Una de las palabras más densas de contenido y más originales de toda la Biblia es la palabra misericordia. El Dios de la revelación es un Dios misericordioso1. "Padre de las misericordias", le llama San Pablo (2 Cor 1, 3). Y Cristo nos invita a "ser misericordiosos como nuestro Padre celestial es misericordioso" (Lc 6, 30).
La misericordia es el nombre bíblico del amor. Es el amor con estas tres características esenciales: gratuito, personal y entrañable. En realidad, todo amor, para que merezca este nombre tiene que ser entrañable, personal y gratuito. Todo amor verdadero cumple, a la vez, estas tres condiciones, que son constitutivas e irrenunciables del verdadero amor. Por eso, implica una evidente redundancia decirlo explícitamente. Pero, como estamos tan acostumbrados a los sucedáneos y a las falsificaciones, en casi todos los campos, no es inútil repetirlo.
Desde luego, un amor ‘impersonal’ o ‘neutro’ es una palmaria contradicción. Es un absurdo, como un círculo cuadrado. También sería un absurdo y una contradicción un amor que fuera ‘interesado’ o ‘egoísta’. Ya que sería la negación misma de la esencia del amor, que es la gratuidad. Porque el amor es razón y justificación última de sí mismo. Cuando se ama de verdad, se ama simplemente por amor.
"Amar -según la célebre definición de Aristóteles, repetida y comentada por Santo Tomás- es querer el bien para alguien"2. Por eso, en el mismo e indivisible acto de voluntad se dan y se distinguen dos dimensiones o tendencias inseparables, que entran a constituir esencialmente ese acto que llamamos amor. Son dos ‘momentos’ de un único ‘movimiento’ o una doble relación de finalidad: hacia el bien u objeto bueno que se desea o se busca y hacia la persona -sujeto, en el mejor sentido de la palabra- para quien se quiere ese determinado bien. La adhesión a ese valor objetivo que llamamos ‘bien’ y que es término inmediato del acto de amor, no es última y definitiva. La voluntad tiende a él sólo provisionalmente y en orden a ponerlo en relación con un sujeto. Se quiere el bien no por sí mismo, sino precisamente en cuanto bien de la persona amada. En realidad, sólo se ama a la persona, en quien termina todo acto de amor.
Esta relación que llamamos amor implica, ante todo, que la persona exista y que exista en toda la plenitud de su ser, es decir, que posea todo el bien que le corresponde o que le conviene. Si ya es poseedora de ese bien, nace el gozo -que es una forma eminente de amor-. Si carece de él, surge el deseo eficaz y el poner en juego los medios adecuados para que lo consiga. Si ha perdido un bien que antes poseía, el amor se expresa en sufrimiento y el sufrimiento se convierte de nuevo en ‘deseo‘ de que la persona amada recupere el bien perdido.
El amor verdadero, que es amor de benevolencia y de comunión, se dirige siempre, en último término, hacia una persona, considerándola como un bien sustantivo, como una realidad valiosa en sí misma. La persona es la única capaz de convertirse en fin último y definitivo del acto de amor. En cambio, el amor de concupiscencia -de deseo o de dominio- se dirige a su término -siempre una cosa o un bien material o, al menos, un accidente- estimándolo como un bien adjetivo o relativo, como algo que sólo es amable por referencia a otro -a una persona-, capaz de poseerlo o disfrutarlo.
Dicho de otra manera: se ama a las personas por sí mismas, por el valor que en sí mismas tienen, y éste es el amor de comunión; pero a las cosas se las ama en orden a alguna persona -que puede ser la misma que ama u otra-, y éste es el amor de dominio.
En el amor personal –ágape o amor de comunión, que es el único que puede convertirse en amistad- la adhesión a la persona es última y definitiva, mientras que la adhesión al ‘bien’ es relativa y provisional.
