Los temas propuestos para esta sesión son dos: origen del universo y origen de la vida humana en el contexto de una hermenéutica de la fe desde una perspectiva científico-filosófica. Se relacionan aquí enunciados cognitivos provenientes de tres instancias: Ciencia, Filosofía y Teología: Y, acerca de ellas, se propone una cuestión que juzgo previa: qué entendemos por conocimiento científico y sus relaciones con otras expresiones cognoscitivas: Filosofía y Teología. El núcleo de esta cuestión previa es epistemológico.
La epistemología fundamental pretende dar una explicación científica (apoyada en los resultados de la ciencia) del conocimiento y encontrar el sistema de causas reales que lo producen. En los últimos años, el interés preferente de los epistemólogos ha ido derivando de la pura descripción funcional a la explicación ontológico-funcional del conocimiento. Tal ha sido, muy llamativamente, la última evolución de Popper. La epistemología se ha dirigido entonces a la física, la biología y la psicología para recabar informaciones que permitan elaborar teorías explicativas de las causas del conocimiento y, más en general, de la conciencia.
Aquí se entiende por conciencia la capacidad de sentir integralmente el propio cuerpo y controlarlo mediante un sujeto activo que, a partir de la sensibilidad-conciencia, dirige la actuación adaptativa al medio de cara a la supervivencia. La conciencia es, pues, común a los animales superiores -con sistema nervioso centralizado- y a los humanos.
Ahora bien, un hecho evidente es que, en el curso evolutivo, se ha producido una diversificación entre conciencia animal y conciencia humana. La ciencia tiene que explicar sus causas.
Dos son, pues, los problemas planteados: el problema de la conciencia y el de la hominización. La solución del segundo depende de la solución que se haya dado al primero.
- Teoría de la mente o conciencia
¿Cuál es, para la psicología científica, la estructura funcional básica del psiquismo? – El hecho fundamental es que, en el proceso evolutivo, ha surgido la sensación. Sentir es un modo de detectar información sobre el medio interno y externo. Con la complejización de los sistemas nerviosos, la sensación ha ido conectando con un núcleo integrador de información y desencadenante de las respuestas adaptativas del organismo.
Por coordinación de los sistemas sensitivos, aparecen los sistemas perceptivos. Y, en conexión con la sensación-percepción, el organismo evoluciona hacia un sistema integrador de orden superior que es la conciencia. Esta asume las funciones teleonómicas de la sensación perceptiva: detecta información y desencadena las respuestas adaptativas.
En esta arquitectura psíquica se van formando, en paralelo con la conciencia, otros dos elementos funcionales: el sujeto psíquico o psicológico y la atención. Y, como desarrollo de estos procesos básicos, aparecerán otros como el aprendizaje, el pensamiento, el conocimiento y su expresión social en el lenguaje.
Esta es la teoría de la mente, entendida como conjunto de mecanismos y procesos psico-bio-físicos que producen la psique animal y humana y las conductas respectivas.
El fundamento evolutivo del psiquismo es, como hemos visto, la sensación-percepción. Del modo de entender qué es sentir y qué es percibir depende, lógicamente, la arquitectura del psiquismo y, más en concreto, las teorías de la conciencia.
Ahora bien, las teorías de la percepción visual se escinden en dos grupos: teorías de la percepción directa – según la cual la mente está en el mundo y lo aborda directamente en un procedimiento que llamaríamos \»realismo ingenuo\»- y teorías constructivistas, para las que la percepción es resultado de un proceso de nuestro sistema neuronal que produce el mundo en nuestra mente.
Las teorías constructivistas se dividen, además, en dos grandes grupos: para el constructivismo puro, lo esencial es la imagen real construida dentro de, digamos para entendernos, de la pantalla interna de la mente. Para el constructivismo computacional, la imagen psicológica que vemos es algo epifenoménico. Lo fundamental en la visión es el análisis mecánico y ciego que por aplicación de algoritmos matemáticos, semejantes a los programas de ordenador en la visión artificial, conducen a un reconocimiento de los contenidos de la imagen. Esta forma radical de constructivismo se mueve ya mucho más allá de la \»metáfora débil\» del ordenador para adentrarse plenamente en la \»metáfora fuerte\» que identifica ontológica y funcionalmente al ordenador con el hombre.
Ahora bien, si la conciencia es una integración de los diferentes sistemas de sensación-percepción, el modo de entender la conciencia depende en lógica científica de ellos. Hasta once teorías de la conciencia se proponen con perfiles propios. Quizá pueden reducirse a tres irreductibles entre sí: dualismo psicofísico interaccionista (de Ecless, Sherrington y Penfield), en extremo monoritario; mecanicismo formalista y computacional -que reduce al hombre a un comportamiento robotizado que excluye la dignidad y responsabilidad personal y, mucho más, el sentido del comportamiento religioso- y el emergentismo -que asienta el comportamiento animal y humano en complejos sistemas mecanicistas de naturaleza neurológica pero que admite la funcionalidad teleonómica evolutiva de la sensibilidad-conciencia y su acción causal descendente controladora de lo físico-químico neuronal en un sistema bidireccional interaccionista. Sólo el emergentismo es congruente con una visión \»humanista\»; incluso, con una interpretación religiosa del psiquismo, de su relación con el mundo físico y de la unidad total del universo entero con Dios, su fundamento ontológico \»creador\».
- Explicación científica de la hominización
Recordemos que la conciencia, tal como ha sido entendida hasta ahora, es algo común al animal superior y al hombre. El hombre apareció en continuidad con los homínidos. Sin embargo, sus sistemas o arquitecturas psíquicas muestran evidentes diferencias. Como rasgos típicos en el proceso de hominización destacan los siguientes: posición erecta y locomoción bípeda (homínidos), liberación de la mano (utensilios), aumento del cerebro, organización superior del sistema nervioso (que capacita la asociación, el simbolismo, la invención), mayor dependencia de la cultura que del instinto y paso del mero so de señales a la utilización creativa de signos: comienza el que Cassirer llamó \»animal simbólico\». ( Hay que destacar la función del símbolo. De frente al enigma de la realidad, antes que ninguna rudimentaria ciencia o técnica, antes que ningún lenguaje articulado -como base de posibilidad para todo eso- el hombre tiene una función simbólica, cuya complejidad y riqueza aún hoy no podemos estar seguros de conocer.
