La persona y la ‘personalidad’ de Jesús

Jesús es la personificación de la libertad, de la nobleza, del equilibrio y, sobre todo, del Amor. Revela, en todo su comporta­miento, una excepcional riqueza afectiva. Es, en defini­tiva, el Hombre enteramente libre y enteramente para los demás.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Desde Jesús, se relativizan todas las demás ejemplarida­des. Incluso las ejemplaridades de los más grandes santos y de los propios Fundadores. Sólo Jesús convence del todo y para siempre. Y, unida indisolublemente a él y a él subordinada, María‑Virgen. Todos los demás son simples condiscípulos en la única escuela del único Maestro, que es Jesús. Y nos sirven sólo en la medida en que nos reflejan a Cristo, porque se han configurado con él. Nunca pueden suplantar al modelo original, ni tampoco lo han pretendido nunca. Sólo han querido remitirnos a él, como una flecha en el aire que apunta y que lleva hacia Jesús. Su ejem­plaridad hay que contrastar­la siempre con la del Maestro. Y prescindir de sus numerosas limitaciones y condicionamientos que obligan a relativi­zar esa misma ejemplaridad. Tenemos, pues, que fijarnos en ellos, pero sin detener en ellos nuestra mirada y atención.

San Juan de la Cruz daba este saludable aviso: "Nunca tomes por ejemplo al hombre en lo que hubieres de hacer, por santo que sea, porque te pondrá el demonio delante sus imperfecciones; sino imita a Cristo, que es sumamente perfecto y sumamente santo, y nunca errarás"1.

Jesús arrastra, cautiva y convence. Tiene un gran poder de atracción. Porque une en sí maravillosamente el vigor y la ternura, la energía más viril y la más extremada delicadeza. Posee una lucidez mental que sobrecoge y, al mismo tiempo, una insoborna­ble libertad frente a todos y frente a todo. Nada le arredra. Pero tampoco es un temerario. Sabe lo que quiere y lo quiere de verdad. Es capaz de sentir miedo, temor, tristeza e incluso angustia mortal. Y, sin embargo, es inaccesible al desaliento. Posee un equilibrio sorprendente. Sin exaltaciones y sin abatimientos. Aun en los momentos más decisivos de la prue­ba, saca fuerzas de flaque­za para reaccionar con energía, siem­pre en fidelidad amorosa a la voluntad del Padre. Sabe conmover­se y llorar. Es profundamente humano. Mucho más humano que Juan el Bautista, por ejemplo. No conoce la insensibilidad ni la apatía; y, menos todavía, la frial­dad. Es perfectamente Hombre y Hombre perfecto. Todas las páginas del Evangelio son un grito que proclama su humanidad y su humanis­mo.

Jesús -tan finamente sensible y delicado y tan excepcio­nal­mente amable- tiene un extraordinario coraje. Sabe incluso indignarse cuando es necesario. Mantiene una viva polémica con los jefes religiosos de Israel, condenando abiertamente sus actitudes y su hipocresía, y se atreve a llamarles "raza de víboras" y "sepul­cros blanqueados". Dice la verdad sin miramien­tos. Es intrépido y valeroso. Sube hacia Jerusalén, muy cons­ciente de lo que en Jerusalén le espera, y lo hace con paso tan decidido que los apóstoles apenas pueden seguirle2. Lo único que le interesa es la voluntad del Padre, y realizar la obra que el Padre le encomendó, que es la salvación de los hombres. Y de esa voluntad nada ni nadie le podrá apartar. Por eso, no cede a la tentación de un mesianismo fácil, triunfalista, tal como le propone el demonio y como le sugiere el mismo Pedro3.

Cristo es de verdad realista. No se pierde nunca en abstrac­ciones. Sus palabras son sencillas, directas, incisivas y, al mismo tiempo, tan profundas que a veces producen vértigo. Nunca se terminan de comprender, y se convierten para la conciencia humana en un permanente y vigoroso revulsivo interior, capaz de conmover los cimientos mismos de la persona y de la sociedad. Son como esos rostros que nunca se terminan de mirar, y que cada vez invitan a viajar hacia nuevas y mayores profundidades.

