Componente inseparable de nuestra espiritualidad matrimonial es la fidelidad que nos tenemos. Fidelidad manifestada cuando decidimos ser sacramento y nos prometimos «ser fíeles en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad». Fidelidad expresada como un signo de entendimiento y vivencia personal que nos hace sentirnos más cercanos y acogidos entre nosotros y nos permite soñar en un amor desinteresado, desprovisto de cualquier atisbo de interés, encaminado a «engrandecer a mi cónyuge para así ser yo más persona».
Si nosotros, como matrimonio, somos sacramento vivo, si con nuestro amor somos un exponente claro del amor que Dios tiene a todos los hombres, hemos también de ser seguidores de la fidelidad que Él manifiesta a sus antiguas promesas: «Brande es su amor hacia nosotros y su fidelidad dura por siempre» (Sal. 116).
Durante nuestro noviazgo (llevamos 28 años de casados) ya soñábamos en cómo iba a ser nuestro matrimonio: una pareja feliz y en relación acogedora, abierta y disponible hacia los demás. Sueño que, aún hoy, permanece en nosotros y que nos anima a seguir luchando por conseguirlo, a pesar de los altibajos que la vida diaria nos presenta. Al principio, entendíamos la fidelidad, que conlleva todos aquellos sueños, de diferente forma a como lo vemos ahora. Estábamos más cerca de la letra que del espíritu de la propia fidelidad. La fidelidad era lo contrario al engaño y poco más. El paso del tiempo, nuestro compromiso cristiano, nos hizo ver que sernos fíeles tenía un significado mucho más profundo.
Hoy nuestro sentido de fidelidad nos supone estar presentes uno en la vida del otro, a diario, en las pequeñas cosas, aunque no pueda materializarse en una presencia física. Para nosotros, ser fíeles significa mantener una relación íntima, profunda y responsable; es compartir nuestras vidas, no sólo en lo material sino en la acogida y escucha diarias; es poder expresarnos, libremente y sin temores, lo que está pasando por nuestra cabeza y por nuestro corazón. Ser fieles nos supone descubrirnos débiles e inseguros y compartir nuestros sentimientos más profundos, tanto positivos como negativos («en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad»), en la confianza de que el otro me acoge y me escucha. Ser fieles es aceptar sanarnos, sabernos pedir perdón y perdonar.
En definitiva, nosotros somos fieles uno al otro a medida que tratamos de dar permanente respuesta a los preguntas: ¿Quién soy yo para ti? ¿Quién eres tú para mí? Respuestas que nos conducen a vencer la tendencia de «ver» para «creer» (sí me das…, si haces…, entonces creeré) y pasar a una situación de vivir creyendo permanentemente en ti (a pesar de todo). Es un buscar, buscarnos y vivir juntos en relación, con nosotros y con el Padre. Es amarnos por encima de cualquier situación siendo conscientes de que los dos, con Su ayuda, somos lo más importante en nuestra vida.
Ser fieles, en este concepto, no nos es fácil. La fidelidad es una meta, difícil pero alcanzable. Es un estadio que nos supone luchar de manera constante y enérgica, cayendo y levantándonos; pero con la confianza de que no estamos solos, de que otros nos ayudan, de que el Padre nos sonríe y nos apoya.