Una reflexión sobre la obediencia tiene muchas probabilidades de convertirse en un tema no muy congenial, en estos días (…) sin embargo no se trata de un mensaje que se pueda ignorar tranquilamente o con ligereza por parte de un cristiano. «Cristo para nosotros fue obediente hasta la muerte, y la muerte de cruz»: la antífona de los oficios del final de la Semana Santa todavía resuena en los oídos de algunos de nosotros. La salvación se consigue a través de la sumisión, según el Evangelio. Pero antes de dejar que nuestros sentimientos se rebelen contra lo que tan fácilmente parece un ataque a nuestra autonomía, deberíamos de considerar lo que el Nuevo Testamento dice, y lo que no dice, acerca de eso. Jesús es obediente, y su obediencia le cuesta; esta va en contra de los principios de su natural resistencia humana para luchar contra el dolor y la muerte. Sin embargo es una conformidad no a alguna autoridad ajena, a un tirano hostil que está en los cielos, sino a la raíz de su misma vida. Él mismo es la mente y el corazón de Dios; fijando la mirada dentro del misterio de su origen en el Padre, él se da cuenta de quién y qué es: la encarnación de la voluntad del Padre para la curación de la creación. Imitar a Cristo en su sumisión no es, pues, violar la realidad específica del individuo, más bien se trata de descubrirse cada uno a si mismo como ser creado, un ser cuya vida está fundada en el don de amor de Dios, y en nada más. La voluntad de Dios es que viváis; buscar la obediencia a él es buscar la vida, como aparece en la grandiosa exhortación, en el libro del Deuteronomio, a «elegir la vida» recibiendo la ley de Moisés y obedeciéndole. Y esta además es la razón por la cual los apóstoles pueden decir que su obediencia es debida a Dios más que a la autoridad humana, cuando se les ordena renunciar a lo que fluye de su vida en Cristo. Someterse a Dios significa estar más directamente en contacto con lo que es más real. Rechazar esa sumisión no significa ser libres de una violencia ajena, sino más bien volverse ajenos a si mismos. Y cuando S. Pablo dice a sus conversos que le imiten a él como él imita a Cristo, propone la forma más básica de la obediencia cristiana. Miradme a mí que me esfuerzo de mirar a Cristo, dice; mirad qué significa intentar y dejar que la base de vuestra misma existencia salga a la superficie y encuentre expresión en vuestras acciones – para hacer que cada pensamiento sea obediente a la mente encarnada de Dios. Es un esfuerzo, tanto nos hemos vuelto ajenos a nuestra naturaleza de creación amada por Dios. En Cristo, sin embargo, vemos como una mente creada, una identidad humana como la nuestra, puede volverse perfectamente transparente al don de Dios, a tal punto que se hace indistinguible de la mente de Dios Padre. Gracias al don de su vida en el Espíritu, podemos empezar a «sumergir» nuestras vidas en la suya. Y lo aprendemos – así como ocurre en la mayor parte de nuestra experiencia humana – mirando a los que se han hecho expertos en la tarea: mirando a los que miran a Cristo. En este mundo solemos aprender los unos de los otros esas costumbres de codiciosa rivalidad que dominan nuestras relaciones y alimentan nuestros conflictos. Como nos recordó René Girard, aprendemos los unos de los otros a desear lo que el otro quiere, y entonces a competir con el otro por su posesión. Sin embargo en relación a Cristo, desear lo que el otro quiere es desear la voluntad del Padre: desear, entonces, el deseo que el Padre tiene de misericordia y de alegría por todos los seres vivos. No podemos convertir todo esto en motivo de competición. Nuestra obediencia cristiana se convierte en fundamento para una visión radicalmente nueva los unos de los otros. Mirándonos los unos a los otros para aprender algo sobre Cristo, mirando a la mirada del otro hacia Jesús, nuestros deseos se re-forman, y se liberan para una vida en la comunión. La obediencia cristiana entonces, en su sentido bíblico, no puede ser nunca una conformidad pasiva a órdenes, con la esperanza de que esta voluntad de alguna manera nos asegure una recompensa. Es precisamente en una obediencia otorgada de manera apropiada donde vemos la autoridad comprometida con una verdad que va más allá de su interés y horizonte – en definitiva con la verdad de Cristo. (…) Si la obediencia es una forma de “atención”, la persona atenta es aquella a la que se le debería obediencia. Esta es la razón por la cual la obediencia política se ha hecho, en nuestra época, tan problemática. Eusebio de Cesarea, en el siglo IV, podía elogiar la autoridad del emperador Constantino, basándose en el hecho que este estaba constantemente ocupado en la contemplación del Logos celestial. No era, ni tan siquiera en esa época, una razón muy plausible; pero por lo menos él se había dado cuenta de cómo toda justificación cristiana para la obediencia a los gobernantes debía apoyarse en alguna referencia a sus capacidades de asimilar una verdad que no fuera determinada por sus propios intereses. Nosotros ahora no solemos