San Pedro Sula (Honduras) es una ciudad comercial, llena de contrastes, descoloca y desconcierta, llena de ruidos, bulliciosa, habitada por aluviones de gente que llegaron de aldeas y pueblos esperando un futuro mejor. Está poseída por el tentáculo del materialismo y del consumo que convive con la miseria y la pobreza casi en las mismas calles.
Estoy ordenando mis papeles, las notas que allí fui tomando y que ahora he comenzado a visualizar y a escribir con más sosiego. Lo estoy haciendo en Madrid, ciudad opulenta, inmersa en la prisa, sedienta de encuentros verdaderos, de espacios de escucha y profundidad que puedan evitar que todos seamos devorados por el bienestar, el consumo impulsivo y el sentimiento de orfandad que acompaña al hombre urbano, maquillado y aparente, que vive frecuentemente de espaldas a los más pobres, pero que hace intentos de encontrar pequeñas dosis de solidaridad.
Desde esta capital abierta al mundo he dejado que afloren los recuerdos de aquella cuidad hondureña con más de 700.000 hb donde se mezcla la miseria y la opulencia, las grandes carencias y los despilfarros, el dolor y la indiferencia. Allí, como aquí, se dan gestos de amor que me recuerdan que esta humanidad está viva, atravesada por un viento de esperanza. Y en ambos lugares me asaltan las inquietantes preguntas: ¿Por qué cuesta tanto vivir? ¿Por qué la fortuna está tan desigualmente repartida? ¿Por qué no paran de huir los hondureños a otros países? ¿Por qué tienen que abandonar su tierra, su familia, su cultura, sus casas, sus referencias cotidianas que sostienen sus vidas? ¿Por qué la arrogancia de los grandes? ¿Por qué nos acostumbramos a todo? ¿Es verdad que “otro mundo es posible”? ¿Quién se apunta a hacerlo realmente posible?
Con la mirada aquí y el recuerdo allí, nadie debería vivir sordo al grito de los hombres. A tantos niños abusados en la sexualidad y el trabajo, a tantas mujeres oprimidas y silenciadas, a tantos jóvenes que crecen sin ninguna esperanza y se dejan atrapar en redes de narcotráfico y de “maras”, a tantos grupos de poder que siguen impidiendo encontrar soluciones a los grandes y graves problemas de la población, a “tanta hermosura dejada en tanta guerra” Aquí y allí, todos estamos condicionados por la superficialidad, el egoísmo, las apariencias, la mediocridad, la rutina, los abusos, las especulaciones, las corrupciones, por las pequeñas y grandes codicias que nos alejan de los hermanos y pervierten la comunión. Aquí y allí dejamos en la cuneta a todos los que “no son de los nuestros”, a todos los que necesitan que se les tienda una mano o un hombro donde reclinar la cabeza y no siempre lo encuentran.
Aquí y allí la vida requiere sentido, cercanía, presencia, capacidad de ponerse en el lugar del otro, sufrir con él, tocar sus heridas, recuperar la dignidad, la luz, la paz. Aquí y allí corremos el riesgo de meter a los que no nos gustan en el mismo saco y sacar la terrible conclusión de que no hay nada que hacer. No es cierto. Cuando se ama, se comienza a cambiar. Tenemos que amar más y mejor. Tenemos que seguir estando dispuestos a luchar por lo que se quiere de verdad y a resistir en el campo de batalla a pesar de críticas y lamentos.
Desde Madrid, pienso y hago memoria de lo sucedido en la diócesis de S. Pedro Sula (millón y medio de habitantes, con una extensión de unos 8.563 Kilómetros cuadrados, con 72 sacerdotes –de ellos 12 hondureños– y cada uno con una población de unos 40.000 habitantes), en aquel tiempo extraordinario de evangelización, de predicación, de oración, de encuentros, de conversión, de revitalización de la fe personal y comunitaria. No hubo espacio para la evasión, el despiste y los brazos cruzados. Los días y las noches estuvieron atravesados por la Buena Noticia. Ella misma llegó a cuantos la acogieron en la montaña y en el llano, en las celebraciones y en los cantos, en las desgracias y en las gracias, en los presidios de Ceiba y S. Pedro, en los hospitales de Tela, S. Pedro, en las aldeas infantiles SOS, en tantas casas que se convirtieron en templo de Dios y morada de vecinos, en las reuniones con madres portadoras de SIDA, en los encuentros con tantos jóvenes reunidos para celebrar su convivencia misionera y en esos otros encuentros en la calle viendo a jóvenes amarrados a la droga, pequeños con pasos desnudos siempre pidiendo unas monedas, padres que asumen sus responsabilidades familiares y otros que hace tiempo las olvidaron y comenzaron a mirar hacia otro lado.
La Misión centró nuestras miradas y nuestros corazones en Jesús y sus opciones, haciéndolas nuestras. La misión salió al encuentro de todos, sabiendo que sólo llegaríamos a unos pocos. La misión quiso tomar forma de bálsamo, abrazo, ilusión, esperanza, casa, encanto, beso, corro de amigos, providencia y cielo. Llegó a los de cerca y a los de lejos Nos renovó, subió a los cerros de Jutiapa y del Merendón; se bautizó en Tela y en Puerto Cortés; pasó por el “desierto” de Río Lindo, por las multitudes de Villanueva; se vistió de fiesta en La Ceiba; visitó las maravillosas islas de La Bahía; me metió en colonias y barrios: Medina, Asentamientos, Bordos, Guadalupe, Rivera Hernández… Llegó allí donde los hombres viven y vibran en sus luchas diarias. El objetivo no fue otro que el del mismo 28 Esperanza y coraje Jesús: dar vida; buscar primero el Reino y su justicia. ¿Qué sentido tiene vivir si no se da la vida? ¿Merece la pena vivir sin entregar la vida? ¿Quién nos recordará que la vida es un regalo? ¿Quién caerá en la cuenta de los miles de hombres y mujeres que se despiertan con deseos de paz? ¿Seremos capaces de seguir creyendo en las palabras del profeta Isaías: “de las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas”? No tiraremos la toalla. Seguiremos en la brecha, no dejaremos que se apague la luz que con tanta fuerza ha iluminado ese trozo de la viña del Señor, donde unos poquitos hombres y mujeres temblorosos fueron enviados a proclamar el nombre de Jesús, a ser testigos de la vida, a recibir elocuentes testimonios de entrega y disponibilidad, a ser más humanos y más creyentes. No tiraremos la toalla porque aquí y allí no andemos bien o porque parezca que estamos a la deriva, que esta barca se hunde y que necesitamos un salvador.
Aquí y allí, seguiremos orando con las palabras de Ignacio Ellacuría: “Danos, Señor, unos ojos dolidos para ver, una mirada crítica para discernir, un corazón convertido para responder, unas manos valientes para construir y unos pies ágiles que caminen hacia la solidaridad”.