La pobreza de los religiosos hoy: Problemas concretos

La situación de hoy

Hemos hablado y escrito, mucho y bien, de la pobreza,  pero de una manera general y abstracta, sin bajar demasiado a normas concretas, a priori consideradas inaplicables a todos y en todas partes. Hemos pensado que nos dirigíamos a religiosos adultos y responsables; que era mejor dejar las aplicaciones concretas a la buena voluntad de personas y comunidades. Tal vez no era posible hacer más. Tal vez hemos pecado de ingenuidad o de desencarnación. Pero me pregunto si hoy, con más perspectivas, no sería posible abordar la pobreza con criterios más concretos.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

En efecto, como contraste, nos damos cuenta que en los países desarrollados, nosotros los hijos de los tiempos difíciles de la guerra y de la post-guerra, nos hemos adaptado muy (¿demasiado?) bien a la elevación progresiva del nivel de vida. Nos ha ido pareciendo lógico, conveniente, prudente y práctico adoptar toda una serie de bienes de consumo, sin pensar mucho si, con relación a otros, no éramos unos privilegiados.
Por otra parte, paralelamente a esta multiplicación de los bienes disponibles, se ha ido desarrollando toda una teología de la bondad original de lo creado, de la necesidad de una visión positiva de la existencia, que ha tranquilizado muchas conciencias religiosas. La antropología ha subrayado la necesidad de llegar a una plenitud personal, de insistir mucho más en los aspectos positivos, dejando en la sombra las debilidades. Todo esto ¿no ha justificado muchas «necesidades nuevas» para la persona del religioso? Por miedo a los complejos y a la represión, se ha puesto sordina a una serie de palabras-clave muy relacionadas con la pobreza. Por ejemplo: sacrificio, mortificación, abnegación, privación…
Hablando también de los países ricos, el progreso de la tecnología ha multiplicado los medios, los instrumentos, sobre todo en el área de la comunicación. Esto nos ha obligado en ciertos apostolados —mass-media, educación— a utilizar instrumentos muy costosos. La Iglesia, para cumplir el mandato de Cristo de proclamar la palabra de Dios, no puede quedar atrás, so pena de perder su credibilidad. ¿Es esto compatible con el Evangelio? La bienaventuranza de los pobres ¿no tendrá algo que decir aquí?
Hay otro aspecto del problema de la pobreza. En estos mismos países desarrollados las vocaciones religiosas se han hecho escasas. Pero siempre hay, a pesar de todo, jóvenes generosos que se presentan a nuestros noviciados. Estoy convencido que su número irá en aumento en el futuro. Pero estos jóvenes, por generosos que parezcan, son hijos de la sociedad de consumo, y con frecuencia nos desconciertan. Sobre todo en las «necesidades», afectivas y efectivas, que parecen tener. Nosotros hemos sido los hijos de una difícil post-guerra; ellos, en cambio, son los hijos, frágiles y mimados, de la abundancia. Hay aquí todo un problema, nada fácil, de formación que es preciso afrontar si no queremos caer en la tentación de hacer una vida religiosa para pequeños burgueses.
Por todo esto, a veces se preconizan soluciones simplistas. Por ejemplo: «Sacudamos el polvo de nuestras sandalias contra este primer mundo podrido, donde es imposible vivir una pobreza digna del Evangelio, y vayamos a los países pobres». Solución simplista, pues a pesar de la parte de verdad que en ella pueda haber, no creo que se pueda asimilar sin más pobreza sociológica con pobreza evangélica. Por otra parte, esto nos puede llevar a otra constatación: la multiplicación de lo que se ha dado en llamar «nuevas pobrezas» en este primer mundo aparentemente opulento: los pobres vergonzantes, las personas mayores, los extranjeros, las personas solas, los niños mal queridos, los drogadictos, etc. Pobrezas que nos interpelan. No me toca a mí hablar de ellas. Pero no quiero callar aquí una «pobreza nueva» cada vez más extensida en nuestros países ricos que, poco a poco, se van sumergiendo en el paganismo. Me refiero a la pobreza de no conocer a Cristo. Estoy convencido que, pronto, en un porvenir no lejano, vamos a palpar la terrible miseria y las tristes consecuencias de esta carencia.
En los países pobres tampoco faltan los desafíos. Por ejemplo, donde las vocaciones son numerosas ¿no existe el peligro de una excesiva influencia sociológica en la elección de una vocación, que puede significar, al mismo tiempo, una verdadera promoción social? Se ha podido hablar, en América Latina sobre todo, del peligro de «desclasar» las vocaciones. Se trata de un peligro real, al que es preciso hacer frente a la formación de los jóvenes candidatos. No se puede cerrar los ojos y resignarse sin más a perder un poco de espíritu religioso con tal de poder contar con refuerzos para el Instituto. De paso, quiero hacer notar que no me gusta nada la palabra «desclasar», pues parece presuponer que un religioso debe pertenecer a una clase social determinada.
Pero incluso trabajando con los pobres existe el peligro de perder el espíritu de pobreza evangélica. Trabajando con y por los pobres existe un reto muy difícil de enfrentar: ¿es posible liberarse de la miseria y de la pobreza «negativa», y al mismo tiempo, conservar el espíritu de la bienaventuranza de la pobreza? Hay aquí un ideal muy difícil de alcanzar, casi un imposible. Pero es éste un trabajo que parece hecho precisamente para nosotros, los religiosos. Un trabajo que tal vez sólo nosotros, especialistas de la pobreza evangélica, podamos realizar. Los seglares, incluso los seglares cristianos, que trabajan en la promoción social de los pueblos, no tienen en este ámbito las facilidades que nosotros tenemos. ¡Qué terrible es ver antiguos pobres, nuevos ricos, convertirse en explotadores de sus hermanos! Sería tan triste que pierdan estas características de bondad y de generosidad, que nos llevaron a afirmar que ellos, los pobres, nos habían evangelizado!
Por otra parte, el mero deseo de acabar con la miseria de los pobres no despierta automáticamente el deseo de mayor pobreza para sí mismo. ¿Cómo conciliar esta promoción humana y social de los más desfavorecidos con la conservación del espíritu de la bienaventuranza de los pobres?
He aquí algunos hechos que describen la situación de hoy. ¿Qué respuesta dar? ¿Es posible, en este complicado mundo de hoy, decir algo «concreto»?