Para comprender perfectamente la naturaleza del amor tenemos que remontarnos hasta Dios. El amor creado sólo realiza y cumple la esencia del amor en la medida en que se asemeja al amor mismo de Dios. Ahora bien, en Dios el amor no significa una indigencia, sino una plenitud desbordante. Es el bien esencial que se difunde. En él el amor es su misma naturaleza y el constitutivo esencial de su ser. El amor de Dios -el amor que Dios es y que Dios tiene- es siempre personal. Es amor de una persona a una persona. Hacia dentro y hacia fuera de sí mismo. En el seno de la Trinidad: Amor subsistente, infinito y eterno, amor recíproco, mutua donación total, mutua posesión y mutua presencia. Y hacia fuera: en la creación y en la divinización del hombre.
Dios es Amor. Dios es su Amor. Constitutivamente. Es Amor y sólo por amor puede obrar, ya que sólo puede obrar desde sí mismo, y su misma realidad es el Amor.
San Juan nos define a Dios como Amor (cf 1 Jn 4, 8.16). Como Amor en sí mismo y como amor para nosotros. La revelación pretende decirnos, sobre todo, lo que Dios es para los hombres. Y Dios, para los hombres, es Amor o, más exactamente, Padre. El Amor es Paternidad y la Paternidad es Amor.
La definición de Dios como Amor no coincide con la definición clásica de la filosofía. Pero es más profunda y más exacta. Dios es bondad sustantiva que se difunde y, por lo mismo, comunión de ser, de amor y de conocimiento, comunidad de vida, es decir, Amistad.
Amar es, como hemos dicho, querer el bien para una persona. Por eso, amar es dar y, sobre todo, darse. Más aún, el amor tiene siempre razón de primer don. Es el don por excelencia y la raíz última de todo otro don. Porque, cuando se da a otro algo ‘por amor’, lo primero que se le da es precisamente el amor. Dice Santo Tomás: «Lo primero que damos al amigo es el amor con el que queremos para él el bien. De donde se sigue que el amor tiene razón de primer don, por el que se dan todos los demás dones gratuitos»3.
Jesús de Nazaret es la epifanía esencial del Amor. Porque es la epifanía o manifestación esencial de Dios. «La revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo» (RH 9). Jesucristo es el Amor de Dios a los hombres hecho visible (cf Tit 3,4). El es, personalmente, ese Amor gratuito y estrictamente personal que en la Biblia se llama misericordia.
Juan Pablo II, en su preciosa encíclica Dives in misericordia, ha hecho un análisis profundo y sugestivo del concepto bíblico de misericordia. Sus páginas son el mejor comentario exegético-teológico a la bienaventuranza de la misericordia:
"En Cristo y por Cristo se hace particularmente visible Dios en su misericordia… Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. El mismo es, en cierto sentido, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente ‘visible’ como Padre rico en misericordia" (DM 2).
"Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías… Es necesario constatar que Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que, a su vez, se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del ethos evangélico" (DM 3).
"María es la que, de una manera singular y excepcional, ha experimentado -como nadie- la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su Corazón, la propia participación en la revelación de la misericordia divina… María es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina" (DM 9).
- Cf Ex 34, 6; Os 11, 8; etc.
- Aristóteles, Rethor., II,4,2; cf Santo Tomás, Summa Theol., 1,20,2; 1,20,3; 1-2,26,4.; etc.
- Santo Tomás, Summa Theol., 1,38,2. Cf Fray Juan de los Angeles, Triunfos del amor de Dios, en "Obras Místicas" , Nueva Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1912, t. XX, p. 42: «El amor… es el primer don, en el cual y del cual y por el cual y para el cual se dan todas las dádivas que liberalmente se dan.» Cf Id., ib., p. 18: «Éste es el primero y principal don y fundamento de los demás que vemos y conocemos, los cuales… tienen más razón de indicios y señales de este don secreto que de dones, porque en virtud de este primero se nos dieron y dan los demás.»