LA ESPIRAL DE LA ALIANZA: Primera etapa del camino espiritual

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Nuestra vida está marcada por una curva vital que todos compartimos: concepción, nacimiento, infancia, adolescencia, juventud, adultez, ancianidad, muerte. ¿Ocurre algo parecido con la vida espiritual? Escuchamos frecuentemente decir que la espiritualidad es un dinamismo, un proceso. Pero nos preguntamos: ¿se adapta a las edades de cada ser humano? ¿Es algo así como la curva vital?

La tradición no solo cristiana, sino también de otras religiones, nos dice que el camino espiritual tiene tres grandes fases: la purificación, la iluminación y la unión. Otros, como Matthew Fox (Original Blessing: a primer in creation spirituality) –inspirado en la visión mística del maestro Eckhart- nos habla de cuatro vías: positiva, negativa, creativa y transformativa; y dice, que se trata de cuatro caminos interconectados, como aspectos de un solo prisma o piezas de una sinfonía compleja.

El monje cisterciense François-Marie Humann acaba de escribir un precioso ensayo de teología espiritual titulado “Aimer comme Dieu nous aime” (ed. Seuil, Paris 2013). Inspirándome en él, trataré de presentar el camino espiritual no como una curva vital, tampoco como un prisma, sino como una espiral divino-humana, la espiral de la Alianza. En esa espiral las etapas que se superan no desaparecen para ser sustituidas por la siguiente, sino que emergen en contextos diferentes y superiores. Por eso, decimos que el ser humano está marcado por diversos nacimientos, purificaciones, experiencias de unión a lo largo de su curva vital. Es la espiral de la Alianza. Como un complejo movimiento hacia arriba en el cual lo cíclico y lo lineal se conjugan.

Estas etapas son:

  • Ponerse en camino (iluminación)
  • Aprendizaje del seguimiento: desde la concupiscencia al amor (purificación)
  • Pasar por la puerta estrecha:pruebas, combate, espiritual (experiencia de la Cruz)
  • En el camino de la paz: resurrección y fecundidad (unión).

En varios artículos iré presentando este camino: ahora, una Introducción y la primera etapa del camino.

Introducción: Hacia un camino que ignoramos

Errantes, perdidos

La figura del “errante” es la de aquella persona que no encuentra su morada, que no conoce un lugar hacia el que dirigirse, que realiza un permanente viaje “a ninguna parte”. En la Biblia convertirse en un “ser errante” es sinónimo de perdición.

  • Cuando Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso se convirtieron en eso: fuera del Paraíso, ¿dónde ir? ¿dónde asentarse? Comenzaron un camino sin mapa, sin hoja de ruta.
  • Caín, después de matar a su hermano Abel, se convirtió en un “ser errante”, un hombre sin morada a la que dirigirse.
  • El pueblo de Israel marchó errante por el desierto durante 40 años. ¿Porqué tardar tantos años en llegar a la tierra prometida, cuando el trayecto podría haberse realizado en unos meses, a lo más?
  • En tiempos del rey Acab y tras los 400 profetas de la corte , que sólo intentaban halagar los oídos del rey), el profeta Miqueas profetizó: “He visto a todo Israel vagando por las montañas como ovejas sin pastor. Y dice el Señor: «Éstos no tienen dueño” (1 Rey 22,17).
  • O cuando el profeta Jeremias constata que “tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país” (Jr 14,18).
  • También Jesús contempló al pueblo como “ovejas errantes”, sin pastor; y a no pocas personas las consideraba como “ovejas perdidas” a las que había que buscar.

Así mismo hoy encontramos mucha gente errante y perdida: pueblos que navegan sin rumbo, sin un auténtico liderazgo, comunidades que no son comunidades sino grupos de gente dispersa, perdida, personas que sobreviven, subsisten, pero que no encuentran el sentido de la vida, que no saben adónde encaminarse.

Y también esto sucede en la Iglesia, en el matrimonio, en la vida consagrada en la vida laical, aunque parezca increíble. Somos discípulos del buen Pastor, pero a pesar de todo, hay personas, comunidades, instituciones que viven de la repetición de lo mismo, que han renunciado al camino, a la ruta, y sólo viven de la rutina: del ritualismo, del “siempre se hizo así ¿para qué cambiar?”, del fixismo espiritual y consecuentemente de una, progresiva parálisis espiritual. Está perdido quien no se mueve, quien vive de lo mismo, quien renuncia a trascenderse, quien camina sin meta: esa persona es el judío errante, el cristiano errante, el religiosa o la religiosa errante.