buscar, entre nuestros gobernantes, signos de avanzadas prácticas contemplativas; tampoco decimos, ni tan siquiera como cristianos, que a gobiernos no creyentes no se les deba obediencia alguna. Lo que decimos, sin embargo, es que toda pretensión creíble acerca de nuestra lealtad política debe tener algo que ver con una atención demostrable hacia la verdad, incluso hacia una verdad desagradable. Un gobierno que haya reiteradamente ignorado el consejo de los expertos, que haya reiteradamente llevado sus intereses en el extranjero con modos que ignoraban necesidades evidentes y prioridades del más amplio contexto humano y no humano, que haya reiteradamente reprimido las criticas o manipulado los medios de información públicos, ese régimen pondría en peligro, por lo menos, sus pretensiones de obediencia, por haber rechazado la atención. Sus políticas y su retórica pues, no se habrían elaborado para asegurar a sus conciudadanos una posición adecuada en el mundo, una posición que permitiese el surgir de la mejor forma de libertad porque se estaría mintiendo y se estarían alimentando engaños acerca del modo en el que está hecho el mundo. Se estaría preocupado, en definitiva, por el control, y por nada más; y así constituiría una amenaza para sus propios ciudadanos y para los demás. El cristianismo no tiene una receta general para determinar la mejor forma de gobierno. No es (con el debido respeto para Tolstoj) intrínsecamente anárquico, y tampoco (con el debido respeto para Cranmer) intrínsecamente monárquico. No recomienda una obediencia carente de sentido crítico. Hasta en los tiempos en los cuales los pensadores políticos anglicanos argumentaban a favor de la «obediencia pasiva» al gobierno hostil (o sea soportar las consecuencias de la no cooperación, en lugar de llegar a una resistencia violenta), no se determinaba sanción alguna si alguien daba su conformidad activa a una ley injusta. De la misma manera, sin embargo, el cristianismo no recomienda una revolución sistemática. Siempre ha sido realista respecto a los costes humanos de una sublevación violenta, y receloso en relación a toda pretensión de ofrecer un punto de salida totalmente nuevo para la vida política. Lo que al contrario propone con claridad es una serie de preguntas sobre la autoridad política, preguntas que dirigen nuestra atención hacia los contenidos de lo que le ocupa al gobierno, y para ver hasta qué punto la actuación del gobierno es capaz de extenderse, por lo menos en algunas ocasiones, más allá de la preocupación por la capacidad de control que tiene su poder (…). Y a la luz del mandato fundamental de la fe cristiana, el de estar atentos a la voluntad de Dios como el elemento más auténtico y real de nuestras vidas, prestar atención al modo con el cual un gobierno presta atención, se convierte en una expresión adecuada de obediencia. En las discusiones sobre cuestiones de política, especialmente de política exterior, se saca siempre el argumento que los observadores independientes (líderes de iglesias y parecidos) no poseen ninguna competencia otorgádales por Dios acerca de estrategias o economía, que puedan tener mayor peso que los recursos gubernamental de información. Se observa además que elegimos a los gobiernos para que defiendan nuestros intereses corporativos, no para que sean estadistas globales. Las dos observaciones – aunque representen una reacción comprensible de impaciencia hacia las generalizaciones eclesiásticas – están fuera de lugar. El gobierno siempre sabrá cosas que los ciudadanos no conocerán, y posiblemente no deberían de saber; sin embargo esto no es un argumento a favor de la pasividad cívica. Algunos ciudadanos, además, saben cosas que el gobierno desconoce y que posiblemente debería conocer: las ONG, las iglesias, los educadores y los que trabajan en el sector sanitario pueden tener conocimiento de cosas que ni la diplomacia, ni los servicios secretos conocen; y la petición de que el gobierno se ocupe de esos conocimientos, informales y sin embargo amplios, es una justa condición para atender una pretensión por parte del gobierno sobre nuestra atención de ciudadanos. Y si por un lado es verdad que no esperamos de manera prioritaria que nuestros líderes sean líderes mundiales, un gobierno que ignore los intereses de los demás pueblos, en nuestra economía global cada vez más interdependiente, faltaría culpablemente de atención. Nuestro interés nacional nunca es, dentro del contexto actual, puramente nacional. La obediencia política cristiana en estos días entonces, la «obediencia debida» más que sencillamente adaptarse, tiene que basarse en la esperanza de ser escuchados por parte del gobierno; este merece nuestra lealtad atenta exactamente de la misma manera con la cual el tutor se merece la del alumno: en una apertura hacia una verdad que va más allá del poder y del interés. Esto no significa esperar del gobierno un nivel imposible de altruismo corporativo y de generosidad; los gobiernos tienen unos cometidos que vienen del pueblo que tienen que llevar