Pues bien, algún sistema de causas intervino en el proceso para que la conciencia animal se convirtiera en humana. Hasta seis teorías -compatibles con el emergentismo- brindan su respuesta: la inespecialización biológica (Gehlen), el trabajo, el lenguaje, la socialización, la teoría biológico-etológico-evolutiva, en la versión de K. Lorenz y en la versión de R. Riedl. Por último, la teoría zubiriana de la hiperformalización biológica: la inteligencia aparece, dice Zubiri, como una función biológica, en el momento en que un animal hiperformalizado no puede subsistir sino haciéndose cargo de la realidad. Explicito un poco más la teoría.
En ella debemos considerar dos partes:
En la primera se exponen los fundamentos empíricos y teóricos: el estudio de la conducta signitiva o instintiva de los animales, la aparición en ellos de la conducta objetiva (que reconoce objetos ante los que se comportan unitariamente) la aparición de los procesos sensitivo-perceptivos de formalización (que permiten la objetivación), la aparición en los animales superiores de la hipercomplejidad psíquica, etc.
En la segunda parte de la teoría se trata de formular aquellas hipótesis que permiten explicar por qué la conducta signitiva animal evolucionó hacia la conducta racional del hombre; de otro modo: explicar las causas de la \»ruptura de la signitividad\» en el hombre.
Veamos las tres hipótesis de la teoría de la hiperformalización:
La primera hipótesis supone que, al igual que en el animal superior, a una cierta riqueza de formalización le corresponde una acierta objetividad en la aprehensión o percepción del objeto -una objetivación-, el hombre deriva evolutivamente (neurológicamente) a ser un animal hiperformalizado que, en consecuencia, tendría una aprehensión hiperobjetiva. A este modo humano, más intenso y nítido, de aprehender perceptivamente los objetos como autónomos, independientes, consistentes, estables, suficientes, como siendo \»de suyo\», se le llama aprehensión de realidad. Es la aprehensión propia del ser humano frente a la aprehensión de meros estímulos en la conducta signitiva animal.
La segunda hipótesis responde a una pregunta: ¿Cómo se produciría la aprehensión de la realidad en el hombre? ¿Cómo es real la realidad? – Lo objetivo se capta como realidad porque las condiciones psíquicas del hombre le permiten advertir que lo real es real como \»estructura\». El concepto de \»estructura\» tiene tres factores: un conjunto de elementos; un sistema de operadores o relaciones que los conectan, o proyectan, entre sí; una unidad resultante. Por ejemplo, percibimos la realidad de nuestro cuerpo: su estabilidad, su permanencia, su consistencia… Y la percibimos como estructura integrada de pluralidad de miembros interrelacionados en la unidad de nuestra realidad o ser corporal.
Así, todo objeto es real como estructura y el universo es también una estructura que contiene en sí mismo otras muchas subestructuras sumergidas…
La tercera hipótesis supone que, al cumplirse las dos anteriores, el psiquismo humano estaría en condiciones de evolucionar poco a poco hacia la racionalidad. Por su hipercomplejidad psíquica (complejidad de las señales o signos detectables en su etograma y complejidad en el número de programas de respuesta disponibles) y por la aprehensión de realidad, el animal humano se vería forzado a sobrevivir por medio de una representación de la realidad como estructura. Esto es el conocimiento: una representación de lo real como estructura. El nacimiento y desarrollo de la razón no sería sino la formación de mecanismos mentales para el análisis y la síntesis de estructuras: nacen así la lógica y el lenguaje con los que formaliza su mundo. Es el análisis estructural el que conduciría desde la experiencia fenoménica de las cosas a la formación de representaciones transfenoménicas (\»metafísicas\», ¿por qué no?) necesarias para entender la consistencia estructural del sistema de los fenómenos.
Porque, cuando el hombre aprehende algo como real porque está estructurado, aparece una expectativa fundamental de la razón humana: si algo es real es porque puede serlo, porque los elementos que conforman su estructura son consistentes, estables y pueden mantenerse a sí mismos de manera suficiente. La existencia de algo real apunta, pues, a una dimensión absoluta: suficiente por sí misma en orden a su propia realidad. Sin embargo, las cosas reales que vemos no son absolutas; tienen una consistencia relativa durante un cierto tiempo.. Por ello, todo lo real tiene referida su realidad, su suficiencia e incondicionalidad, al sistema de realidad que las contiene: al universo. De ahí que la razón humana albergue la expectativa de que el sistema total de realidad, el universo, deba ser en último término consistente y estable, absoluto, incondicional.
Han aparecido dos palabras que nos sirven para articular la posterior reflexión: ultimidad y incondicionalidad. Porque, cuando la razón necesite satisfacer su expectativa de última fundamentación y consistencia de la realidad, se abrirá espontáneamente a las preguntas del sentido: ¿por qué y para qué últimamente todo?
- Religión, Filosofía, Ciencia
Estas preguntas son las que han dado origen a la religiosidad, que tiene en lo simbólico su gran fuerza expresiva, su terreno más propio. Las religiones concretas en la historia humana surgen al conjuro de determinados símbolos (cuyas plasmaciones más típicas son los \»mitos\» y los \»ritos\» que quedan fijados por la tradición cultural y tienen estructuras muy semejantes en todas las tradiciones. Son los mitos ese puñado de historias que conforman el sustrato más profundo de nuestro ser, el cimiento previo sobre el que se edifica nuestra capacidad de discernir y razonar. Lo simbólico, en su conjunto, establece la mediación entre el hombre y ese término incondicional y absoluto -que se vive como Misterio- al que, para recibir consistencia, todo queda referido. A su vez, esa referencia dinamiza la totalidad del hombre: el creyente necesita orar, y surgen la liturgia y la contemplación; la fe \»encanta\» el mundo y la vida y nacen el arte y la fiesta; obliga a actuar e inspira valores morales; abre al hombre al futuro absoluto y brota la utopía, que nos incita a encarnar ya aquí nuestra esperanza a la vez que nos mueve a trascender todos los logros históricos; la fe madura necesita reflexión y se hace \»logos\», razón que piensa y lenguaje que comunica la experiencia del misterio: nace así la teología, que ha buscado, primero, la estructuración de los contenidos religiosos; luego su fundamentación crítica frente a la positividad de la tradición recibida, crítica en la lectura de sus documentos y en la interpretación de sus símbolos; crítica ante lo bien fundado de la misma tradición en su totalidad. En cuanto hace esto, el teólogo actualiza el potencial filósofo que lleva dentro. Se comprende la intuición de la tradición cristiana cuando al constituirse como teología intuyó deber asociarse una filosofía.
