¡Qué discutible y criticable eres, Iglesia, y sin embargo, cuánto te quiero!
Cuánto me haces sufrir, y sin embargo, cuánto te debo.
Quisiera verte tambalear, que te transformaras a fondo,
y sin embargo, tengo necesidad de tu presencia.
Escucho la voz de los jóvenes con los que trabajo,
de las parejas que acuden a los cursillos de novios,
de algunos de nuestros catequistas y monitores,
de personas comprometidas en voluntariados, y en la comunidad cristiana,
incluso de hermanos religiosos:
– No me gusta esta Iglesia que está tan cerca de los ricos, tan llena de riquezas
– No me gusta esta Iglesia tan cargada de leyes, normas y prohibiciones,
que tantas veces olvida la misericordia y la felicidad de sus hijos
– No me gusta esta Iglesia que se cree con la verdad en exclusiva
y que a veces tanto le cuesta dialogar humildemente
– No me gusta esta Iglesia que tan bien se lleva con el poder
y tan lejos está muchas veces de los más pobres
– No me gusta esta Iglesia tan preocupada por las liturgias, las ceremonias,
los actos multitudinarios, y tan poco preocupada por ser levadura, luz y sal
– No me gusta esta Iglesia tan bien adiestrada en ver todo lo negativo,
en ser ave de mal agüero, en vez de darnos motivos para la esperanza
– No me gusta esta Iglesia donde se dice que “todos somos Iglesia”
pero las decisiones las toman sólo unos pocos.
– No me gusta esta Iglesia llena de bautizados que se conforman con “oír misa”
y acudir a los sacramentos, pero tan poco empeñados en seguir a Jesucristo,
en imitar su vida, en formar comunidades vivas, cálidas, significativas,
en transformar este mundo en otro.
– …
Esta Iglesia, también a mí, me ha escandalizado mucho,
y sin embargo, me ha hecho entender la santidad.
Yo he encontrado a Jesucristo Vivo gracias a ella.
He visto los mejores testimonios en muchos de sus hijos
que viven calladamente entregados a los demás,
a los que nadie quiere, a “los que sobran”.
Nada he visto en el mundo más oscurantista, más descomprometido, más falso;
y nada he encontrado más lleno de vida, más generoso, más valiente, más bello.
Cuántas veces he tenido ganas de darte un portazo, de gritar enfadado mis protestas,
y cuántas veces he agradecido que estuvieras ahí,
que elevaras tu voz libre, que abrieras caminos en la noche,
que soplaras Buenas Noticias en medio de las noches oscuras,
que fueras constructora de puentes, maestra del diálogo y la escucha…
No, no puedo librarme de ti, porque soy tú, soy parte de ti.
Y después ¿dónde iría? ¿a construir otra?
Pues no podría levantar la Comunidad perfecta que sueño, tendría muchos,
los mismos defectos: los míos, los que llevo dentro por estar hecho de barro.
Y si me atreviera a comenzar otra (¡que vergonzosa y soberbia pretensión!)
sería «mi» Iglesia, no la de Cristo.
Tengo suficiente sentido común como para darme cuenta
de que no soy más infalible ni más perfecto que los demás.
Por eso te quiero, Iglesia. Te intento querer como eres.
Pero con todo el cariño y con toda la humildad,
lucharé para que seas mucho mejor reflejo de Cristo y de su Evangelio.
Porque te quiero, Iglesia, te quiero y rezo para que seas mucho mejor,
para que todos nosotros, pueblos de Dios, caminemos alegres en la esperanza
y firmes en la fe, comunicando al mundo el gozo del Evangelio (Plegaria Va).
Amén
Enrique Martínez