a cabo, no sencillamente programas de caridad y justicia. Sin embargo, parte del daño inflingido reiteradamente a nuestra salud política tiene que ver con la sensación que los eventos del año pasado, en la escena internacional, fueron marcados por otra cosa que no fue la atención. Hubo hechos que el gobierno creía conocer y pretendía conocer sobre una base privilegiada, los cuales, al final, resultaron ser completamente inciertos; hubo hechos que los expertos regionales y otros sabían, los cuales parece que no se tuvieron en demasiada cuenta. Dejemos a un lado el lenguaje melodramático del engaño público, lenguaje que a menudo no es más que otro medio para no ocuparse de lo que es difícil y necesita tiempo para ser analizado, la evidencia sugiere a muchos que la obediencia a una verdad compleja se resintió de una cierta prisa, la cual hizo más complicado el ejercicio de la atención. Un gobierno, de cualquier tipo, restaura la confianza perdida sobre todo a través de su buena voluntad a la hora de ocuparse de lo que está mas allá de la urgencia de imponer el control, y de mantener una iniciativa visible y sencilla; a través de la paciente asunción de responsabilidades y de la libertad de rectificar, hasta la admisión del error o del error de cálculo. ¡Dichosa la persona, o aquel gobierno, que puede encontrar con sencillez y elegancia el gesto adecuado, inevitable, que se adapta plenamente a la verdad de las circunstancias! La obediencia cristiana es una obediencia inteligente, un cuestionamiento cuidadoso, una lealtad reflexiva y hasta desafiante. La obediencia se ha ganado mala fama por su utilización como coartada para la responsabilidad («Sólo obedecía a órdenes»: una frase que resuena a pesadilla, después del siglo pasado); pero basándonos en nuestro paradigma central de obediencia nos daremos cuenta de que tiene que ver sobre todo con la labor de descubrir qué nos está pidiendo la verdad a cada uno de nosotros: la verdad de quiénes somos y de dónde estamos. Cualquiera que fuese la teología de la obediencia en épocas pasadas, ahora no podemos ignorar la democratización del saber, y la profunda toma de conciencia de cómo unas distorsiones ideológicas se puedan sostener en la vida pública. Si la obediencia es esencialmente atención, una manera de mirar para aprender a actuar según la verdad, es razonable que las pretensiones de ser obedecidos sean puestas a prueba; que sean puestas a prueba con equidad y reflexión, y no con un cinismo corrosivo hacia el poder. Es lo que ocurre en la vida de las instituciones intelectuales; es bueno que ocurra también en el ámbito social. Eso no significa que debemos reivindicar el derecho de replantear nosotros mismos cada decisión que el gobierno toma por nosotros; esta sería una trivialización del gobierno democrático, aunque muy típica en el escenario político actual. Es posible aceptar una decisión gubernamental como legal y legítima aunque disintamos, si se reconoce que se empezó un proceso que tiene algún derecho de definirse atento. El ciudadano puede estar equivocado; y de todas maneras, tendrá la posibilidad de ejercer su derecho de voto en las elecciones siguientes. Sin embargo si esos procesos no son consistentes y visibles, y no resultan ser algo más que un sencillo interés momentáneo del gobierno, la autoridad del gobierno se verá perjudicada. No nos encontramos frente a regulares campañas de desobediencia pública de masas; puede que haya un tiempo también para estas, como ocurrió en las batallas para los derechos civiles en América durante los años sesenta, pero son justamente poco comunes, restringidas a casos en los cuales la desatención del gobierno se haya convertido en una cuestión de injusticia seria y duradera. Nos encontramos más bien frente a una pérdida general de confianza en el sistema político de nuestra nación. Estar involucrados de manera apropiada y crítica en este sistema es una de las formas de obediencia política; significa poner los frutos de vuestra atención al servicio del gobierno, con el fin de suscitar su atención. Se trata, podríamos decir, del intento de hacer que los pensamientos políticos también sean obedientes a Cristo, implícitamente, si no explícitamente. Hoy en día deberíamos estar suficientemente convencidos de la necesidad de exhortaciones a la obediencia en el sentido antiguo. Sin embargo no deberíamos hacernos ilusiones creyendo que la educación de la voluntad a través de la sumisión a la verdad sea más sencilla o menos importante. Además es tarea de los creyentes aportar argumentos y ejemplos en favor de una atención obediente por amor de Cristo y en el nombre de Cristo, en todo lugar donde esta sea amenazada por las prisas y el interés personal – empezando (¿hay que decirlo?) por los corazones perezosos y egoístas de los que son tan rápidos en hablar, y tan lentos a la hora de poner sus pensamientos bajo la obediencia a Cristo. Texto original en inglés. Traducción por: Carlo Gallucci
IV Domingo de Adviento
Lc 1,46-56. El Poderoso ha hecho obras grandes en mí