Dimensiones de la pobreza

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.El concepto mismo de pobreza está en estrecha relación con los «bienes creados», que no son necesariamente todos materiales, pues «no sólo de pan vive el hombre». Si no acertamos a tener una visión exacta de estos bienes creados, la idea misma de pobreza corre el riesgo de quedar falseada en su raíz.
Creados por Dios, claro está, poseen por este mismo hecho una bondad originaria. Existen para el servicio de la persona humana y para todas las personas humanas. Pertenecen al orden de los medios y no de los fines. Todo bien, aunque pertenezca a alguien, tiene una dimensión social. Es la persona humana quien da a los bienes creados su dignidad, pero el instinto de propiedad desencadenado puede falsear su auténtica finalidad. Un peligro acecha siempre: la envidia, y puede desencadenarse, incluso bajo capa de igualdad y de justicia… He aquí afirmaciones muy densas que merecen ser profundizadas, pues proyectan una luz indirecta, pero muy útil, sobre toda reflexión acerca de la pobreza.
Todo esto nos lleva, como de la mano, a lo que podemos llamar «espíritu de pobreza». Tal vez habría que encontrar otro nombre para nombrar esta relación correcta entre la persona y los bienes creados. Pues este espíritu, que nuestro tiempo está redescubriendo a través de los movimientos ecológicos y otros, no tiene solamente su fuente en el Evangelio, sino que está profundamente enraizado en el ser humano mismo. Relación correcta entre las personas y las cosas, es decir: dominar y no ser dominado; reconocer y respetar su naturaleza propia; hacer de ellos medios y no fines últimos; no esclavizar a nadie para conquistarlos o poseerlos… Nadie debiera poseer más de lo que es capaz de amar de una manera concreta y humana, lo que al fin y al cabo resulta ser muy poco.
Existe, finalmente, la pobreza evangélica, la pobreza de la primera bienaventuranza. Es básicamente el espíritu mismo de pobreza, pero iluminado por Cristo en sus fundamentos y en sus consecuencias. Para aclararnos diremos que tiene una triple dimensión que podemos representar por un triángulo. Para ello me inspiro en un texto de Pablo VI.

Es por su fundamento teológico que puede decirse que la pobreza es una virtud cristiana. Este aspecto teológico genera en el cristiano, y con mayor razón en el religioso, dos actitudes concretas: poner su confianza en el Padre, en la Providencia («Dios sabe que existo, escribía Juan XXIII; y eso me basta»); y luego el deseo de hacerse pobre para seguir a Cristo pobre. Es la respuesta viva al dilema planteado por Jesús: «No se puede servir a dos señores. O Dios o las riquezas». De paso hago notar que, a veces, se presenta el dilema de otro modo: «O riqueza o pobreza; o los ricos o los pobres». No es, en absoluto, lo mismo. En este último, sin darse cuenta, se hace desaparecer toda la profundidad teológica de la pobreza. Es la relación a Dios la que desaparece. Son los bienes materiales los únicos que quedan: se puede estar en favor o en contra, pero quedamos siempre en plano material y terreno.