La filosofía había procedido a esta depuración de la religiosidad. En su más honda función -\»Meta-física\», la llamamos en Occidente desde Aristóteles- la filosofía brota de la misma búsqueda de sentido de que brota la religiosidad. Es un hecho que las más notables Metafísicas han surgido en la historia en el seno de grandes tradiciones religiosas (hindú, griega, musulmana, cristiana…). Y han nacido como crítica racional del simbolismo religioso al que trata de verter en conceptos. Pero en su esfuerzo racionalizador, la filosofía unilateraliza y deja de lado otras dimensiones humanas que se desarrollan más plena y armónicamente en la vivencia religiosa. Si la religión se reduce a filosofía, se empobrece y ahoga; si quiere prescindir del esfuerzo filosófico, pierde solidez y se condena a caer con el progreso crítico del hombre. A su vez, la filosofía, si adopta sin más el método racional-empírico, pierde su función de interpretación última de la vida humana, de búsqueda del sentido -aquello que tenía en común con la religión-… Entonces, después de haber matado a la religión, muere ella misma en manos de la ciencia.
En efecto, la ciencia es una nueva instancia intelectual, sólo posible en una humanidad mucho más desarrollada culturalmente, que, mediante un lenguaje plenamente riguroso anticipa las estructuras de los fenómenos con los que el hombre puede encontrarse en su experiencia; los anticipa en hipótesis coherentes entre sí y con la observación experimental (o, más exactamente, la no-falsación).
Pero las ciencias discriminan, en cualquier metodología que las quiera comprender, a esas otras instancias del posible saber humano que son la Filosofía metafísica y, con ella, la Teología de cualquier tradición religiosa. No es eso toda la verdad: las ciencias que, mediante un criterio de demarcación así se autolimitan, quedan por ello en una enorme dispersión y en la incapacidad de llenar la fundamental humana de una visión global de sentido; sin llegar a la buscada ultimidad y radicalidad que -lo hemos visto- sugiere el mismo origen de la inteligencia como función biológica. Rigurosamente críticas según determinados cánones, no pueden serlo de modo radical. Más aún, al segmentarse más y más en busca de mayor precisión de abordaje de sus determinados objetos, las ciencias son visiones parciales de lo real que no hacen justicia a las múltiples dimensiones de lo humano y dejan a la cultura condenada a la dispersión multidisciplinar.
Y surge entonces -y es precisamente un \»leit motiv\» de los recientes afanes culturales, del que esta mesa es una familiar muestra- la búsqueda de interdisciplinariedad\» como una indispensable salvación frente al fragmentarismo. Es ilustrativo el caso, hoy nada infrecuente, de aquellos científicos -Freud y Monod por ejemplo- que, comprensiblemente insatisfechos por la parcialidad de su propio objeto y por la dispersión de la multiplicidad de objetos científicos, intentan superar esa parcialidad y dispersión en busca de una síntesis coherente de la realidad. Podrá llamarse con el nombre que se quiera al género que entonces cultivan; de hecho coincide con lo que en la tradición occidental ha sido llamado filosofía. Sólo que incurren en defectos propios de \»amateur\».
Pero el diálogo interdisciplinar es posible sólo si los interlocutores están abiertos a los diversos niveles de densidad de la realidad y de la realidad humana en particular.
- Las diversas vertientes de lo real Lo que llamamos \»el mundo\» es un nombre demasiado incoloro y exangüe para designar una malla increíblemente tupida e inverosímilmente compleja de realidades de toda clase y condición. Estoy escribiendo en un papel. Su ínfima realidad la constituye la corporeidad cósica de la celulosa manchada de tinta. Otra dimensión es la estructura funcional que lo constituye en folio Dina-4. Esta hoja de papel es un producto elaborado a partir de una realidad natural que era el árbol. Elaborado por hombres que se han valido de máquinas; que han trabajado en un sistema de producción determinado por normas sociales y jurídicas. El papel ha entrado así en una constelación de realidades industriales, comerciales, cada una de ellas ajustadas a leyes que las regulan. En este papel hay uno o varios lenguajes, cada uno con sus signos, con sus estructuras lógicas. El mismo escrito que realizo posee una estructura, unos contenidos científicos, literarios o estéticos… Todo esto es posible por un tipo de realidades expresivas que dan sentido real a la celulosa manchada de tinta. Pero el papel, además y sobre todo, transmite valores: el valor de la ciencia, el valor de su vinculación a otras dimensiones del saber, el valor de la religión como otorgadora de sentido global de la vida… Este papel ha establecido relaciones entre nosotros y de nosotros con la cultura como fuente de posibilidades de realización humana… Desde la fisicalidad más pura, van alumbrándose dimensiones cada vez más significativas de la verdadera realidad del papel. ¿Es sólo su mineralidad, de modo que todas las demás especificaciones que recibe son meras denominaciones extrínsecas? Entonces, una página del Quijote es equiparable a esta pobre página mía y mi papel sólo tendrá -y, manipulado como está, ya ni siquiera sus funciones- la pura entidad natural bruta que tiene una hoja de papel higiénico.
En síntesis: las cuatro vertientes principales que la realidad nos brinda son: el mundo natural, el mundo cultural, la esfera normativa y la esfera personal. Las tres últimas, sin ser \»naturales\», son bien -e incluso más- reales.
Entre los niveles de realidad, posee especial relieve el de la esfera personal. \»Por el espacio inmenso, el universo me envuelve; por el pensamiento yo le envuelvo a él\», decía Pascal (Pensées, 348). Y parece eco suyo la estremecedora exclamación final de la Crítica de la Razón Práctica de Kant:
\»Dos cosas llenan el ánimo con siempre nueva y mayor admiración y respeto, cuanto con mayor frecuencia y atención se ocupa en ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí…\» (Kritik der Praktischen Vernunft, A 288-289).
