La misión evangelizadora es de todos los cristianos y de todas las edades. Cada etapa de la vida tiene sus dones que aportar a la construcción del Reino de Dios. Las personas jubiladas tienen nuevas posibilidades de compromiso voluntario.
Todas tenemos esta experiencia pastoral: una de las razones que se suelen esgrimir para no comprometerse en una responsabilidad apostólica es la de la falta de tiempo. Muchas personas exhiben este motivo. En algunos casos puede funcionar como excusa. En otros es muy real. Se viven horarios muy apretados. Aunque la verdad es que, en el fondo, se tiene tiempo para lo que se quiere.
Con frecuencia este motivo de la falta de tiempo se refuerza con otros: me da miedo, no me atrevo, no valgo, no estoy preparado. Los hijos nos necesitan todo el tiempo.
El resultado es que hay muchos cristianos que no tienen una colaboración corresponsable en la trasmisión de la fe y en la misión evangelizadora. Es cierto que el primer ámbito de trasmisión de la fe es la vida de familia, de los amigos, del trabajo. Es cierto también que hay muchísimos cristianos que, sin estar en ningún organigrama pastoral, están haciendo una inmensa labor apostólica.
Pero la lucha por la supervivencia y la expansión personal, profesional y familiar ocupa lo mejor de la vida de muchas personas. La vida laboral y social exige mucho tiempo de la vida; los mejores años y las mejores energías se invierten en ella. No quedan ganas ni casi tiempo para dedicar a una misión altruista.
PASIVIDAD
Los números cantan. Aunque la realidad sea simplificada al cuantificarla en las estadísticas, éstas nos recuerdan que el número de católicos no practicantes ascendía a un 32% en el año 1993. Lo de practicantes se refiere, sobre todo, a la práctica sacramental; hay ciertamente otras prácticas religiosas, pero objetivamente hablando esos datos señalan una contradicción. En realidad significan que hay muchos miembros de la Iglesia que son inactivos. Su pertenencia a la comunidad es meramente nominal. Constituyen un pasivo de la Iglesia porque una creencia sin práctica es insignificante. Y termina apagándose. También las estadísticas nos dicen que ese camino conduce a la indiferencia religiosa. Muchos lo han recorrido ya. Y, al parecer, lo viven como una pérdida indolora. Han dejado a Dios y no lo echan de menos. No sienten nostalgia religiosa.
Estos datos son muy dolorosos. Resultan hirientes. Recuerdan la fragilidad de la fe institucionalizada en esta sociedad que exalta la privatización y el consumo individual. Constituyen una denuncia y un desafío a la pastoral de toda la Iglesia.
Al mismo tiempo existen otras muchas formas de pasividad dentro de la Iglesia. Se expresa en masificación y falta de identificación personal cristiana. Esa falta de identificación es clamorosa con respecto a algunos contenidos morales. Aun cuando hayan disminuido las tensiones intraeclesiales, es también bastante visible la falta de identificación de muchos fieles con sus pastores.
Todo lo cual tiene como resultado que hay muchas energías inactivas entre los cristianos, que son muchos los que no tienen conciencia de que la misión evangelizadora es responsabilidad de todos.
IGLESIA SOMOS TODOS
Por otro lado es cierto que llevamos muchos años repitiendo este slogan. Como Hacienda. Es cierto que se ha avanzado mucho. «Iglesia somos todos» significa que todos los bautizados formamos el pueblo de Dios y todos estamos llamados a protagonizar su vida y su misión. La Iglesia es comunión y es participación de todos. Existe una igualdad fundamental de todos los bautizados que es previa a las diferenciaciones. Existe una fraternidad de todos en cuanto seguidores de Jesús. Todos tenemos la tarea de ser buena noticia en nuestra sociedad. Y hacer buenas noticias para la transformación de nuestro mundo conforme al reino de Dios, cuya plenitud seguimos esperando.
Las distinciones de formas de vida y ministerio vienen después. La relación autoridad-obediencia viene después. Está inscrita en el dinamismo de la comunidad y de la corresponsabilidad. Se trata de carismas y ministerios en la Iglesia y para la Iglesia, peregrina del reino de Dios.
Que “la Iglesia somos todos” significa también que la misión evangelizadora es tarea de toda la vida. Y cada etapa de la vida tiene su peculiar aportación que hacer a la misión común. Lo mismo acontece con la variedad de las diferencias y talentos personales. En efecto, la Iglesia es la comunión de las comunidades compuestas por personas de distintos sexos, edades, razas, culturas. Y la trayectoria de cada vida humana se parece a la del sol. Por la mañana asciende y se expande. Alcanza su cima al mediodía y comienza a disminuir por la tarde. Pero la tarde es tan importante como la mañana. Existe la belleza del crepúsculo matutino y la belleza del crepúsculo vespertino.
La comunión de las comunidades tiene dos vertientes: es una comunidad de comunión y es una comunidad de comunicación. Todo en ella tiene que ser mensaje y expresión de la Buena Noticia que la funda y la habita. La comunidad de los bautizados en Cristo es misionera por su misma esencia. Y cada uno de los bautizados está capacitado y llamado para ser testigo de Cristo, puesto que participa del profetismo, del sacerdocio y de la realeza del Mesías. Cristiano significa mesiánico. Y el mesianismo de Jesús es profético, santificador y transformador. Son precisamente los laicos los que como Iglesia en el mundo tienen el protagonismo en su evangelización y transformación.
