Una amiga mía cuenta esta historia. Creció con cinco hermanos y un padre alcohólico. El efecto del alcoholismo de su padre fue devastando a su familia. He aquí cómo cuenta la historia:
“Para cuando mi padre murió, su alcoholismo había destruido a nuestra familia. Nosotros, niños, nunca más pudimos hablar unos con otros. Habíamos sido llevados por separado a diferentes partes del país y no teníamos nada que hacer entre nosotros. Mi madre era una santa y continuó intentando a través de los años tenernos reconciliados unos con otros, invitándonos a juntarnos para el Día de Acción de Gracias y Navidad, y fiestas semejantes; pero eso nunca resultó. Todos sus esfuerzos fueron inútiles. Nos odiábamos mutuamente. Entonces, cuando mi madre yacía en cama muriendo de cáncer, en un hospital para enfermos terminales, postrada en el lecho y finalmente en coma, nosotros, sus hijos, nos reunimos alrededor de su lecho, viéndola morir; y ella, imposibilitada e incapaz de hablar, pudo realizar lo que no había podido llevar a cabo a través de todos aquellos años en que podía hablar. Viéndola morir, nos reconciliamos”.
Todos hemos conocido historias parecidas de personas en su agonía, cuando además estaban imposibilitadas de hablar o actuar, impactando poderosamente, más poderosamente de lo que nunca hicieron de palabra u obra a los que estaban alrededor, derramando una gracia que bendecía a sus seres queridos. A veces, por supuesto, esto no trata de reconciliar a una familia sino de fortalecer poderosamente su unidad existente. Tal fue el caso de la historia de una familia contada por Carla Marie Carlson, en su libro La gracia de cada día. Su familia estaba ya fuertemente unida, pero Carlson cuenta cómo la agonía de su madre fortaleció esos lazos familiares y favoreció a todos los demás que fueron testigos de su muerte: “Aquellos que aprovecharon la ocasión de estar con mi madre durante ese viaje me han dicho que sus vidas fueron cambiadas para siempre. Fue un momento singular que siempre guardaremos como un tesoro. Las lecciones de aceptación y coraje fueron abundantes mientras ella luchaba con la realidad de un cuerpo moribundo. Aquello fue dramático e intenso; pero, aun así, lleno de paz y gratitud”. La mayoría de los que alguna vez han estado velando alrededor de un ser querido que estaba muriendo, pueden compartir una historia parecida.
Hay aquí una lección y un misterio. La lección es que nosotros no sólo hacemos unos por otros cosas importantes e impactamos las vidas de los otros por eso que hacemos activamente; también hacemos unos por otros cosas que cambian nuestras vidas en lo que absorbemos pasivamente en debilidad. Este es el misterio de la pasividad que vemos, paradigmáticamente, agotado en lo que Jesús hizo por nosotros.
Como cristianos, decimos que Jesús dio su vida por nosotros y que dio su muerte por nosotros, pero tendemos a pensar en esto como una y misma cosa. No es así. Jesús dio su vida por nosotros a través de su actividad; y dio su muerte por nosotros a través de su pasividad. Estos fueron dos momentos separados. Como la mujer descrita anteriormente que intentó durante años tener a sus hijos reconciliados entre sí por su actividad -por medio de sus palabras y acciones- y después cumplió al fin eso por la debilidad y pasividad en su lecho de muerte, así también Jesús. Durante tres años intentó de todas maneras hacernos comprender el amor, la reconciliación y la fe, sin conseguir el total efecto. Después, en menos de 24 horas, en su debilidad, cuando no podía hablar, en su agonía, aprendimos la lección. Jesús y su madre fueron capaces, en su debilidad y pasividad, de dar al mundo algo que fueron incapaces de darnos de hecho en su fortaleza y actividad.
Por desgracia, esto no es cosa que nuestra cultura actual -con su énfasis en la salud, productividad, éxito y poder- entienda mucho. Ya no entendemos ni valoramos mucho la poderosa gracia que nos transmite alguien que está muriendo de una enfermedad terminal; ni la poderosa gracia presente en una persona con una discapacidad, ni tampoco la gracia presente en nuestras propias discapacidades físicas y personales. Ni hacemos mucho por entender lo que estamos dando a nuestras familias, amigos y compañeros cuando, en impotencia, tenemos que absorber el desdén, las desatenciones y la incomprensión. Cuando una cultura empieza a hablar de la eutanasia es un infalible indicio de que ya no entendemos más la gracia en la pasividad.
En sus escritos, Henri Nouwen hace una distinción entre lo que él llama nuestros “logros” y nuestra “productividad”. Los logros provienen más directamente de nuestras actividades. ¿Qué hemos realizado positivamente? ¿Qué hemos hecho activamente por otros? Y nuestros logros cesan cuando ya no somos activos. La productividad, por otra parte, va mucho más allá de lo que hemos realizado activamente y es causado tanto por lo que hemos absorbido pasivamente como por lo que hemos producido activamente. La familia descrita anteriormente se reconcilió no por los logros de su madre, sino por su productividad. Tal es el misterio de la pasividad.
Pierre Teilhard de Chardin, en su clásico espiritual El medio divino, nos dice que deberíamos ayudar al mundo a través de las actividades y las pasividades, a través de lo que damos activamente y a través de lo que absorbemos pasivamente.