En efecto, ¿quién ha podido hacer la visión científica de las cosas y de la génesis del hombre en ellas? ¿quién toda Antropología objetiva, sino el mismo hombre-sujeto? Antes de todo saber cosmológico, de toda ciencia biológica genética y evolutiva de toda la Paleoantropología y Prehistoria, de todo conocimiento de neuronas y fisiología del sistema nervioso, de la Psicología genética y funcional, está el hombre científico que elaboró esas disciplinas y así descubrió algo sobre su propia historia. En esa elaboración puso en juego principios racionales y estructuras espirituales de todo tipo, que no pueden ser lógicamente posteriores a su propio producto. En el momento en que reconocemos la verdad de esta afirmación, estamos llegando a la más auténtica reflexión sobre el hombre; estamos pasando de toda Antropología objetiva a una Antropología fenomenológica. Esta es la única que, en realidad, salvaguarda todo valor al espíritu humano, nos da la más recta perspectiva para entender al hombre, no negando en manera alguna lo objetivo, sino retrotrayéndolo al verdadero arranque, tácitamente presente en ello: el sujeto. El hombre es un sujeto que surge desde el cuerpo y, me atrevo a decirlo, un espíritu que surge desde la materia. Me explicaré más tarde.
Hay que conjugar la fisiología y la fenomenología. La primera me habla de unos elementos químicos, unas células, unos tejidos, unos órganos anatómicamente diseccionables y bioquímicamente analizables. La segunda me habla de un conjunto organizado como totalidad vital, no cerrado en sí mismo, sino descentrado, abierto y desbordado por actividades transensoriales y transorgánicas que prolongan casi indefinidamente las posibilidades orgánicas que tiene el cuerpo mediante técnicas como el pensamiento o la producción. En el ser humano, lo biológico es mental y viceversa. Organismo no equivale sin más a cuerpo humano unificado que dice \»yo\». Y lo dice de pie, mirando alrededor, al frente, a lo lejos, al horizonte y más allá del horizonte intramundano. Y dice \»yo\» de cara a los otros, en medio del mundo y a lo largo del tiempo. Y dice \»yo\» como pronombre personal de primera persona: como subjetividad relativamente absoluta en un horizonte absoluto.
También el \»yo\» muestra diversos niveles de realidad:
Cinco jóvenes amigos se enfrentan al escaparate de un mesón. Dice uno: \»Qué buen aspecto tiene ese cordero!\» – Dice el 2º. \»Sí, parece delicioso, pero yo soy de Segovia y los conozco mejores. Cuando regrese a mi pueblo de vacaciones, lo comeré allí\». El 3º inicia un discurso sobre el C27 H45 OH como el principal componente de los cálculos biliares. El 4º dice: \»Yo por esta vez me privo, que el bolsillo anda mal esta semana\» (y vence la tentación de comer y marcharse sin pagar). El 5º invita a comer a los amigos pero él se priva porque no quiere engordar, porque ha visto a un pobre necesitado a quien dona su ración y porque, además, es viernes de cuaresma. Al terminar la comida, asisten juntos a la proyección una película -\»El silencio de los corderos\»- que les mueve a una reflexión humanista sobre la radical vulnerabilidad y finitud del ser humano…En la conversación asoman cuestiones psicoanalíticas, de hermenéutica de símbolos… y, como solución al problema del \»sentido\» de la vida no falta quien evoca la imagen y el significado del Cordero Pascual… La palabra humana, que empezó siendo mero vehículo de intercomunicación, fue adquiriendo en la conversación altura científico-técnica y se elevó a un nivel supremo cuando, haciéndose símbolo e integrándose en un universo de suprema evocación, se hizo palabra poética, palabra existencial, palabra profética.
El 1º es el yo-sujeto de la percepción de un estímulo externo para la vista y el paladar. El 2º es el sujeto de un impulso interno que expresa en forma de deseo, pero matizado por la circunstancia cultural en que se crió; este influjo condiciona el modo de percibir y el modo de reaccionar ante lo percibido: este sujeto es capaz de ensanchar espacial y temporalmente su mundo, apartándose del estímulo inmediato mediante la memoria y la imaginación. El 3º objetiva la experiencia con los análisis precisos que le otorga su especialización en química. El 4º tiene tanto apetito, que sería capaz de comer y marcharse sin pagar, pero se domina porque es respetuoso con la propiedad ajena. El 5º ha vivido personalmente las experiencias anteriores; y, además, es \»buena persona\»: ha pensado en los demás y se ha privado generosamente por motivos estéticos, éticos y religiosos…
Las cinco perspectivas se concitan en cada ser humano: cada hombre es un cuerpo que dice \»yo\». Un cuerpo vivo que tiene en común con todos los vivientes unos elementos químicos -los bioelementos que predominan en la materia viva (C,N,H,O), los principios no orgánicos (agua, sales minerales), los principios orgánicos (hidratos de carbono, glúcidos, lípidos, proteínas), los ácidos nucleicos (ADN, ARN), las encimas (biocatalizadores), la vitaminas, la organización celular, etc. Es el sustrato material de la vida que la biología describe. Lo constituvo en el cuerpo no son las materias que le vienen de la naturaleza circundante en constante flujo de energía cósmica que asimila y convierte de energía material en energía específicamente psíquica a través del cerebro, sino sus funciones: vitalizadoras unas, otras de relación con el entorno físico y personal, otras, por fin, de automanifestación expresiva de su intimidad -y aquí hay que considerar el lenguaje, el sexo y el rostro-.
Un cuerpo que, además de vivir, se vive; que por eso no es sólo biología, sino biografía. Y se vive formalizando en cultura su mundo desde perspectivas sensoriales, científicas, estéticas, morales y religiosas. Formaliza su mundo porque el hombre siente-conoce-quiere las cosas del entorno, no ya como fuentes de estímulos, como el animal, sino como cosas reales, como estructuras que tienen \»de suyo\» la propiedad de estimular.
La formalización se opera en diálogo (lenguaje de la ciencia y la técnica que sustentan la vida, y lenguaje poético, existencial, profético que sustenta el vivir); diálogo entre la circunstancia (el mundo, los otros, la historia) y la libertad. Libertad como autodominio -que le permite dominarse y dominar el influjo causal de lo real y, por dominarse, resulta y asciende a \»dominus\», a \»señor\»- y libertad como apertura a los valores (económicos, estéticos, éticos y religiosos); los tres últimos trascienden los bienes inmediatos que la ciencia y la técnica le reportan. Este sujeto es persona: sujeto que se autoposee y se autoexpresa en libertad. Capaz de hacerse cargo de la realidad para cargar con ella (y con peligro de \»cargársela\», sit venia verbi): es el riesgo de la libertad, expresión de la vulnerabilidad humana.
