La Intercesión de María.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.María es madre. Es La Madre por excelencia. Y esto la conviene en la intercesora por excelencia, aquella a quien nos dirigimos deforma espontá­nea mientras se desgrana en nuestros labios una petición de ayuda, de consuelo, de luz para nuestras vidas, sin tener que hacer el menor es­fuerzo. Yes lógico porque, en realidad, es como un reflejo espontáneo de nuestra estructura y vi­da familiar.

fero no se trata sólo de una experiencia que cuenta con una amplísima base humana. También contamos con una base bíblica muy consistente. Si echamos una ojeada a la historia de Israel, la fi­gura del intercesor ha jugado un papel decisivo desde los orígenes de la fe israelita: Abraham, que intercede repetidas veces ante Yahvé en favor de Sodoma y Gomorra; o Moisés, que interviene en favor de su pueblo para eludir el castigo divino; los grandes profetas, que no sólo eran los porta­dores de la Palabra de Dios, sino aquellas figuras que, por su cercanía y dedicación a Dios, eran convocados y consultados para obtener la gracia de Dios.

En el caso de María, es enormemente signifi­cativo el episodio de Cana.«No tienen vino», re­cuerda la mirada atenta a los detalles y cuidadosa, en que se refleja la sensibilidad femenina de Ma­ría y su actitud maternal. Y luego, «Haced lo que El os diga». Es sabido que este episodio del evan­gelio de Juan está muy teologizado y cargado de símbolos como para hacer sólo una lectura lineal y simple. La misma frase de María, no es sino la fórmula típica que se empleaba en Israel para re­novar la alianza con Yahvé: «Haremos todo cuan­to ha dicho Yahveh» (Cf. Ex. 19,8; 24,3.7). Aún así, no cabe pensarlo al margen de esa función in­tercesora de la Virgen María, que también cabe vislumbrar en el episodio de la Visitación (Juan Bautista santificado en el seno de su madre por mediación de María).

Así lo interpretó la primera tradición cristiana. De hecho, la oración más antigua que se conser­va dirigida a la Virgen María, el tropario «Bajo tu amparo…», que los estudiosos lo remontan hasta el siglo III, tiene este estilo de pedir a María su in­tercesión ante las necesidades humanas, y estamos en un tiempo anterior a que el Concilio de Éfeso (431) definiera la maternidad divina de María.

Una mirada a la historia

Conforme la Tradición cristiana fue perfilan­do la misión y las virtudes de María -y aquí es pre­ciso mencionar la labor enorme de los Santos Pa­dres de la Iglesia-, este papel intercesor de María se fue desarrollando y amplificando.

Cuando, con la espiritualidad jansenista (a partir del s .XVII), se difundió una imagen lejana y justiciera de Dios, este papel se desarrolló mu­cho. No se olvide que la liturgia en latín ya esta­ba distante del pueblo, y había nacido como al­ternativa la religiosidad popular, en la que María ocupa un lugar central. Por todo ello llegaba a pa­recer como si necesitásemos de María para poder llegar a Cristo, siendo así que Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres y la colabora­ción de María en la obra salvífica de Dios no se puede deformar hasta el punto de situar a Nues­tra Madre como mediación necesaria entre Jesús y nosotros.

En vísperas del Vaticano II, había una fuerte corriente de teólogos que proponían se definiera como dogma la actividad de María como corredentora, la mediación universal de María en orden a la distribución de la gracia divina. El Vaticano II, dado su talante pastoral más que dogmático, no cumplió las expectativas de esta corriente pero, en realidad, abrió nuevos horizontes. En primer lugar porque, al recuperar la teología paulina se­gún la cual la acción salvadora de Cristo no se re­duce al acontecimiento de la Cruz sino a todo el arco salvífico (creados en Cristo, redimidos por Cristo, destinados a ser recapitulados en Cristo) como se muestra en los himnos de Colosenses (1, 12-20) o Efesios (1, 3-10), redimensionó de tal ma­nera el marco de la obra salvífica de Cristo que ya ni siquiera tenía sentido intentar hacer de María un paso intermedio necesario.

