La muerte es un factor educativo de primer orden. Lo ha sido a lo largo de la historia: el hombre es mortal. La conciencia de la propia muerte establece los contornos de la vida. Enseña lo que razonablemente podemos esperar de nuestra propia existencia. Determina el espacio temporal de nuestros deseos y expectativas.
Lo que acontece a muchas personas en la sociedad actual es que viven de espaldas a la muerte. Viven como si fueran inmortales, en el sentido de no morir. La dura realidad de la muerte, como límite, es ignorada, reprimida. Vivimos como si la muerte no existiera. No ya la muerte noticia, o la muerte del otro aunque se trata del ser querido, sino la propia muerte que llevamos en nuestros genes.
Esta ignorancia de la propia muerte y de los límites que ella pone de relieve crea en muchas personas un clima de euforia. Vivir intensamente es la gran tarea. Disfrutar de la vida y estrujar los tiempos de la misma es la gran preocupación. Este estilo de vida crea y cultiva personalidades narcisistas que se olvidan de los dinamismos sociales y naturales de la propia vida. Los deseos, como carencia y coraje, son los que determinan la propia conducta.
Esto tiene un reflejo directo en las relaciones de pareja. Y las hace frágiles. Una personalidad narcisista no es capaz de convivir con madurez en una relación conyugal. La vida cotidiana se hace insoportable a quien vive al dictado de los deseos que son, de suyo, insaciables. La convivencia se hace monótona. Contrasta con la búsqueda de sensaciones especiales. Un cónyuge no corresponde a los deseos del otro. Es una persona distinta y limitada: se cansa, vive conflictos consigo misma, no siempre es genial y creativa; da, pero necesita recibir; reconoce, pero necesita ser reconocida…
El matrimonio es escuela de amor, y escuela de donación. No crece el amor sin la renuncia a actitudes narcisistas.