- La interpretación de la realidad en el conocimiento En una visión emergentista, compatible con un cierto constructivismo, hemos admitido la explicación del conocimiento como interpretación de la realidad. Pero esta interpretación debe hacerse a distintos niveles, en correspondencia con los que la misma realidad nos muestra.
Uno es el nivel senso-perceptual: percibir ya es interpretar la realidad, porque percibimos desde estructuras que tienen su \»propia\» constitución. El sentido común tiende a dar lo percibido como la realidad misma. Un juicio más crítico advierte la distancia.
Otro nivel es la interpretación científica en la definición. Se trata de una interpretación de segundo grado, interpretación de la interpretación senso-perceptual. Son así las definiciones científico-naturales, que reconstruyen la realidad percibida mediante anticipación de modelos verificables (o falsables).
Otra es la interpretación metafísica o de sentido. Lo que se busca ahora es la visión unitaria del mundo y del hombre. Puede hacerse en dos momentos: uno es la reflexión metafísica intramundana o \»hiperfísica\» en la denominación de Teilhard de Chardin. También aquí la razón anticipa modelos explicativos de la realidad; modelos ya no verificables, pero coherentes con los datos de la ciencia con la que esta reflexión se mantiene siempre en contacto. Cabe todavía otro nivel de interpretación más propiamente metafísica desde lo Absoluto -que con lenguaje religioso llamamos \»Dios\»- como último fundamento en el origen y en la finalidad.
La demarcación de estas instancias intelectuales ha quedado clara desde que Kant justificara -desde la Filosofía precisamente- la Ciencia físico-matemática de Newton: el entendimiento humano, siempre unido a la experiencia espacio-temporal, construye las ciencias formales -matemáticas y geometría- que constituyen el utillaje de la explicación del mundo que lleva a cabo la Física con categorías y principios propios. Ya hemos delimitado el marco de \»qué – y cómo- puedo saber\». No se agota aquí la inquisitividad humana: las preguntas radicales que atañen al sentido de la vida -\»qué debo hacer\», \»qué me cabe esperar\»- dinamizan el proceso racional hacia una visión unitaria del mundo y del hombre desde Dios. Es la interpretación metafísica entendida como \»fe racional\», feliz expresión que devuelve a la filosofía a la matriz religiosa de la que nació. Ejercer una función mediadora entre la Fe religiosa -y su reflexión teológica- y las Ciencias, constituye su inevitable sino. Lo que las Ciencias podrán con toda justicia pedir es que la visión filosófica no descalifique sus auténticos resultados. Que las dos \»visiones del mundo\» que así surgen no sean opuestas, sino más bien complementarias.
Para esta sesión, se nos han propuesto dos temas que constituyen otros tantos ejemplos de interpretación progresiva: el origen del mundo y nuestro origen como seres vivos.
- El Primer Origen Para la mente llana del hombre, no resulta imaginable que \»este mundo\», es decir, el conjunto de realidades y procesos materiales en el que nos encontramos enclavados, no haya tenido un comienzo temporal.. Entonces, nuestro hábito mental, innegablemente válido en el mundo mismo, de postular una causa para todo lo que comienza, nos obliga a pensar en una Primera Causa del mundo. El hombre, hecho crítico por la filosofía inhibe ahí su juicio y espera poder llegar a aclarar cada enigma concreto. En cuanto al comienzo primero, los filósofos que no admitieron la existencia de una causa primera del mundo pensaron desde antiguo en una eternidad de la materia. La Ciencia ha parecido confirmarlo: la materia -o en términos más precisos, la energía- ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma en el proceso del mundo en que vivimos. Pero la misma Ciencia a partir del siglo pasado ha ofrecido en este punto una contrarrespuesta al creyente: la formulación del segundo principio de la termodinámica, llamado de la \»entropía\», ha hecho ver que, si bien la energía es constante en un sistema dado, sus posibilidades de transformación son limitadas, ya que tiende progresivamente a \»degradarse\», en una forma no ulteriormente transformable según nuestros conocimientos. Habría, conforme a esto, que pensar en una \»muerte térmica\» del universo. Y, una vez patentizada así su finitud temporal, todo conduciría a pensar en un comienzo determinado del mismo. La energía tenía inicialmente un determinado grado de transformabilidad, desde el cual ha ido degenerando hasta el momento presente. Esta consideración científica es indudablemente sugeridora. Y lo más notable es que la ciencia la ha enriquecido de manera muy compleja, pero inequívocamente orientada a la designación de un primer momento de \»nuestro mundo\». Incluso se ha llegado a poder datar por diversos procedimientos convergentes -emisión de elementos aún radiactivos, progresiva expansión del universo, proceso apenas comenzado de separación de estrellas dobles, proceso de homogeneización de la \»Vía Láctea\», etc.- la edad del mundo: es del orden de los cinco mil millones de años. Nos preguntamos entonces qué es lo que ocurrió en el minuto cero. ¿No es la acción creadora de Dios lo único que allí nos queda por reconocer?
Pero sepamos también aquí ser lúcidos y críticos. Los materialistas del siglo pasado brindaron ya una respuesta alternativa al argumento de la entropía: lo que llamamos \»nuestro mundo\» no sería sino un determinado ciclo en el mundo total, cuya integralidad no llegamos a conocer. Aunque no tengamos argumentos positivos para ello, nada impide entonces hacer también la hipótesis de unas leyes de reinversión, de una especie de \»regeneración\» de la energía…
No hay una definitiva respuesta negativa a estas hipótesis. Nuestra situación es como antes: tenemos un fuerte indicio a favor de la postura de fe. Pero no podemos pensar en tener un argumento científico en sentido estricto; no se impone con necesidad la hipótesis \»Dios\».
Pero, ¿no tiene ninguna fuerza esa postulación de una Primera Causa que han mantenido los filósofos cristianos y tantos otros a lo largo de la historia? He aquí una válida intuición del hombre de siempre, una de las que han originado el universal fenómeno religioso. El haberla separado del proceder estrictamente científico, no es destruirla: es, más bien, avanzar hacia su situación verdadera, hacia la definición de su auténtico estatuto en el pensamiento del hombre y en su \»visión del mundo\».