MINISTERIOS DE LA VIDA
Pero la vida humana está articulada históricamente. Se hace biografía y existencia relaciona. Desde el punto de vista de la misión, la existencia humana aparece desplegada es sus distintos acontecimientos, pasajes, etapas.
Esto acontece también en Jesucristo. Estamos familiarizados con la contemplación del misterio de Jesucristo en su conjunto dentro de la historia salvífica de Dios. Aparecen las grandes perspectivas, los horizontes largos de la historia y del cosmos inabarcable. El misterio de Jesús es accesible en un contexto de esperanza y de promesa.
Pero estamos también acostumbrados a contemplar la persona de Jesús desplegada en los misterios de su vida histórica. Celebramos su concepción, su nacimiento, su bautismo. Celebramos el comienzo de su vida pública, los acontecimientos más significativos de su misión mesiánica, los momentos de crisis y tentación. Contemplamos su pasión y su camino hacia la muerte en la cruz y su resurrección. El misterio de su pascua es como el resumen, la síntesis y la concentración de todo su vida.
La misión mesiánica de Jesús se revela y realiza al ritmo de su vida histórica. Cada acontecimiento, cada etapa de su vida nos da una perspectiva distinta de su propia identidad.
SACRAMENTOS DE LA VIDA
Los sacramentos cristianos tienen estructura de símbolos. Son gestos significativos dentro de una comunidad. Tienen estructura de memorial: recuerdan gestos y palabras de Jesús. Los sacramentos están también vinculados a
las etapas de la vida y a sus situaciones. Expresan la vida humana, la celebran en sus diferentes acontecimientos. Por eso hay sacramentos de la iniciación en el misterio y la misión mesiánica de Jesús y de incorporación a la comunidad cristiana. Hay sacramentos para especiales situaciones de la vida como son la pertinencia y la unión de los enfermos. Hay sacramentos que consagran vocaciones y servicios especiales en la iglesia y en el mundo: matrimonio, del ministerio.
A través de esta dinámica sacramental las etapas de la vida humana va siendo consagradas y santificadas en sus peculiaridades. Se convierten en dones para el conjunto de la comunidad.
REALIZACIÓN DE IGLESIA
La tradición teológica señala cuatro características de la comunidad eclesial: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Estos rasgos se realizan de distintas maneras en las diferentes comunidades eclesiales, según los carismas y los ministerios. Estas características se modulan también conforme a las distintas edades de la vida personal y colectiva. La forma de vivir la unidad de la Iglesia es diferente en un matrimonio joven que en uno mayor. Lo mismo sucede con las otras notas. A medida que avanza la edad y la familia se va haciendo más numerosa, los abuelos se convierten en referencia obligada para la unidad de toda la familia. Ellos tienen la vocación, y algunos tienen el carisma, de hacer experimentar una familia abierta a otras familias, acogedora, integradora. La capacidad de crear unidad y pertenencia no tiene sólo importancia social, tiene alcance eclesial. Es así como se va construyendo la comunión y la integración de los cristianos desde su urdimbre más afectiva y más humana.
Las personas mayores tienen también un don especial en la Iglesia, toda ella apostólica y misionera. Encarnan y realizan la dimensión apostólica de la comunidad de los cristianos. ¿Cómo lo hacen? De muchas maneras. Pero queremos destacar una de ellas. Es bastante frecuente. Se da en la vida cotidiana. En nuestra sociedad, más secularizada en los estratos jóvenes, los abuelos suplen muchas veces la función de los padres en la trasmisión de la fe. Ellos son los evangelizadores y catequistas de los nietos. Cumplen una función profética extraordinaria. Ya se sabe que el clima afectivo de la familia constituye el lugar óptimo para la trasmisión de los sentimientos, de las ideas y de las actitudes religiosas. Pues bien en ese clima son muchos los abuelos que despiertan y cultivan la sensibilidad religiosa de los nietos. Los ponen en continuidad con la tradición; enseñan a vivir con naturalidad la dinámica de los cambios que el paso del tiempo hace inevitables.
También en cuanto a la santidad de la Iglesia los mayores tienen un don especial. Si la primera mitad de la vida se caracteriza por la expansión y la búsqueda de lugar en la sociedad, la secunda se distingue por el desarrollo de la personalidad interior. «La tarea que la segunda mitad de la vida le exige y en la que tiene que empeñarse:
- relativización de su persona,
- aceptación de la sombra,
- integración del ánima y del animus,
- desarrollo del sí mismo en la aceptación de la muerte y en el encuentro con Dios»
(Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual. La crisis de los 40/50 años, Madrid 1990, p. 88).
Si la vida humana es como una escalera que hay que ascender, el tramo final tiene, por su propia índole, el don de la confrontación con las dimensiones últimas de la vida. Se relativizan muchas cosas: éxitos profesionales, proyección social, expectativas de los demás. Se adquiere una cierta sabiduría del sentido de la vida. El tiempo se remansa y el ritmo de vida permite más calma y reflexión. Se aprende a envejecer con lucidez y ternura. En ese tramo la vida misma se va convirtiendo en un sacramento existencia I del encuentro con Dios: lo simboliza y lo realiza.