Necesitamos dar algunas de nuestras posesiones con el fin de estar sanos. La riqueza que se acumula corrompe siempre a aquellos que la poseen. Todo don que no es compartido se corrompe. Si no somos generosos con nuestros dones, seremos envidiados con amargura y finalmente nos volveremos amargados y rencorosos.
Todos estos son axiomas con la misma advertencia: sólo podemos estar sanos si entregamos algunas de nuestras riquezas a otros. Entre otras cosas, esto debería recordarnos que necesitamos dar a los pobres no simplemente porque ellos lo necesitan -aunque sí lo necesitan- sino porque, si no damos a los pobres, no podemos estar sanos nosotros. Cuando damos a los pobres, se ejercen la caridad y la justicia, pero algún sano auto-interés se ejerce también: no podemos estar sanos o felices si no compartimos nuestras riquezas, de todo tipo, con los pobres. Esa verdad está escrita en nuestra experiencia y en toda auténtica tradición de ética y fe.
Por ejemplo: sabemos por experiencia que, cuando damos de nosotros a los demás, experimentamos cierto gozo en nuestras vidas, exactamente como, cuando acumulamos egoístamente o protegemos lo que es nuestro, nos hacemos ansiosos y paranoides. Las culturas nativas americanas siempre han guardado como recuerdo su concepto de Potlatch, esto es, su creencia de que, mientras cada uno tiene derecho a la propiedad privada, hay verdaderos límites a cuánto puede poseer uno. Cuando nuestra riqueza alcanza cierto punto, necesitamos empezar a dar algo de ella, no porque otros lo necesiten, sino porque nuestra propia riqueza y felicidad empezarán a deteriorarse si acumulamos todas esas posesiones para nosotros solos.
La espiritualidad judía comparte la misma idea: muchas veces en las Escrituras judías vemos que cuando un líder religioso o profeta dice a la comunidad judía que ellos son el pueblo elegido, una nación especialmente bendecida, esa afirmación viene con la advertencia de que esta bendición no es para ellos solos, sino que, a través de ellos, todas las naciones de la tierra podrían ser bendecidas. En la espiritualidad judía, la bendición es siempre entendida como un fluir a través de la persona que la recibe para enriquecer a otros. Las espiritualidades hindú, budista e islámica, cada una a su modo, también afirman esto, a saber, que es sólo dando algo de nuestros dones como nosotros mismos podemos permanecer sanos.
Jesús y los evangelios, por supuesto, enseñan esto repetidamente y sin ambages. Por ejemplo: el evangelio de Lucas -un evangelio en el que Jesús nos avisa que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a una persona rica entrar en el Reino de los Cielo-, alaba a los ricos que son generosos, condenando sólo a los ricos que son avaros. Para Lucas, la generosidad es la llave para la salud y el cielo. En el evangelio de Mateo, cuando Jesús revela lo que será la gran prueba para el juicio final, su único criterio tiene que ver enteramente con el modo como tratamos a los pobres: ¿Diste de comer al hambriento?, ¿Diste de beber al sediento?, ¿Vestiste al desnudo? Por fin, incluso más firmemente, en la historia de la viuda que da sus últimos céntimos, Jesús nos desafía a no dar a los pobres sólo lo que nos sobra, sino también algo de lo que necesitamos para continuar viviendo. Los evangelios y el resto de las Escrituras cristianas nos desafían valientemente a dar a los pobres, no porque necesiten de nuestra caridad -aunque sí la necesitan- sino porque nuestra dádiva a ellos es el único modo como podemos estar sanos. Vemos el mismo mensaje, consistente y repetido, en la doctrina social de la Iglesia Católica.
De la Rerum Novarum del papa León XIII en 1891 a la reciente Evangelii Gaudium del papa Francisco, oímos siempre el mismo estribillo: Aun cuando tenemos un derecho moral a una propiedad privada, ese derecho no es absoluto y es mitigado por algunas cosas, a saber, sólo tenemos un derecho a los excedentes cuando todos los demás tienen atendidas las necesidades para vivir. De aquí que siempre debamos estar mirando hacia los pobres con el fin de tratar sobre lo que nos sobra. Por otra parte, la doctrina social católica nos dice también que Dios nos dio la tierra para todos, y esa verdad también limita cómo definimos en realidad lo que es nuestro como posesión. Hablando con propiedad, nosotros somos administradores de nuestras posesiones más bien que propietarios de ellas. Aceptada en todo esto, por supuesto, está la implicación de que podemos ser morales y sanos sólo cuando consideramos la propiedad privada en una gran visión de conjunto que incluye a los pobres.
Necesitamos estar siempre en actitud de dar algo de nuestras posesiones con el fin de estar sanos. Ciertamente los pobres nos necesitan, pero nosotros también los necesitamos a ellos. Como lo expresa Jesús bien claramente cuando nos dice que seremos juzgados por la manera como dimos a los pobres, ellos son nuestros pasaportes para el cielo. Y ellos son también nuestros pasaportes para la salud. Porque nuestra salud depende del hecho de compartir nuestras riquezas.