No es ciencia, es filosofía la que puede afirmar esto; y, concretamente, metafísica\»: un conocimiento que, al contrario del físico, apoyado en la verificabilidad, y al contrario de los conocimientos simplemente fundados en las estructuras del pensar humano, como la lógica y la matemática, nunca se impondrá necesariamente.
¿En qué razones se apoya? – Acogíamos antes la explicación científica del conocimiento como una función vital que nos permite sobrevivir representándonos cada realidad como una estructura dotada de cierta consistencia, sólo temporal y relativa. La razón satisface su expectativa de estabilidad y suficiencia -lo que expresa el principio de razón suficiente- refiriendo cada realidad concreta al sistema total del universo, explicado como una trama necesaria de causas eficientes.
Esta explicación satisface a la razón científica, pero no a la razón humana que, espontánea y connaturalmente, busca la unidad total -\»el Incondicionado total\», en expresión de Kant- que dé última consistencia a lo que en sí mismo no lo tiene. Y entonces ha prolongado la explicación científica en una reflexión metafísica; tan necesaria y más que la misma ciencia para sobrevivir con plenitud de sentido.
La experiencia de la caducidad temporal y de la limitación es común a todo hombre: es, decimos en filosofía, un \»existencial\» que tiene en la muerte su último horizonte mundano. La filosofía define esta experiencia con la categoría de contingencia. La correspondencia sensible de la contingencia es el comienzo y (o) final en el tiempo. Todo aquello que comienza a existir o termina de existir es contingente. (No está dicho, sin embargo, lo inverso. Los grandes doctores medievales de la contingencia real, Avicena y Santo Tomás, admitieron, cada uno a su manera, la disociación de categoría y \»esquema\». Para Santo Tomás no es naturalmente demostrable la no eternidad del mundo, que, sin embargo, es contingente).
La razón universaliza la constatación empírica de la contingencia analizando la estructura metafísica de lo real: todo ente mundano es un compuesto estructural de esencia y ser (existir). Ahora bien, en todos los entes mundanos se distinguen el ser y la esencia: podemos pensar esencias posibles que no existen y realidades existentes que pueden dejar de ser. Todos los entes mundanos son contingentes, concluimos. Y lo es también el universo, que no es sino el conjunto de entes contingentes. Pero lo contingente depende en su ser de otro: el ente contingente, si existe, tiene razón suficiente y debe estar últimamente fundado en el existir. Pero no últimamente en sí ni en otro contingente; ya que cualquier contingente, e incluso una serie indefinida de contingentes que se adujese, sigue siendo infundada en el existir, sigue careciendo de última razón suficiente. Se impone, pues, en virtud del principio de razón suficiente (al que como vemos, retorna todo el peso de la prueba), la admisión de una Realidad no-contingente, es decir, Necesaria en el Ser, en el existir.
La argumentación es impecable y no ha hecho sino proseguir -en otro plano- la racionalidad científica que necesita encontrar la suficiente consistencia de cada estructura. En el fondo, el científico presupone que \»todo tiene una última razón\», \»está últimamente fundado\». Cree hallarla en el sistema del universo. No basta: el universo no es últimamente absoluto e incondicional.
\»Dar el ser\» es \»crear\». Creación que ya no se concibe necesariamente como la acción originadora de nuestro mundo en un minuto cero del tiempo. Que el mundo es contingente significa que ha recibido el ser. Pero puede estar recibiéndolo desde la eternidad: el mundo sería eterno y, sin embargo, contingente, dependiente en su ser, necesitado de creación. La creación viene a ser el estar continuamente sustentado el mundo por Dios en un orden de causalidad totalmente heterogéneo con el de las causas del proceso del mundo, de todo el despliegue de realidad que constituye este mundo.
Es profunda esta concepción. En un determinado orden del flujo causal (el de la causa científicamente investigable), el mundo se explica a sí mismo: cada suceso temporal remite a una causa anterior, que nosotros podemos investigar con nuestra ciencia -sólo en unos determinados límites, porque al final de nuestro \»retroceso\» nos perdemos en lo incógnito-. Y, sin embargo, en otro orden distinto de causalidad, todo eso es insuficiente para justificar la existencia del mundo, postula aún el influjo de una Causa Primera, heterogénea con todas las demás, que actúa, por tanto, siempre y con todas, sin interferir propiamente con ellas.
Esta posición resulta entonces inatacable para quien pretende impugnarla desde presupuestos científicos. Ya no incurre en la falacia que creía ver Bertrand Russell cuando pensaba que afirmar la Primera Causa es semejante a lo que se haría si se concluyera: \»Todo hombre tiene su madre, luego la humanidad tiene la suya\». No hacemos eso, porque afirmamos la heterogeneidad de la palabra \»causa\» en uno y otro caso. Lo que ocurre es que, mientras Russell no reconoce otra \»causa\» que la empírica, que estudian las ciencias, nosotros reconocemos la necesidad de una causalidad más profunda. Porque, aun puesta toda una serie indefinida de causas empíricas, no se ha dado explicación de \»por qué existe algo y no más bien nada\», en la expresión de Leibniz.
No se impone con necesidad esta argumentación, ya lo hemos dicho. Aceptarla depende de toda una compleja situación de espíritu de muchas opciones y juicios valorativos, de una fundamental opción de sentido: la que otorga la fe, pero una \»fe racional\», razonable.
- Origen de la vida
Las ciencias de la vida, por ejemplo, con sus datos sobre el cuerpo, son hoy imprescindibles para explicarlo. Pero también nos dan qué pensar, obligándonos a prolongar el conocimiento científico en una reflexión \»más allá\» de su nivel interpretativo. Por ejemplo, sobre el tránsito de lo no viviente a lo viviente y los enigmas de su causalidad.
Frente a la estabilización de la materia, propia de la constitución de partículas elementales y de moléculas más o menos estables, pasando por los átomos, nos encontramos con la vitalización de la materia y su marcha ascendente hasta el ser humano.
