Normalmente, a ninguno de nosotros nos gusta sentirnos tristes, pesarosos ni deprimidos. Por lo general, preferimos el brillo del sol a la oscuridad, la alegría a la melancolía. Por eso, tendemos a hacer todo lo posible por alejarnos de la melancolía, por mantener a raya la pesadumbre y la tristeza. Mayormente, huimos de los sentimientos que nos entristecen o atemorizan.
Por lo general, calificamos la melancolía y sus vástagos (tristeza, abatimiento, nostalgia, soledad, depresión, inquietud, remordimiento, sentimientos de pérdida, exigencias de nuestra propia mortalidad, miedo a los rincones secretos de nuestra mente y abatimiento del alma) como negativos. Y aun así, estos sentimientos presentan un aspecto positivo y tienen como finalidad ayudar a ponernos en contacto con nuestra propia alma.
Dicho sencillamente, nos ayudan a permanecer en contacto con aquellos espacios de nuestra alma a los que no solemos prestar atención. Nuestras almas son profundas y complejas, e intentar oír lo que están diciendo implica escucharlas en cualquier situación de nuestras vidas, incluso, y a veces especialmente, cuando nos sentimos tristes y sin ánimo. En la tristeza y la melancolía, el alma nos revela cosas a las que normalmente nos hacemos los sordos. De aquí que sea importante examinar el aspecto positivo de la melancolía.
Por desgracia, hoy resulta muy común ver la melancolía y la pesadumbre del alma como una pérdida de salud, como una pérdida de vitalidad, como una situación enfermiza, pero ese no es normalmente el caso. Por ejemplo, en muchos libros medievales y renacentistas sobre medicina, la melancolía era considerada como un regalo para el alma, algo por lo que uno necesitaba pasar en momentos claves de la vida con el fin de acceder a más profundidad y empatía. Esto, desde luego, no se refiere a la depresión clínica, lo cual resulta una verdadera pérdida de salud, sino a otras múltiples depresiones que nos arrastran hacia adentro y hacia abajo.
¿Por qué necesitamos pasar por ciertos tipos de melancolía para acceder a una madurez más profunda?
Thomas Moore, que trata con profunda agudeza sobre la manera como necesitamos escuchar más atentamente los impulsos y necesidades de nuestras almas, ofrece esta visión: “La depresión nos proporciona valiosas disposiciones que necesitamos con el fin de ser plenamente humanos. Nos da peso cuando llevamos nuestras vidas con excesiva ligereza. Ofrece cierto grado de formalidad. A la vez, nos va madurando de modo que crezcamos apropiadamente y no pretendamos ser más jóvenes de lo que somos en realidad. Nos hace crecer y nos da el rango de impresión y modo de ser humanos que necesitamos para gestionar la vida con seriedad. En las imágenes clásicas del Renacimiento encontradas en viejos textos de medicina y compilaciones de remedios, la depresión está representada como una persona anciana que lleva puesto un sombrero de ala ancha, en la sombra, sujetando la cabeza en sus manos”.
Milan Kundera, escritor checo, en su novela clásica La insoportable levedad del ser, se hace eco de lo que expresa Moore. Su heroína, Teresa, lucha por estar en paz con la vida cuando no es pesada, cuando hay demasiada luminosidad, brillo del sol y frivolidad, cuando la vida está privada del tipo de ansiedad que insinúa oscuridad y mortalidad. De ese modo, ella siempre siente la necesidad de la seriedad, por cierto abatimiento que señale que la vida es algo más que el simple florecimiento de la jovialidad y comodidad. Para ella, la luminosidad se equipara a la superficialidad.
En muchas culturas y por supuesto en todas grandes religiones del mundo, los periodos de melancolía y tristeza son considerados como caminos necesarios que se tienen que andar con el fin de profundizar en la comprensión de uno y llegar a la empatía. En realidad, ¿no es eso parte de la auténtica esencia de vivir el misterio pascual en el Cristianismo? Jesús, él mismo, cuando se estaba preparando para llevar a cabo el supremo sacrificio por amor, tuvo que aceptar dolorosamente que no existía ningún camino a la alegría del Domingo de Pascua que no supusiera la dureza del Viernes Santo. ¿Cómo puede ser bueno el Viernes Santo si la melancolía, la tristeza y la pesadumbre del alma son signos de que algo va mal en nosotros?
Así pues, ¿cómo podríamos mirar los periodos de tristeza y pesadumbre que hay en nuestras vidas? ¿Cómo podríamos hacer frente a la melancolía y a sus vástagos?
Primero, es importante ver la melancolía (en cualquiera de sus formas) como algo normal y potencialmente saludable en nuestras vidas. La pesadumbre del alma no es necesariamente un indicio de que algo va mal en nosotros. Más bien, casi siempre, resulta que la persona misma reclama nuestra atención, pide ser oída, trata de cimentarnos de una manera más profunda e intenta, como indica Moore, profundizarnos apropiadamente.
Pero para que suceda esto, necesitamos resistir a dos tentaciones opuestas, a saber: abstraernos de la tristeza, consentir en ella. Necesitamos dar a la melancolía lo que le debemos, pero no más. ¿Cómo hacemos eso? James Hillman nos ofrece este consejo: ¿qué hacer con la pesadumbre del alma? Colócala en una maleta y llévala contigo. Guárdala cerca, pero sujeta; asegúrate de que sigue estando disponible, pero no le permitas que te domine.
Esa es la expresión secular que puede ayudarnos a entender mejor el desafío de Jesús: Si quieres ser discípulo mío, toma tu cruz cada día y sígueme.
Tradujo al Español para Ciudad Redonda Benjamín Elcano, cmf