La mayor renuncia

    Dicen que no hay dolor más grande que ver morir a un hijo. Dicen que es lo peor que te pue­de pasar en vida, y que nadie que no lo haya su­frido puede siquiera imaginar lo que se siente. Ni con todo el esfuerzo de su alma y su imaginación. Dicen que lo natural es que los hijos sobrevivan a sus padres. Dicen que este dolor es especialmen­te intenso en ¡as madres, mucho más que en ¡os padres, porque para ellas un hijo no deja nunca de ser una parte de ellas.

Siempre me ha llamado la atención el papel de la Virgen María en la Pasión, muerte y Resu­rrección de su hijo. El dolor que debió de sentir fue tan grande que ha sido recogido por numero­sas cofradías, obras de arte, ensayos y oraciones, y por eso no me voy a extender porque nada pue­do decir que no haya sido dicho antes. Después de todo, ante el dolor sólo cabe una salida: sufri­miento. María es sin duda la persona que más su­fre por la muerte de Cristo, y, aun con los desma­yos y los lloros, nos da un gran ejemplo, agarrada a su fe y su amor.

La difícil renuncia

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Para una madre siempre es difícil y complica­do renunciar a un hijo, y la muerte es sólo la últi­ma renuncia, pero no la única. Empezando por el parto, momento desgarrado, y continuando con cada momento de la educación. Porque educar a un hijo es prepararle para que sea independiente, para que pueda vivir sin sus padres; es, a fin de cuentas, renunciar a él (que no abandonarlo). Pe­ro renunciar para darlo al mundo. Educar bien no es sólo un gesto desinteresado de rechazo del egoísmo que nos exige que renunciemos a nues­tros hijos, no es sólo una acción de amor por el hijo que estamos preparando. Es el amor por el mundo al que entregamos a nuestro hijo.

Madres posesivas

Conforme pasa el tiempo, conozco más y más madres que son incapaces de renunciar a ese ego­ísmo y aceptar esa renuncia. Madres que ahogan a sus hijos, que no les educan para volar libres, si­no para quedarse siempre bajo el manto de sus alas. He visto madres que asfixian a sus vastagos con sus propios miedos, que les enseñan a ence­rrarse en su pequeña burbuja, a huir, a temer, que les atan con cadenas que disfrazan de amor ma­ternal pero sólo esconden egoísmo de madres, Y he visto a hijos, ahogados sin saberlo, que creen saber lo que es el amor, pero no han sido educa­dos en la libertad, en el despego que conlleva el verdadero amor. Hijos que ven sus vidas conde­nadas sin saber por qué, creen que saben ser fe­lices cuando fueron educados para hacer feliz só­lo a su madre, y ése no es el camino a la felici­dad.

La auténtica libertad

Cuando a un Carlos le preguntaba qué quería hacer con su vida, su respuesta evidenciaba que su madre no había sabido renunciar a él, No le ha­bían enseñado a buscar su lugar en el mundo. No le habían enseñado a entregarse a los demás. Le habían inculcado que siempre debería cuidar de sus padres, que no debería alejarse nunca de ellos. Le habían maniatado. Cuando llegara el mo­mento en que sus padres le necesitaran realmen­te, aunque creyera que acudía junto a ellos por amor no sería así, porque el amor implica libertad (Dios se lo enseñó a Adán y Eva en el Paraíso). Su gesto de honra a los progenitores no estaría com­pleto.

Libertad y amor

Ojo, no es esto un alegato contra el cuarto mandamiento, sino un recordatorio de que no debe ir nunca reñido con el amor a todos los prójimos. Cuando unos padres enseñan a sus hi­jos a amar y a entregarse, cuando los padres mis­mos se entregan a sus hijos sin más motivo que el amor, los hijos acudirán gustosos a devolver el amor cuando sea necesario, cuando los padres les necesiten. Como Jesús atendió a la petición de María en Cana.

¿Qué habría sido de Jesús si María no hubie­ra renunciado a él? Aunque Jesús era Dios y su camino estaba claro, el Padre no eligió a María como madre por casualidad. Una-madre egoísta habría convertido a su hijo en un don nadie, un mojigato enterrado en su agujero y agarrado has­ta los sesenta a las faldas de su madre. Sólo la re­nuncia amorosa de María podía enseñar a Jesús a volar sólo y lejos, y hacer de él el gran hombre que fue.

María, y José, educaron a Jesús en el amor más grande, porque sólo cuando se ha recibido renuncia y amor en la infancia y juventud se pue­de ofrecer amor a los demás. Como padres, re­nunciaron a sí mismos por el bien de su hijo, y le enseñaron a renunciar. Ese amor, inmenso, fue la semilla del amor más grande que nunca se ha visto: el de Cristo por la humanidad. El amor de María, extraordinario, hace de la renuncia una bandera a seguir e imitar.
Gracias, mamá, por enseñarme a vivir.