“Por caminos que ignoran”

Nuestro Dios busca a “los perdidos”, a las personas “errantes” y “erráticas”. Nos ofrece la salvación abriéndonos un camino: un camino en el desierto, un camino en el mar. Como dijo el profeta Miqueas:

“¡Hombre! Ya se te indicó lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: practicar la justicia, amar la caridad y caminar humildemente con tu Dios” (Miq 6,8).

Propio de Dios es que conduce al creyente “por caminos que ignora” y así lo lleva a una existencia nueva, a ofrecer a Dios el culto que le agrada:

“Guiaré a los ciegos por caminos que ignoran, los haré caminar por senderos desconocidos; ante ellos cambiaré las tinieblas en luz, y lo torcido en recto. Estas cosas les haré y no los abandonaré» (Is, 42,16).

El camino que Dios nos ofrece es un camino hacia la dicha:

“¿Quién nos hará ver la dicha si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?” (Sal 4,7).

Y ésta es la pregunta que nos hacemos los humanos: ¿cómo llegar a ver la dicha? ¿Cómo ser dichosos?

Propio del ser humano es la búsqueda de la felicidad. Ese es nuestro empeño, nuestro deseo más profundo. Todos buscamos conseguir una vida bienaventurada. Los teólogos medievales hablaban de ella en términos de “visión beatífica”. Todos queremos ser felices. La cuestión es qué camino lleva a la felicidad y cómo evitar los obstáculos, los bloqueos, cómo ponerse de nuevo en el camino justo cuando uno se ha perdido.

Dios nos ofrece un camino, nos pide ponernos en movimiento espiritual y dejarnos sorprender por aquello que suceda dentro de la marcha. Dios no se contenta con daros una hoja de ruta, indicaciones y consejos para el camino o provisiones para el viaje. Él suscita en nosotros el deseo de caminar hacia su encuentro. El Espíritu de Dios habita en nuestro corazón y lo conduce hacia lo más íntimo de Dios.

El camino que Dios ofrece es muy especial: es un camino en el que el ser humano busca a Dios, pero es también un camino en el que Dios busca al ser humano. El Espíritu Santo nos presenta a Jesús –el buen Pastor- buscándonos, alimentándonos con su Eucaristía, sanándonos y trayéndonos el perdón a través de la Reconciliación y la  Unción, a Dios Padre –el Padre del Hijo pródigo- saliéndonos al encuentro para abrazarnos y acogernos. El mismo Espíritu “viene” y se derrama en nosotros a través de sus siete dones para que seamos capaces de proseguir en el camino hasta la meta.

Los siete dones del Espíritu Santo son una progresiva efusión y derramamiento del Espíritu en nuestro corazones que nos habilita y fortalece en el camino, en la espiral de la Alianza.

La primera etapa: Ponerse en camino o la iluminación

 

Designa todos los momentos de descubrimiento de Dios, de su presencia, de su amor; todos los momentos de partida y despedida; aquellos momentos en los cuales nos ponemos en camino para responder a una llamada:

  • como el ciego de Jericó cuando recibió de Jesús la visión y se puso en camino (Lc 18,43),
  • como Moisés cuando movido por su curiosidad se acercó al monte de Dios, se desvió de su camino y quedó deslumbrado por una luz extraña e inquietante en la zarza ardiente de Moisés (Ex 3,2);
  • o como Pablo camino de Damasco, ofuscado por una luz fortísima que le llevó a cambiar radicalmente de vida (Hech 9,3).
  • La iluminación está en el origen de las grandes o pequeñas conversiones, que nos suceden no una sola vez, sino varias veces en la vida.Dios nos está esperando y hablando en la realidad que nos envuelve: “Al principio era la Palabra”, “en Él nos movemos y existimos”, “el Espíritu del Señor llena la tierra!”. Dios llama de diversas formas, en todos los momentos de nuestra vida, en todas nuestras edades.
  • Se inicia el camino espiritual cuando reconocemos al Dios que se nos revela como el “Yo soy” y nos descubrimos como “hechura de Dios”. Objetivo de esta primera etapa es adquirir un conocimiento verdadero de nuestra identidad, el auto-conocimiento. Aunque es verdad que este autoconocimiento dura toda la vida. Nuestra identidad está escondida con Cristo en Dios y sólo cuando Cristo se manifiesta se manifiesta ella (Col 3,3-4).

