El símbolo pascual más emblemático es el Cirio; representa la Luz, que es Cristo. El fuego bendecido, del que se prende el cirio, evoca el inicio de los tiempos, la creación de las lumbreras del cielo, la marcha del pueblo de Israel por el desierto, conducido por la columna de nube durante el día, columna de fuego por la noche.
En el pregón pascual se canta a la luz, que es Cristo.
inundada de tanta claridad
que, radiante con el fulgor del Rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla
que cubría el orbe entero
Ésta es la noche
en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.
Sabernos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz
No mengua al repartirla.
Te rogarnos, Señor, que este cirio,
se asocie a las lumbreras del cielo.
Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado.
La luz del Cirio Pascual irradia para siempre la Luz sin ocaso, la Luz del octavo día, del día pleno, en el que tiene lugar la experiencia de salvación, se abren los ojos a la fe, se reconoce al Maestro, se confiesa su divinidad, se cree en Él resucitado.
Al alba del primer día, muy de mañana, ángeles vestidos de blanco, con ropajes resplandecientes (Lc 24, 4), anuncian la resurrección de Cristo. Ya no habrá ocaso, la tiniebla no podrá nunca a la luz, Jesucristo es la Luz del mundo, quien se acerca a Él no vive en tinieblas.
Toda la experiencia pascual sucede en el mismo día, en el día octavo. Será en la madrugada a María Magdalena, (Mc 16, 9), a media mañana a las mujeres, cuando volvían del sepulcro (Mt 28, 9), al atardecer, a los discípulos en el cenáculo (Jn 20, 19), al declinar el día, a los de Emaús (Lc 24, 29), de noche, de nuevo a todos los discípulos (Lc 24, 36-40).
La luz que da lugar a la visión, al reconocimiento de Cristo resucitado, es interior y acontece cuando se mira la realidad de otra manera, girando sobre sí mismo y volviendo los ojos hacia quien se nos presenta bajo multitud de aspectos, permanentemente. El que cree ha encontrado y vive el día octavo de la creación, el día definitivo, en el que se le revela la mayor esperanza, la vida para siempre.