Una mujer, conocida mía, cuenta esta historia: Se casó con un hombre a quien amaba, pero, al comienzo de su matrimonio, era demasiado inmadura para llevar con responsabilidad su parte de la relación. Una noche fue a una fiesta con su marido, bebió demasiado, y se fue de la fiesta con otro hombre. Finalmente, cuando se le pasó la borrachera, se encaminó a su casa arrepentida, esperando con seguridad que los cielos matrimoniales se rasgaran a pedazos por la cólera de su esposo. Pero éste, aunque herido y conmocionado por lo ocurrido, estaba tranquilo y resignado, pero sincero.
Cuando ella entró como una ovejita a la habitación, él no exigió explicación o disculpa alguna. En el fondo, ¿acaso hay algo que explicar? Él le expresó sencillamente: “Me voy de casa unos pocos días para que puedas estar sola, ya que tienes que decidir quién eres: ¿Eres una mujer casada o eres otra cosa?” Él se tomó tres días sabáticos lejos de ella, ella lloró, recapacitó y solucionó la cuestión que le había puesto su esposo; y ahora, años después de este penoso incidente, vive un matrimonio sólido; y es infinitamente más consciente de que la perla de gran valor se alcanza precisamente a un elevado precio.
Cada elección es una renuncia. Fue Santo Tomás de Aquino quien dijo eso, y ello nos ayuda a explicar por qué luchamos tan penosamente para tomar opciones claras. Queremos las cosas rectas y justas, pero queremos otras cosas también.
Cada elección lleva consigo una serie de renuncias: Si me caso con una persona, no puedo casarme con ninguna otra; si vivo en un lugar, no puedo vivir en cualquier otro; si escojo una cierta carrera, eso excluye muchas otras carreras; si tengo esto, no puedo tener lo otro. La lista pudiera prolongarse indefinidamente. El escoger una cosa supone renunciar a otras. Esa es la naturaleza de la elección.
En la mayoría de las áreas de nuestra vida no sentimos esto con tanto dolor. Elegimos, pero no sentimos gran escozor o desarraigo por lo que se pierde al elegir. Pero el área del amor es más sensible. Aquí sentimos con mayor fuerza el aguijón de la pérdida, y con frecuencia nos resulta difícil aceptar los límites reales de la vida. ¿Cuáles son esos límites? Son los que lleva consigo el hecho de ser espíritu infinito viviendo en un mundo finito.
Somos lanzados a este mundo con una locura que procede de los dioses y que nos hace creer que estamos destinados a abrazar al cosmos mismo. No queremos algo; queremos todo. Ésa es una manera sencilla, aunque buena, de decir algo que el cristianismo ha afirmado siempre, es decir, que con el cuerpo y con el alma tenemos que abrazar a todos, y que ya lo estamos anhelando.
Quizás experimentamos esto con la mayor claridad en el área de nuestra sexualidad, aunque ese fuerte anhelo está presente en todos los rincones dentro de nosotros mismos. Nuestro anhelo es muy amplio y extenso, nuestro deseo es infinito, nuestro impulso por abrazar es promiscuo. Somos infinitos en anhelar, pero, en esta vida, sólo logramos encontrar lo finito.
Eso es lo que hace el amor difícil. Estamos sobrecargados en nuestras propias vidas. Tenemos fuego divino dentro de nosotros, queremos todo, anhelamos el mundo entero, y sin embargo, en un cierto momento, tenemos que comprometernos con una persona particular, en un lugar concreto, y en una vida muy concreta, con todos los límites que eso impone. Un deseo infinito es limitado por una elección finita. Tal es la naturaleza de la vida y del amor real.
La vida y el amor, más allá de lo abstracto y más allá de la grandiosidad de nuestros propios ensueños, implican una difícil y dolorosa renuncia. Pero es precisamente esa misma renuncia la que nos ayuda a crecer y la que hace reales nuestras vidas de una manera que nuestras fantasías no pueden lograr.
Jesús, tratando de explicar algunos de los más profundos secretos de la vida, nos ofrece esta parábola: El Reino de Dios es como un comerciante en busca de perlas finas; cuando encuentra una de gran valor, va y vende todo lo que posee y compra esa perla. Eso, la perla de gran valor, el valor del amor y su costo, es en esencia el reto que el joven esposo puso a su esposa, cuando le indujo a solucionar el problema: “¿Eres una mujer casada o eres otra cosa?” ¿Por qué objeto estás dispuesto a renunciar a otros muchos?
¿Cuál es nuestra propia perla de gran valor? ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo a cambio de ella? ¿Estamos dispuestos a vivir, aun contando con sus límites? Hasta que no aclaremos estas cuestiones de fondo, existirá siempre el peligro de que, como la mujer que dejó la fiesta abandonando a su marido, actuemos de manera peligrosa y dolorosa.
Thoreau dijo una vez: “Los jóvenes hacen acopio de materiales para construir un puente hasta la luna, o quizás un bello palacio o un templo…; a la larga, finalmente, el hombre de mediana edad acaba construyendo con esos materiales una choza de madera”.
Así ocurre también en el amor y en la vida: El muchacho se propone enamorarse del mundo entero, y el adulto al fin acaba casándose con una sola persona, esencialmente, para construir una choza. Pero es solamente en esa choza donde la vida y el amor son reales en este mundo.