Pues bien, la realidad humana sigue siendo enigmática para el discurso científico y planteando cuestiones al discurso filosófico y religioso:
Los datos relativos a restos óseos, ¿cuándo permiten afirmar taxativamente que esos restos pertenecen a un individuo del género \»Homo\» y no a un individuo del género «Australopithecus»? El tránsito de la vida todavía antropoide a la vida ya humana, ¿puede o no ser entendido como el resultado de la evolución continua y homogénea de un organismo animal no humano a un organismo humano? ¿Qué aconteció en el sujeto de la mutación para que de ella resultase una especie del género \»Homo\»?
En el fondo de estas preguntas late la relación entre espíritu y materia. ¿Cómo articular el discurso científico de la evolución con la filosofía de la causalidad y la teología de la creación?
La filosofía clásica definía la conciencia por la inmaterialidad. Los «cientismos» -síntesis filosóficas apoyadas muy inmediatamente en las construcciones científicas- tratas de explicar la conciencia desde la fisiología del cerebro y del sistema nervioso, o bien desde la cibernética. Pero, pese a todos los esfuerzos por suprimirlo, hay un hiato o «dualismo» entre la conciencia y la realidad material; quizá no tan radical y último, pero innegable en una primera instancia.
¿Cuáles son los rasgos de la contraposición de conciencia y materia?
La materia es extensa: muestra una «disgregación real». La conciencia es inextensa: simplicidad, recolección en unidad.
La operación en el mundo de la materia es «transeúnte»: supone un volcarse hacia fuera con cierta \»agresividad\», acción y pasión. La actividad de la conciencia es inmanente: así es el entender, el amar… Son actividades \»intencionales\», pero la acción se recibe en el propio sujeto, transforman al propio yo, no algo fuera de él.
La materia se rige por el determinismo: el mundo material actúa conforme a leyes. La conciencia tiene poder de autogénesis: tiene un margen de autodeterminación que lleva al sentido profundo de la libertad como autodominio y a la apertura como su fundamento.
En el mundo material no se da plena individualidad, sino que en su disgregación forma un todo; incluso dinámicamente tiende a la integración en complejidades cada vez más estructuradas, tiende a la \»sustantividad\», en expresión de Zubiri. El espíritu es, en cambio, \»fin en sí\»: comunicable y sociable, pero desde su radical autoposesión: el amor unifica respetando las diferencias, queriendo que \»el otro\» sea plenamente lo que es como persona y realizándose también así el que ama como persona.
Esta realidad simple, dotada de operación inmanente por la que se autoposee y esto en apertura -conocimiento, amor y libertad- es lo que llamamos espíritu. Y al sujeto ontológico que \»subyace\» a esta realidad, persona.
Pero estas contraposiciones no significan radical heterogeneidad entre espíritu y materia: son modos de realizar algo común: ambas son realidad; ambas actúan; ambas tienden a la interiorización e inmanencia; ambas tienden a la unidad.
Los aspectos comunes permiten interpretaciones con apoyaturas divergentes: materialistas, espiritualistas, dualistas en sus varias expresiones. Desde una visión cristiana del hombre, cabe proponer un espiritualismo equilibrado que, reconociendo el estatuto ontológico de la materia, la ve desde el espíritu.
Esta hipótesis -ya metafísica- depende de dos supuestos: la concepción dinámica de la realidad -lo que el principio clásico formulo así: \»el ser es acción\»- y el supuesto de que es ser es tanto más ser cuanto más uno -\»ens et unum convertuntur\», rezaba el aforismo clásico-.
Con esta doble aceptación, podemos afirmar que el ser se dará en plenitud allí donde la realidad sea operativa en unidad. Y esto acontece en el espíritu. La materia es \»espíritu en ciernes\»: imita al espíritu sin llegar a él. Las Ciencias sufragan esta concepción de la materia, al concebirla como un ensamblaje dinámico en camino de progresiva integración. El mejor sentido de esto es la evolución, que así vendría a apoyar la hipótesis metafísica propuesta.
Hay que reconocer a la materia el poder ascensional de llegar a la espiritualización que tiene en el hombre. Si bien, es justo reconocerlo, en él persiste una dualidad específica; querámoslo o no, existe una doble serie de actividades y de poderes; doble, si bien siempre coordinada e interpenetrada.
Desde aquí se puede postular coherentemente un Espíritu Originario que en la Creación haya otorgado a la materia ese poder ascensional.
¿Cuál es la función de este Espíritu en la hominización? – La Teología cristiana habla de una intervención especial de Dios en el origen del alma como \»sustancia\» de suyo independiente del cuerpo. El lenguaje, en lo que depende de la filosofía griega, dualista, no es esencial a ninguna concepción religiosa. Se pone de relieve, eso sí, la diferencia ontológica del hombre y el animal. En toda concepción religiosa se subraya este \»hiatus\».
Pero el \»hiatus\» no significa que el \»espíritu humano\» pueda darse sin la materia de la que surge y cuya evolución corona. La misma filosofía clásica habla de una \»relación trascendental\» del alma al cuerpo, lo que expresa su esencial unidad.
La evolución sólo ha producido este «espíritu encarnado» que es el hombre. Y la realización del espíritu en el hombre sugiere la posibilidad de realizaciones ya independientes de la materia: la «abstracción» cognoscitiva y el «ascetismo» de la voluntad que puede dominarse, son muestras de ello.
- Teleología además de teleonomía
La intervención de Dios en el mundo -lo que se llama «Creación»- añade una connotación religiosa al concepto metafísico de «participación»: es una «participación» total -«ex nihilo», sin receptáculo previo- libre y amorosa.
En esta concepción está en juego el «orden finalístico» o «teleológico», el propio de la causa final. Un concepto tomado por analogía de la actividad consciente del hombre que actúa por un fin que la inteligencia preestablece y ordena los medios conducentes a él. ¿Cabe trasponer esta noción de «finalidad» como principio al mundo físico? ¿Nos remite, entonces, el mundo físico a una Inteligencia que lo explique?
La primera pregunta no es de la incumbencia del «científico», que debe establecer sus hipótesis explicativas del mundo sin contar con la «teleología». Le basta apoyarse en la causalidad eficiente y reconocer la «teleonomía» de la evolución: la inteligencia humana como término de la misma. Es la Filosofía la que prolonga los datos biológicos, pero respondiendo a otros principios. Como el artista ve más en el paisaje que el naturalista, en función de la actitud en que previamente se sitúa. Más aún si el filósofo se sitúa en una perspectiva de fe que le habla de un designio amoroso y providente de Dios.
