pero nadie va al infierno por debilidad, por un corazón quebrantado, por un espíritu abatido, por la desgracia e injusticia de no haber tenido nunca la sensación de ser amado verdaderamente. El infierno es para los fuertes, para los que tienen un espíritu tan arrogante que no pueden estar abatidos ni rotos, y así son incapaces de rendirse. El infierno nunca es una amarga sorpresa que espera a una persona feliz, ni tampoco es el triste cumplimiento de la expectación de alguien que está demasiado roto para creer que es digno de ser parte del círculo de la vida.
Ser más empáticos lo debemos a Dios. También debemos esto a los que están quebrantados de corazón y de espíritu. Además, tenemos una doctrina cristiana, expresada en nuestro credo mismo, que nos desafía a conocerla mejor: Descendió a los infiernos. Lo que Jesús reveló en su vida y en su muerte es que no hay espacio dentro de la tragedia, la ruptura, la tristeza o la resignación al que Dios no pueda o no quiera descender ni conceder la paz.
Dios es todo comprensión. Por eso estamos seguros de que “una caña cascada él no la quebrará, y un pábilo vacilante no lo apagará”. Puedes apostar tu vida a eso. Puedes apostar tu fe a eso. Y por eso puedes también vivir en una más profunda empatía y consolación.