Es sorprendente dónde puedes aprender una lección y capturar una ráfaga de lo divino. Recientemente, en una tienda de alimentación, fui testigo de este incidente:
Un joven, probablemente de unos 16 años de edad, junto con otras dos chicas de su misma edad, entraron en la tienda. La joven cogió una cesta de compra y comenzó a pasearse por los pasillos sin darse cuenta que otra segunda cesta se había quedado encajada en la que ella llevaba. En un cierto momento sucedió lo inevitable, la cesta que llevaba encajada se resbaló y chocó contra el suelo con un fuerte sonido, alarmándola a ella y a todos los que estábamos cerca. ¿Cuál fue su reacción? Rompió a reír, rezumando un cierto regusto alegre por la sorpresa. Para ella, la sorpresa de la cesta que se cayó no fue causa de irritación sino un regalo, algo gracioso que rompía la rutina.
Si esto me hubiera ocurrido a mí, dada la prisa con la que ando habitualmente y que me irrito fácilmente por cualquier cosa que perturbe mi agenda, probablemente hubiera respondido con un silencio denso antes que con una risotada. Lo cual me hace pensar: Aquí hay una chica que probablemente no va a la Iglesia y a la que fácilmente no le interesan mucho los asuntos de la fe, pero quien, en este momento, está irradiando maravillosamente la energía de Dios, mientras que yo, un religioso consagrado, un sacerdote hecho y derecho, un ministro de la Iglesia y escritor de espiritualidad, en ese momento, con demasiada frecuencia irradio la antítesis de la energía de Dios, la irritación.
Pero ¿es verdad? ¿Realmente Dios rompe a reir por la caída de la cesta de la tienda de alimentación? ¿Dios nunca se irrita? ¿Cuál es la verdadera naturaleza de Dios?
Dios es el amor y el perdón incondicional que revela Jesús, pero Dios es también la energía que fundamenta todo lo que existe. Y esa energía, como es evidente en la creación y en la Escritura, en su raíz, es creativa, pródiga, robusta, alegre, festiva y exuberante. Si quieres saber cómo es Dios, mira la natural exuberancia de los niños, mira la exuberancia de un cachorro, mira la fuerte y festiva energía de los jóvenes, y mira la risa espontanea de una quinceañera cuando se ve sorprendida por la caída de una cesta. Y para ver esta naturaleza pródiga de Dios solo debemos observar los miles y miles de planetas que nos rodean. La energía de Dios es prodiga y exuberante.
Entonces ¿qué pasa con la cruz? ¿no es esta realidad la que revela la naturaleza de Dios más que ninguna otra? ¿no es esto lo que Dios nos muestra? ¿No es el sufrimiento el innato y necesario camino a la madurez y la santidad? ¿No hay una contradicción entre lo que Jesús revela sobre la naturaleza de Dios en su crucifixión y lo que la escritura y la naturaleza revelan de la exuberancia de Dios?
Aunque hay una clara paradoja en esto, no hay contradicción. Primero, vemos que la tensión entre la cruz y el gozo se ven en la persona y en las enseñanzas de Jesús. Jesús escandalizó a sus contemporáneos de dos maneras opuestas: en su capacidad de renunciar por propia voluntad a su vida y a las cosas de este mundo, e igualmente en su capacidad para disfrutar la vida y de las cosas buenas dadas por Dios. Sus contemporáneos no fueron capaces de acompañarle cuando cargaba con la cruz y tampoco cuando comió y bebió sin sentir culpa y sintió el exclusivo regalo y la gratitud cuando una mujer ungió sus pies con un caro perfume.
Más aún, la alegría y la exuberancia que constituye la raíz de la naturaleza de Dios no deben ser confundidas con las baladronadas que hacemos en fiestas, carnavales, o en el Mardi Gras. Lo que se experimenta aquí no es un gozo real, sino, en su lugar, el entumecimiento del cerebro y los sentidos inducido por un exceso frenético. Esta no es el gozo irradiado por Dios, ni tampoco la de la poderosa exuberancia que se asienta en nuestro interior esperando salir progresivamente. El carnaval es mayormente el intento de mantener a raya la depresión. Tal y como Charles Taylor señala agudamente, inventamos el carnaval porque nuestro gozo natural no encuentra suficientes caminos de salida en nuestras vidas ordinarias, de manera que ritualizamos ciertas ocasiones y momentos donde podemos, por un momento, encarceñar nuestra racionalidad y dejar salir nuestra exuberancia, tal y como se liberaría un animal enjaulado. Pero eso, aunque esto sirve como una cierta válvula de escape, no es el camino ideal para liberar nuestra exuberancia natural.
Cuando era un muchacho, mis padres a menudo me prevenían de la falsa alegría, la alegría de la fiesta salvaje, la falsa risa y la fiesta. Tenían este pequeño axioma: ¡Después de la risa vienen las lágrimas! Estaban en lo cierto, pero solo si se aplica a esa clase de alegría que tendemos a sacar en las fiestas para mantener a raya la depresión. La cruz, de cualquier manera, da la vuelta al axioma de mis padres y dice: “¡Después de las lágrimas viene la risa!”. Solo después de la cruz se da la alegría genuina. Solo después de la cruz, se expresará nuestra exuberancia , el genuino gozo que una vez sentimos cuando éramos pequeños, y solo entonces nuestra exuberancia irradiará verdaderamente la energía de Dios.
Jesus nos promete que si cargamos su cruz, Dios nos recompensará con una alegría que nadie nos podrá quitar.