La muerte y la comunión de los santos

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Cuando éramos niños, como parte de nuestra oración en familia, teníamos la costumbre de orar parar tener una muerte feliz.

Yo me lo imaginaba de la siguiente manera: Morías acunado en los brazos tiernos de la familia, de los amigos y de la iglesia, en plena paz con Dios y con todos los que te rodean.

Esa es una buena ilustración, el ideal,  pero no todos logran morir de ese modo. El azar, la contingencia, las circunstancias imprevistas y los accidentes con demasiada frecuencia provocan la muerte en situaciones desastrosas, peligrosas y frías: y muchas personas mueren amargadas, sin otorgar o sin recibir perdón, no dispuestas a perdonar, no plenamente reconciliadas, distanciadas de alguien, alejadas de la iglesia, enfadadas, ebrias,  muertas por sobredosis de droga, víctimas de suicidio… Con bastante frecuencia, la muerte sorprende a algunos, antes que hayan tenido tiempo para decir lo que habrían de haber dicho o de hacer lo que habrían de haber hecho. Con demasiada frecuencia la gente muere con asuntos pendientes y proyectos inacabados; sí, con demasiada frecuencia. Como reza la tradicional oración “Confiteor”: necesitamos perdón por lo que hemos hecho y por lo que dejamos de hacer (“… porque he pecado mucho… de obra y de omisión”).

Doy algunos ejemplos: Estuve yo una vez orientando sicológica y espiritualmente a un hombre, un sacerdote en sus 50, que se sentía todavía incapaz de personarse a sí mismo porque cuando era un muchachito de siete años, tímido y miedoso, y su madre estaba agonizando, él tuvo demasiado miedo de abrazarla cuando ella se lo pidió. Más de cuarenta años después, este hombre todavía abrigaba un sentimiento de culpa y un profundo pesar por ese asunto pendiente con su madre, muerta ya hacía tanto tiempo.

En otro caso, oficié en el funeral de un hombre que había vivido muy feliz con su esposa, casado durante treinta y cinco años. Una tarde tuvo una dura discusión con ella sobre alguna nonada, salió corriendo de su casa en un arrebato de rabia, y unos minutos después murió en un accidente vehicular. ¡Qué momento tan terrible e inoportuno para morir!

Muchos de nosotros podemos sentir empatía con estos ejemplos. ¿Quién no tiene asuntos pendientes con alguien que la muerte nos lo arrebató? Tal vez habíamos herido a aquella persona, o ella nos había hecho sufrir a nosotros, y nunca nos reconciliamos plenamente. O nos sentimos culpables porque, mientras esa persona vivía, nos teníamos que haber entregado más a ella, pero estábamos demasiado atareados con nuestra propia vida como para llegar y ayudar a alguien. Todavía peor. Tal vez alguien murió, contra quien guardábamos rencor y odio, y hubiéramos tenido que mostrar algún gesto de reconciliación…, pero nunca lo hicimos. ¡Ahora ya es demasiado tarde! La muerte nos ha separado, y cierta amargura dolorosa permanece ahora en nosotros, irrevocablemente sin resolver, y vivimos con el inquietante remordimiento, añorando  haber hecho algo eficaz antes de que fuera demasiado tarde.  

Pero no es demasiado tarde. Nunca es demasiado tarde si tomamos en serio la doctrina cristiana de la Comunión de los Santos. Esta enseñanza, tan central e importante que está consagrada hasta en nuestro Credo, nos pide creer que todavía formamos una comunidad real de vida y de comunicación con los hermanos difuntos.

Creer en la Comunión de los Santos es creer que quienes han muerto viven todavía y están vinculados a nosotros de tal forma que podemos continuar hablando con ellos, que nuestra relación con ellos puede seguir creciendo, y que la reconciliación que no fue posible antes de su muerte puede suceder ahora.

¿Por qué puede suceder eso ahora, cuando antes parecía tan imposible?

Porque nuestra comunicación con ellos es ahora privilegiada. La muerte deja limpias y claras algunas cosas. No se trata de un cuento de fantasía, sino de un sólido dogma. Conocemos su verdad, porque tenemos experiencia de ella.

¡Con qué frecuencia en una familia, una amistad, una comunidad o en cualquier círculo  humano, experimentamos tensión, malentendido, enfado, frustración, diferencia irreconciliable, egoísmo, herida que no puede cicatrizar, y de repente todo cambia porque alguien muere! La muerte aporta una paz, una claridad y una caridad que antes parecían imposibles.

¿Por qué? No es simplemente porque la muerte cambió la sintonía y arrebató a alguien de la familia, de la oficina, o del círculo de amigos, o incluso, como a veces pasa, la persona que murió era la fuente de la tensión… Sucede así porque, como nos enseña el relato de Lucas sobre Jesús en la cruz, la muerte limpia y clarifica las cosas.

“¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!”  Jesús dirige estas palabras al buen ladrón en la cruz, y también pueden aplicarse a cada uno de nosotros que muera sin ser todavía plenamente santo y sin haber tenido tiempo y oportunidad para realizar todas las enmiendas y expresar todas las disculpas debidas a los demás. Todavía hay tiempo después de la muerte, por ambas  partes, para que tengan lugar la reconciliación y la sanación, porque dentro de la Comunión de los Santos contamos con un acceso privilegiado a cada uno y en ese contexto podemos finalmente formular todas aquellas palabras que antes no pudimos pronunciar. Podemos alcanzarnos unos a otros a través del abismo divisorio de la muerte.

Puede ser de gran consuelo el tener una muerte feliz, sintiéndose cómodo y reconciliado en los brazos del amor, sin asuntos pendientes. Pero, felizmente, aun después de la muerte, todavía tienen tiempo para lograr eso los que no hayan sido tan dichosos y afortunados y que hayan acabado su vida con cierta amargura, enfado, herida y frustración todavía corroyéndoles por dentro.