En esta primera etapa el Espíritu se derrama en nosotros como “don de temor de Dios”. No se identifica con el miedo; más bien nos ayuda a superarlo.

Uno no tiene miedo cuando se apoya en Dios, que nunca nos dejará de su mano (Jn 10,29); sí, en cambio, cuando se apoya en sí mismo. El don de temor de Dios nos lleva a estremecernos ante la grandeza de nuestro Dios y nuestra propia pequeñez. Ante Dios uno se siente “pobre de espíritu”; de ahí nace un sentimiento de humildad y confianza absoluta en Dios. Éste es el punto de partida de vida espiritual. Es el primer don del Espíritu. Por él, nos descalzamos como Moisés ante la zarza incombustible, Dios nos tapa el rostro con su mano cuando pasa (Ex 33,22-23), nos estremecemos como María en la anunciación. El don de temor de Dios nos hace reconocernos en nuestros límites, en nuestra pobreza espiritual.

El encuentro con Dios que acontece en esta primera etapa tiene un lugar: el centro del alma o el corazón: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?” (1 Cor 3,16).

El centro del alma no es un lugar material, ni una región de nuestro cuerpo. Es aquel espacio en el que nos encontramos con Dios. No se llega al centro del alma a través de técnicas de relajación, sino cuando y donde acontece el encuentro con Dios, donde uno se recoge y se orienta hacia el santuario de Dios en el ser humano. Edith Stein decía que “el centro del alma es Dios”,

Es tan importante el corazón -centro del alma-, que -según la tradición monástica- hay que vigilar y guardar sus puertas; se trata de discernir si aquello que llama a la puerta es o no del Espíritu de Dios (pasiones, pensamientos, imágenes, palabras), si mancha o no. Dios es el principal vigía de nuestro corazón (“no duerme ni reposa el guardián de Israel”). Estamos habitados por su Presencia. Vigilamos para que nada nos distraiga de ella, nada nos separe de la relación con el Dios presente en el corazón. Y, por eso, la oración surge como hospitalidad, acogida a Aquel que nos habita. La vigilancia tiene la oración como objetivo.

La calidad de nuestra oración depende de nuestra capacidad de entrar en el fondo-fondo de nuestro corazón

La oración necesita un eco-sistema que favorezca su continuidad: orar en todo tiempo no consiste en una tensión intelectual y psicológica permanente: es la pureza del corazón y la vigilancia que nos hace disponibles ante Dios en cualquier circunstancia: “ser santos e inmaculados en su presencia por el amor” (Ef 1,4), “servir en la Presencia” (Plegaria Eucarística II).

Se aprende a orar orando. No es cuestión de método, sino de paciencia. El tiempo dedicado a la oración, aunque parezca infructuoso, es tiempo entregado a Dios y por eso es muy valioso. Todo puede acontecer en él: grandes consuelos,  tentaciones, deseos y sequedades. Lo importante es la fidelidad a este tiempo entregado.

Sólo Dios puede evaluar cuánto vale la oración. El fruto de la oración se muestra fuera de ella misma, la mayoría de las veces: en una mayor atención a las cosas, a las personas, en un gesto de caridad, en un acto de paciencia, en la práctica más fácil de las virtudes.

En este proceso, Dios Padre –“el Dios escondido” (Is 45,15)- nos envía el Espíritu Santo  que se derrama en nosotros como don de inteligencia para que entendamos su misteriosa revelación que es luz que nos ofusca., porque nos sobrepasa.

El don de inteligencia alimenta y mantiene nuestra fe; porque la razón y sus razonamientos la pone en serio peligro. Cuando el corazón se mantiene puro, porque vigilamos sus puertas, entonces el don de inteligencia actúa para que podamos ver a Dios: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mc 5,8).

La pureza de corazón deja pasar la luz divina para acogerla en uno mismo. Dios se entrega quienes lo aman. (Continuará la segunda etapa: Aprendizaje del seguimiento -de la conscupiscencia al Amor).

 


Extraído del Blog "Ecología del Espíritu"