Para explicar la vida, no había antes hipótesis que saltaran el hiato existente entre la Química orgánica y la Biología propiamente tal. De ahí que se recurriera a “principios vitales” –en el fondo a causas finales- para explicar lo que no resultaba claro desde la causalidad eficiente.
Tras el descubrimiento de las características de ácido desoxirribonucleico (ADN), no se pueden rechazar por principio aquellas hipótesis científicas que intentan explicar analíticamente el surgir y constituirse de los organismos a partir de la materia inorgánica sin apelación a factores específicamente teleológicos. Como Kant advirtió, en las hipótesis científicas no tienen por qué ingerirse principios extraños de índole teleológica.
Monod explica las hipótesis biológicas en términos de “azar y necesidad”. No entiende por “azar” la simple conjunción casual de líneas causales. Propone más bien lo contrario: algo conocido por la ciencia positiva pero intrínsecamente indeterminado en sí: la estructura indudablemente tautómera de las cuatro bases nitrogenadas del ADN y el carácter “estadístico” de los principios de la Termodinámica. La consecuencia es el “error inevitable” que se produce eventualmente –como el error del mejor tipógrafo- en la transcripción cifrada del mensaje genético. Así entendido, el “azar” presupone una “necesidad” (la invariancia reproductiva) esencialmente afectada a su vez por un coeficiente de azar que se incorpora a una nueva necesidad: la que se expresa en la “selección natural” de Darwin, entendida no como “lucha por la vida”, sino como supervivencia de lo más apto.
Como hipótesis científica, tiene hoy su reconocimiento. A lo que ya no puede concedérsele derecho en ninguna buena metodología es a erigirse en la única explicación filosófica aceptable.
Desde luego, en la hipótesis de Monod quedan muchos enigmas por resolver: el mismo surgir del ADN; su interrelación con el carácter “cibernéticamente” enzimático de las proteínas, que son catalizador necesario de su surgir a la vez que ellas mismas resultan de la información contenida en él; el surgir ulterior de la estructura celular con su membrana individualizadora, el surgir aún posterior de la bisexuación, factor decisivo en el enriquecimiento hereditario, sin el cual no es concebible el desarrollo superior de la vida… Sobre todo resulta siempre enigmática la alta improbabilidad de todos estos acontecimientos en el tiempo limitado (de dos a tres mil millones de años) en que todo ha tenido que tener lugar.
Monod no habla de teleología, sino de “teleonomía” como de algo indudable en el organismo viviente y aún en sus antecedentes bioquímicos. En la “teleonomía”, el “télos” es sólo resultado, no es propiamente “principio” que determine y especifique la acción de los elementos por los que viene a resultar. Y así, la inteligencia ha sido el término del proceso evolutivo, pero no puede hablarse de que el proceso mismo estuviera finalísticamente ordenado por una Inteligencia superior.
La filosofía sí propone una “teleología”, además de reconocer la “teleonomía” que la Ciencia nos aduce. Y contribuye así a mostrar lo que hay de razonable en la fe religiosa en la Creación. Para justificar la \»teleología\», seguiremos un proceso en dos momentos:
1º.- El fin es también “principio” que preside todo el resultado, sobre todo, desde una visión \»holista\».
2º.- La teleología hay que relacionarla con una inteligencia.
El fin como «principio»
La palabra “principio” tiene un doble significado. Principio significa comienzo, el momento inicial de un proceso en el tiempo; la digestión, por ejemplo, principia con la masticación y se desenvuelve luego en momentos sucesivos del tiempo. Pero principio significa también fundamento lógico: es la razón que explica un proceso y le da sentido haciéndolo inteligible. Desde este punto de vista, el principio de la digestión no es la masticación, sino la transformación en sangre de los productos orgánicos ingeridos. El principio es aquí la última etapa de todo el proceso: es su fin y su término. Ahora bien, sobre ese término o fin descansa lógicamente todo el proceso. Lo último en el tiempo es lo primero en la jerarquía lógica.
Nos situamos ante el mundo natural desde una perspectiva “holista”. El vocablo “hólos” significa “todo”, “entero”, completo”. Designa un modo de considerar ciertas realidades –y a veces todas las realidades en cuanto tales- primariamente como “totalidades” y secundariamente como compuestas de ciertos elementos o miembros. El holismo afirma que las realidades de que trata son primeramente estructuras. Los miembros de tales estructuras se hallan funcionalmente relacionados entre sí.
Pues bien, desde una visión así de la realidad, y teniendo en cuenta que el resultado de la conjugación de procesos es algo esencialmente más perfecto que la simple suma de sus componentes, el resultado no podrá tenerse como simple término, sino que se constituye en “principio” o “fundamento lógico” más radical que presta inteligibilidad al todo.
Relación de “teleología” e inteligencia
Partiendo del primado de la conciencia en el mundo, argüiríamos así: resultan mayores y más perfectas en la relación de medios–fines las obras de la morfogénesis vital que las de la técnica y arte humanos. Pero éstas son inexplicables, como sabemos, sin la preconcepción inteligente. Luego no cabe dar por plenamente explicada la morfogénesis vital por un principio inconsciente, inferior a la inteligencia.
Un segundo argumento cabe establecer todavía: La conciencia es un “más” esencial y no simplemente gradual. Pero, si lo más no sale de lo menos… es que ya estaba en un principio presidiendo la evolución del proceso morfogenético que ha culminado en la conciencia. El materialismo dialéctico explica la diferencia y superioridad de la conciencia por “saltos cualitativos” a los que se llega mediante los “saltos cuantitativos”. Pero esta concepción presupone precisamente la no esencial superioridad de la conciencia.
Queda abierta la problemática relativa al mal físico -o «disteleología»- y su compatibilidad con el \»designio\» últimamente amoroso de la Creación. En relación con esta temática, desborda, sin embargo, el marco propuesto para esta sesión.
Luis Ángel Iturrioz es Misionero Claretiano, Licenciado en Filosofía por Salamanca y Doctorado en Filosofía por la Universidad de Zaragoza. Su docencia se ha desarrollado, entre otros lugares, en el Estudio Teológico Claretiano, la Universidad Pontificia Comillas, el Centro de Estudios San Dámaso y el Seminario de Toledo.