Jesús no desprecia nada. Lo ama todo, y ama a todos y a cada uno con amor personal e inconfundible. Pero no se deja sobornar ni subyugar por nada ni por nadie. Tiene y mantiene siempre una plena y absoluta libertad interior y exterior.

Sólo el encuentro personal con Jesús es capaz de transformar a alguien por dentro, desde su misma urdimbre y desde sus más profundas raíces. (Y justamente los Ejercicios Espirituales son una especie de ‘estrategia’ para provocar este ‘encuentro perso­nal’. Un encuentro personal ‑no lo olvidemos nunca‑ que el mismo Jesús suscita por medio del Espíritu, y en el que nuestra acción propia consiste o debe consistir en dejarnos encontrar por él, ya que es él quien de verdad nos sale al encuentro, y tratar de conocerle, consintiendo activamente en su acción transforma­dora).

"Jesucristo, ha escrito en síntesis P. Van Imschoot, fue una personalidad extraordina­ria­mente dotada, dinámico y sereno, asombrosamente atractivo y subyugador. No puede caber duda alguna sobre su equilibrio consumado, su sentido común, lo penetrante de su inteligencia y lo profundo de su piedad. Y, sin embargo, hay en su vida acciones y palabras que, si no fuera más que un hombre, frisarían en la locura y la blasfemia, y harían de él un enigma indescifrable, por mucho que él descuelle y se levante por encima del nivel medio de la humanidad"4.

Desconocemos muchos detalles y aspectos de la vida de Jesús. Ignoramos numerosos datos de su historia. Pero conocemos perfec­tamente sus actitudes vitales y su verdadera pretensión. Su actitud vital fue vivir y desvivirse por el Reino, es decir, por Dios y por los hombres a la vez. Por eso, su existencia fue de verdad una proexistencia: Ser y existir para los otros. Vivió filialmente para el Padre (consagración, virginidad, sacrifi­cio sacerdotal, obediencia, pobreza, oración…) y fraternal­mente para los hermanos (donación de sí mismo, actitud perma­nente de servicio, anuncio del reino, signos y milagros en favor de los más necesitados…).

Jesús, modelo acabado de humildad y mansedumbre (cf Mt 11, 29), de equilibrio y sensatez, tuvo y manifestó unas pretensio­nes inauditas. Afirma ser superior a los más grandes persona­jes del antiguo testamento5. Se considera también superior a las grandes instituciones tradicionales6. Se atribuye el poder de perdonar los pecados, prerrogativa exclusiva de Dios7. Jamás insinúa un senti­miento de culpa o de arrepentimiento, porque se sabe libre de todo pecado8. Manifiesta una relación con el Padre de asombrosa intimi­dad, de comunión perfecta, de igualdad9. Se sabe ‘plenipotenciario’ de Dios, con todo poder en el cielo y en la tierra, capaz de dar la vida y de resucitar a los muertos, juez de todos, preexistente a la misma creación del mundo, con palabras que nunca pasarán10. Se atreve a decir de sí mismo lo que nadie jamás se atrevió a pensar o a decir, ni en el colmo de su locura: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn l4, 6). Puede exigir y exige la disponibilidad total, e incluso perderlo todo de hecho ‑los bienes materiales, los lazos humanos más sagrados, la integridad física y hasta la propia vida‑ para seguirle11.

Si Jesús no fuera más que un Hombre, estas pretensiones serían no sólo inauditas, sino blasfemas. Pero Jesús confirmó con sus obras y, sobre todo, en la resurrección toda la verdad de sus palabras y de su vida12.

Contemplar es fuente de conocimiento. Y el conocimiento es principio de amor. Y, a su vez, el amor es nueva fuente de nuevo conocimiento. "El conocimiento, decía San Gregorio de Nisa, se convierte en amor". Y San Gregorio Magno añadía:"Amor ipse notitia est, el amor mismo es conocimiento"13. Esta afirmación vale, sobre todo, cuando se trata de personas, o sea, de cono­cer y de amar a alguien. Y vale muy especialmente cuando se trata de Jesucristo. Conocer de verdad a Cristo es amarle. Y amarle es la mejor manera de conocerle de verdad. Podríamos hablar, parafraseando a San Ignacio, de ‘contemplación para alcanzar conocimiento’; de ‘cono­cimiento para alcanzar amor’; y de ‘ amor para alcanzar nuevo conocimiento’…

