Cualquier cosa que no te mata te hace más fuerte. Ese es un axioma piadoso que no siempre se cumple. A veces, llega el mal momento y no aprendemos nada. Esperamos que este mal momento actual, el Covid-19, nos enseñará algo y nos hará más fuertes. Mi esperanza es que el Covid-19 nos enseñará algo que las anteriores generaciones no necesitaron que les enseñaran, sino ya conocían a través de su experiencia vivida; esto es, que no somos invulnerables, que no estamos exentos de la amenaza de enfermedad, desfallecimiento y muerte. En resumen, todo lo que nuestro mundo contemporáneo puede ofrecernos sobre tecnología, medicina, nutrición y aseguración de todo tipo no nos exime de la fragilidad y la vulnerabilidad. El Covid-19 nos ha enseñado eso. Igual que todos los demás que alguna vez han pisado esta tierra, nosotros también somos vulnerables.
Tengo suficientes años para haber conocido una anterior generación cuando la mayoría de la gente vivía con mucho miedo, no todo ello saludable, pero sí todo ello real. La vida era frágil. Dar a luz a un niño podía significar tu muerte. Una gripe o un virus podía matarte, y tenías poca defensa contra ello. Podías morir joven de una enfermedad del corazón, cáncer, diabetes, mala higiene y docenas de otras cosas. Y la naturaleza misma podía representar una amenaza. Tormentas, huracanes, tornados, sequía, peste, rayo: todos ellos eran de temer porque estábamos por lo general indefensos contra ellos. La gente vivía con una sensación de que la vida y la salud eran frágiles, que no debían ser dadas por supuestas.
Pero más tarde aparecieron las vacunas, la penicilina, mejores hospitales, mejores medicinas, parto más seguro, mejor nutrición, mejor vivienda, mejor servicio sanitario, mejores carreteras, mejores coches y mejor sistema de seguros contra todo: desde la pérdida del trabajo, a la sequía, las tormentas, la peste, los desastres de cualquier clase. Y junto con eso, llegó una sensación siempre creciente de que estamos a salvo, protegidos, seguros, diferentes que en anteriores generaciones, capaces de cuidar de nosotros mismos, ya no tan vulnerables como estaban las generaciones anteriores a nosotros.
Y en gran medida eso es cierto, al menos en cuanto a nuestra salud física y seguridad. De muchas maneras, somos mucho menos vulnerables que las generaciones anteriores. Pero, como el Covid-19 ha hecho evidente, esto no es un puerto totalmente seguro. A pesar de mucha repulsa y protesta, hemos tenido que aceptar que ahora vivimos como hicieron todos antes que nosotros, esto es, como incapaces de garantizar la propia salud y seguridad. Por todas las horribles cosas que el Covid-19 nos ha hecho, ha ayudado a desvanecer una ilusión, la ilusión de nuestra propia invulnerabilidad. Somos frágiles, vulnerables, mortales.
A primera vista, esto parece una cosa mala; no lo es. La desilusión es el desvanecimiento de una ilusión, y hemos estado durante demasiado tiempo (y demasiado volublemente) viviendo una ilusión, esto es, viviendo bajo un paño de falso hechizo que nos tiene creyendo que las amenazas de lo antiguo ya no tienen el poder de tocarnos. ¡Y qué equivocados estamos! En el momento de este escrito hay 70.1 millones de casos de Covid-19 divulgados por el ancho mundo y ha habido más de 1.6 millones de muertes por este virus. Además, las tasas más altas de infección y muerte han estado en aquellos países que consideraríamos los más invulnerables, países que tienen los mejores hospitales y los más altos estándares de medicina para protegernos. Eso sería una llamada de atención. Por todas las cosas buenas que nuestro mundo moderno y posmoderno pueda darnos, al final no puede protegernos de todo, aun cuando nos dé la sensación de que puede.
El Covid-19 ha sido un cambiador de juego; ha desvanecido una ilusión, la de nuestra propia invulnerabilidad. ¿Qué hay que aprender? En resumen, que nuestra generación debe tomar su lugar con todas las otras generaciones, reconociendo que no podemos dar por supuesta la vida, la salud, la familia, el trabajo, la comunidad, el viaje, la recreación, la libertad de reunión y la libertad de acudir a la iglesia. El Covid-19 nos ha enseñado que no somos el Señor de la vida y que la fragilidad es aún el lote de cada uno, aun en un mundo moderno y posmoderno.
La teología y la filosofía de interpretación cristiana clásica han enseñado siempre que, como humanos, no somos autosuficientes. Sólo Dios lo es. Sólo Dios es “ser autosuficiente” (Ipsum esse subsistens, en la filosofía clásica). Los demás somos contingentes, dependientes, interdependientes… y lo suficientemente mortales para temer la nueva cita con nuestro médico. Las generaciones anteriores, porque carecían de nuestro conocimiento médico, de nuestros médicos, de nuestros hospitales, de nuestros patrones de higiene, de nuestras medicinas, de nuestras vacunas y de nuestros antibióticos, sintieron existencialmente su contingencia. Sabían que no eran autosuficientes, y que la vida y la salud no podían darse por supuestas. Yo no les envidio nada del falso temor que vino con eso, pero sí les envidio no vivir bajo un manto de falsa seguridad. Nuestro mundo contemporáneo, por todas las buenas cosas que nos da, nos ha adormecido en términos de nuestra fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad. El Covid-19 es una llamada a despertarnos, no sólo al hecho de que somos vulnerables, sino especialmente al hecho de que no podemos dar por supuestos los preciados dones de salud, familia, trabajo, comunidad, viaje, recreación, libertad de reunirnos y (sí) incluso de acudir a la iglesia.