La Lucha por la Santidad

    ¿Cómo se hace un santo? ¿Qué es ser santo? Una de mis definiciones favoritas procede de Soren Kierkegaard, quien una vez escribió estupendamente: “Ser santo es ‘querer la única cosa’”.

Eso parece sencillo, pero, como sabemos por experiencia, elegir algo con fidelidad es una de las cosas más difíciles que hay en el mundo entero. ¿Por qué?

Porque, como dice Santo Tomás de Aquino, cada opción es una renuncia. De hecho son mil renuncias. Sencillamente: Si eliges casarte con una persona, ya no puedes casarte  con ninguna otra; si eliges vivir en una ciudad, no puedes vivir en otra; y si decides emplear tu tiempo y energías en  un lugar, no puedes emplearlos en otro lugar. ¡No podemos tenerlo todo!

Y sin embargo eso es lo que queremos; lo queremos todo y estamos hechos para tenerlo todo.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Corre una anécdota sobre Teresa de Lisieux (Santa Teresita) con respecto a esto: Cuando tenía siete años, una de sus hermanas mayores, Leonie, había decidido de que ya era hora de dejar sus juguetes. Así pues, los recogió todos en una cesta y fue a la habitación donde estaban  jugando Teresa y su hermana Celina. Les dijo que cada una de ellas podría elegir un solo juguete de la cesta, y el resto se donaría a un orfanato. Celine elige una pelota de colores, pero Teresa se queda paralizada, incapaz de elegir, y en un momento dice espontáneamente: “¡Yo los elijo todos! ¡Yo los quiero todos!”

Henri Nouwen describió su propia lucha al tener que elegir: Quiero ser un gran santo    – escribió-,    pero también quiero experimentar todas las sensaciones que sienten los pecadores;  quiero pasar largas horas en oración, pero no quiero perderme nada de la televisión; y quiero vivir en radical sencillez, pero también quiero tener un apartamento cómodo y confortable, libertad para viajar, y todo lo que necesito para ser un erudito y escritor profesional. ¡No es de extrañar que mi vida me sea pesada y agotadora! No es fácil estar decidido a ser santo  –o a ser un ser humano, en realidad.

Siempre me he enorgullecido, quizás con arrogancia y en detrimento propio, de  reconocer que la vida es compleja, que la naturaleza humana está patológicamente dividida en capas, y de que la ambigüedad es el fenómeno fundamental dentro de nuestro universo. Nuestro corazón y nuestro espíritu abrigan más cosas que las que honestamente admitimos. Por esta razón, he estado siempre a favor de autores que han intentado honestamente afrontar esto y ponerle nombre, maestros que no han negado o que han iluminado nuestra complejidad sexual, y espiritualidades que se han tomado en serio el hecho de que, dada la naturaleza humana en toda su grandeza, no debiéramos estar tan sorprendidos al ver en nuestro mundo tal cantidad de celos y envidia, depresión nerviosa, cólera y violencia. Incluso nuestras relaciones más íntimas no son sencillas tampoco. Acarreamos demasiada complejidad, demasiadas heridas, demasiado  deseo de grandiosidad, de modo que, como dice James Hillman, la primera función de cualquier familia  es ayudarse unos a otros a cargar con las patologías de sus miembros.  

La vida no es simple y por ello podemos estar agradecidos; entre otras razones, por la forma misma en que estamos hechos. Llevamos dentro de nosotros mismos la imagen y semejanza de Dios. Eso es mucho más que un hermoso icono grabado en nuestra alma. Es un fuego divino, una ávida energía, un apetito loco, un incesante anhelo, una torpe parálisis cuando intentamos elegir. Como dice el autor del Eclesiastés: Dios ha puesto eternidad dentro de nosotros, de forma que no estamos sincronizados con las épocas de principio a fin. Somos complicados, no siempre satisfechos, y, como Teresa de Lisieux, no nos gusta elegir. ¡En cambio, lo queremos todo! Todas las espiritualidades que captan la naturaleza humana tienen eso muy en cuenta.

Entones, ¿a dónde nos dirigimos?

Al final, a pesar de nuestra complejidad, tenemos que ser santos.  León Bloy (el filósofo francés que fue tan decisivo en ayudar a Jacques y a Raissa Maritain a abrazar la fe) una vez resumió en una sola línea un comentario entero sobre espiritualidad y vida: “En el fondo, no hay más que una tristeza humana, la de no ser santo”.  Cuanto más avanzamos en edad, más nos damos cuenta de lo realista e importante que es esa verdad. La verdadera tristeza no tiene más que una fuente.

Pero hacerse santo implica un costo real: Elección difícil,  compromiso serio,  resolución inquebrantable,  “querer la única-cosa”, renunciar a todo lo que nos estorba en el camino, sudar sangre para permanecer fiel, y mantener el ascetismo emocional, sexual y espiritual necesario para proteger tal elección.

Naturalmente, no deberíamos intentar lograr esto de modo simplista, de manera que neguemos la complejidad de nuestras almas y de nuestros cuerpos, pero tampoco deberíamos permanecer paralizados frente a la complejidad, racionalizando que la cosa es demasiado complicada y que justamente  nos atormentamos demasiado para elegir.

En algún momento tanto nuestro aplazamiento de una decisión como la racionalización tienen que acabar, tenemos que escoger, aceptar las penosas renuncias que van  implícitas en esa decisión, y “querer la única-cosa”, Dios y el servicio fiel a los otros, porque finalmente nuestra tristeza procede del hecho de que  todavía no somos santos.