Cuando Jesús pide ‑exige‑ que sus seguidores le amen a él más que al padre y a la madre, a la mujer, a los hijos, a los hermanos e incluso más que a sí mismos, advierte claramente que perderlo todo ‑la integridad física y hasta la propia vida‑ por él es la suprema manera, la única manera, de ganarlo todo para siempre. Es una auténtica paradoja y parece casi un contra­sentido; pero es una gran verdad14. Porque es cierto ‑aunque no resulte evidente a primera vista‑ que nunca existe verdadero conflicto entre el amor verdadero a Cristo y el verdadero amor a sí mismo y a los demás. (Habría que subrayar las tres veces el adjetivo verdade­ro). Y que el auténtico amor a Cristo y el amor auténtico a nosotros mismos (también habría que subrayar ahora las dos veces el adjetivo auténtico) coinciden exactamente, hasta identificarse, pues no son propiamente dos amores, sino uno solo.

Cristo es nuestro mayor ‘Bien’, nuestro ‘Bien’ absoluto y pleno, nuestra verdadera ‘identidad’. Y es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. El es, para cada uno, su mejor ‘Yo’, su ‘Yo’ más profundo, que no suplanta sino que afirma y confirma la propia personali­dad.

Hay que recordar que somos ‘nosotros mismos’ en la medida en que nos parecemos a Jesús y reproducimos en nosotros su imagen: en la misma medida en que ‘vamos siendo él’, hasta conse­guir su plena madurez y que él esté plenamente formado en nosotros y sea él quien en nosotros viva15. Jesucristo es la Verdad, la Vida, el Amor, la Libertad, más aún, nuestra Verdad, nuestra Vida, nuestro Amor y nuestra Libertad. Por eso, amarle a él es amar lo mejor de nosotros mismos: nuestra verdadera ‘identidad’; es amarnos verdadera­mente a nosotros. En cambio, pretender amarnos, en contra de Jesús, es amar nuestra false­dad, nuestra mentira, nuestra muerte, nuestro egoísmo y nuestra esclavitud; y, en definitiva, no amarnos de verdad, porque es querer nuestro verda­dero mal.

  1. San Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor, n. 156: en "Obras Completas", BAC, Madrid, 1982, 11ª ed., p. 54.
  2. Cf Mt 12, 34; 16, 21; 17, 12; 20, 18-19; 23, 27.33; Lc 18, 31-33; Mc 10, 32-34; etc.
  3. Cf Mt 4, 1-11; Mc 3, 32-33; etc.
  4. P. Van Imschoot, Jesucristo, en "Diccionario de la Biblia", Barcelona, 1966, col. 970.
  5. Cf Jn 8, 56-58; Lc 10, 24; 27, 44; Mt 12, 41-42; etc.
  6. Cf Mt 12, 6.8; 5, 21-44; etc.
  7. Cf Mt 9, 2-8; Mc 2, 1-12; Lc 5, 17-26; etc.
  8. Cf Jn 8, 46; etc.
  9. Cf Mt 11, 25; Lc 2, 49; 10, 21; Jn 5, 19; 9, 29; 10, 14; 15, 28; 16, 15; 17, 1.25; etc.
  10. Cf Mt 28, 18; 24, 35; 25, 31-46; Mc 13, 31; Lc 21, 33; Jn 5, 22.26.27; 9, 39; 10, 18.28; 17, 2; etc.
  11. Cf Mt 10, 37; Mc 8, 35; 9, 42-47; Lc 14, 26.33; etc.
  12. Cf Jn 10, 37-38; 14, 10-12; 15, 24; etc.
  13. San Gregorio Magno, Homil. 27 in Evangelium: ML, 76, 1207.
  14. Cf Mt 10, 37; Mc 8, 35; 9, 42-47; Lc 14, 26.33; etc.
  15. Cf Rom 8, 29; Gál 2, 20; Ef 4, 13; Filp 1, 21; etc. El Concilio Vaticano II recuerda que "quien sigue a Cristo, Hombre perfecto, él mismo se hace más hombre" (GS 41).