No se nombra a María con los apellidos de ‘corredentora’ o similares, que son expresamente evitados para no pronunciarse en tesis teológicas discutidas. Se prefiere terminología bíblica: ‘escla­va del Señor1 ‘Hija de Sión’, ‘soda del Redentor’. María se presenta en este aspecto como una cola­boradora eficaz: «Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG 62) estos son los títulos que uti­liza el Concilio, aunque añade: «pero han de en­tenderse de tal manera que no reste ni añada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador» (LG 62). Con la proclamación solemne de María como Madre de la Iglesia, como tipo, como prefigura­ción y realización del ideal eclesíal de virginidad de maternidad y del carácter esponsal de la mis­ma Iglesia (nn. 63 y 64 de la LG), el Concilio abre una vía importantísima para entender mejor la función de María en relación con los creyentes.

No es fácil conectar este lenguaje teológico con nuestra vida cristiana. Intentemos, pues, una traducción concreta y que sirva para nuestra vida. En realidad el Vaticano II no ha alterado el valor de la intercesión de María. Podemos seguir diri­giéndonos a ella como nuestra Madre y con toda la confianza de siempre. Lo que ha variado ha si­do el marco en que se debe comprender y vivir esta intervención de María.

Nuevo marco teológico          

Para conectar con Jesús no necesitamos de ningún intercesor, porque, bautizados en Cristo, hemos sido injertados en él y su vida fluye hasta nosotros como la savia de la vid nutre al sarmien­to. Somos su Cuerpo, y el es nuestra cabeza. Pre­cisamente por eso, somos intermediarios de la gracia de Dios los unos respecto de los otros, Dios cuenta con nosotros para difundir sus dones, para expandir el Reino, para predicar el Evangelio. Participamos del sacerdocio de Cristo. Y, en tan­tas ocasiones, nos convertimos en instmmento de Dios para que su gracia llegue a los que están le­jos de Él. Y esto lo decimos tanto de la Iglesia mi­litante como de la Iglesia triunfante. ¿Cómo no ha­cer extensiva – y con mucho mayor motivo – esta cualidad a María que, además, es Madre de todos? No se trata de conseguir más influencia en el mundo de Dios. Se trata de comprender que en María emerge una forma específica de vivir la fe, de responder a Dios; una manera que es la forma ideal, el modelo, el criterio: el prototipo. Esto sí que es específico suyo. Esto es lo que la Iglesia contempla, imita y sigue en María. Porque en la vía mariana de responder a Dios, se perfila un ca­mino de fe que garantiza la exclusión de los erro­res que, a veces, se han podido dar en la Iglesia. Su maternidad espiritual reside en que en ella emerge una forma decisiva para que podamos acoger los dones de la gracia divina, para que los frutos de la redención se vuelvan eficaces en nos­otros.
Dicho de otra forma, existe una manera ‘ma­riana" de ser cristiano: en la forma de acoger la Pa­labra, de aceptar la voluntad de Dios, de estar atento al Espíritu de Dios que nos habita, de vivir el amor y la caridad, de ser iglesia. Así, la interce­sión de María no se centra sólo en la lucha contra el pecado, lo que puede llegar a generar un cris­tianismo de mínimos. Se orienta a crecer en la gra­cia, a madurar en la fe: para santificarnos.

Y es lógico: una madre no sólo está para al­canzarnos dones inmerecidos, sino para ayudar­nos a madurar. Ella no ha sido un instrumento pa­sivo en las manos de Dios. Ofreció una coopera­ción responsable y activa a través de un servicio libremente expresado pleno de fe esperanza y ca­ridad (Cf. LG 53 y 56). Que se convierte en clave para que todos sus hijos aprendan a responder a Dios y a ofrecerlo vivo -como ella hizo- a los hombres de nuestro tiempo.

Así pues, la función maternal de María ni dis­minuye ni oscurece la mediación de Cristo, pero sí aporta una vía de respuesta, típicamente maria­na, en la que todo cristiano debe reflejarse. Y con ella sucede como con el Evangelio. No faltan cre­yentes que se quejan de que Cristo no cumple sus promesas, cuando son ellos los que se han que­dado fuera de la dinámica del evangelio y quieres pretender de Cristo que cumpla sus promesas es­tás fuera de órbita. Dios no de deja manipular. En cambio los santos ven a cada paso con cuánta puntualidad Jesús cumple lo prometido.

Quien trata de modelar su camino cristiano según María, se sitúa en la óptica adecuada y lo­gra que su conexión con ella sirva no a sus capri­chos sino al crecimiento del Reino de Dios. Tam­bién para pedirle a María todo lo necesario. Pero es que ya se ha identificado con la mirada de Dios.

Carlos García Andrade. cmf