La pobreza evangélica tiene siempre un aspecto ascético. Servir a Dios, y al prójimo en Dios, exige un desprendimiento afectivo y un esfuerzo de equilibrio, ya que la tentación de invertir los valores acecha siempre. Todo ello nos lleva, naturalmente, hacia un tercer aspecto que podríamos llamar la dimensión apostólica, o de beneficencia (en su sentido etimológico de hacer el bien); es decir, una dimensión que nos impulsa a abrirnos a los demás. Este Dios Padre que vela sobre mí 7, que me ha llamado, me pide que le devuelto todos mis bienes (que en el fondo son suyos), poniéndolos a disposición del prójimo  necesitado, en el que vive el Hijo encarnado todo esto se traducirá en actitudes conocidas, tales como el trabajo que sirve a los demás, el compartir con los pobres, la solidaridad con los que sufren, la disponibilidad para el servicio desinteresado; en una palabra: un corazón abierto a todos.
Estos tres aspectos son complementan, se refuerzan mutuamente en la visión religiosa de de la pobreza. Porque la pobreza religiosa no es nada más que la pobreza evangélica que intenta profundizar las motivaciones y llegar hasta las últimas consecuencias estos tres aspectos se completan unos a otros otros. Según las personas, la época, las necesidades, se tendrá la tendencia de integrar una u otra de estas dimensiones embargo, es preciso que los tres estén presentes y, sobre todo, el primero, si es que una pobreza pueda ser efectivamente evangélica y religiosa.
Vivir integralmente la pobre Sin un auténtico espíritu de pobreza personal, resultará muy difícil la vivencia de la pobreza social y comunitaria. Pero ¿cómo llegar a «medir» de algún modo ese espíritu de pobreza personal? Propongo algunos indicios, de desigual importancia, que pueden ayudar a los religiosos a dar respuesta personal a esta doble pregunta: ¿«Tengo de verdad espíritu de pobreza? ¿He escogido realmente, en el fondo de mi corazón, ser pobre?» Tales indicios han sido extraídos de una Circular sobre la pobreza que escribí y que fue publicada en forma de libro*:

• El sentimiento de tener siempre de sobra para sí. El que tiene espíritu de pobreza siempre tiene demasiado; el que no tiene espíritu de pobreza, siempre demasiado poco.
• Convicción de que nada me es debido. Todo cuanto tengo es don no merecido, gratuito.
• Escoger normalmente para sí lo común y corriente, incluso lo peor.
• Seriedad en observar las pequeñas exigencias de la pobreza religiosa.
• Al usar las cosas, recuerdo espontáneo de los que pasan necesidad: una sana y espontánea «inquietud» a la hora de tener que «gastar» para mí.
• Disponibilidad para el servicio desinteresado de los demás. No buscando compensaciones materiales o afectivas.
• Sensibilidad para captar las necesidades del prójimo. Una especie de connaturalidad que permite detectar casi instintivamente las necesidades, incluso las no expresadas, de los que me rodean. Bajando a un plano más concreto, una como aptitud para entablar relaciones personales con gente sencilla y pobre.
• Preferencia por compartir la vida de los humildes y de los pobres. Es el amor «preferencial» por los pobres.
• Espontaneidad en contar con el socorro de Dios para su servicio. Es la aplicación, a la letra, del Evangelio: «Buscad, ante todo, el Reino de Dios y su justicia, y el resto se os dará por añadidura».
• El gozo profundo de no necesitar nada.
• El sentimiento de total liberación.

Pobreza personal y pobreza comunitaria

La vida religiosa es esencialmente vida en común. Debo vivir la pobreza con Hermanos o Hermanas que han hecho el mismo voto que yo. Deben ayudarme a ser fiel, y yo, por mi parte, debo contribuir a crear un clima que favorezca una vida sencilla y pobre.
Es más difícil encontrar criterios válidos para la pobreza comunitaria que para la pobreza personal. Pero son necesarios si queremos mantener el espíritu y la tendencia. Sin esto puede resultar heroico para un religioso vivir pobremente en una comunidad donde reina la abundancia. Si hemos escogido vivir en común es para ser ayudados, y no obstaculizados, en nuestro camino hacia el Señor. Por otra parte, todos hemos podido comprobar que es más fácil construir una vida fraterna profunda en la pobreza que en la abundancia.
Aquí también el discernimiento es difícil; incluso más que para la pobreza individual. Todos deben sentirse interesados: el superior, el ecónomo, cada religioso. Aquí también interviene la relatividad, debida al país, al barrio, al tipo de apostolado de la comunidad, a las circunstancias históricas. Para enfocar bien las cosas había que tener en la mente dos preguntas. Ante todo: ¿cómo vivir la pobreza religiosa en la sociedad de consumo que nos rodea o que nos tienta? Luego: ¿cómo nuestra condición de pobres voluntarios puede favorecer la construcción de un mundo más justo y más fraterno?
Pero antes de entrar en materia, permitidme presentaros un problema muy polémico hace unos años, y que nunca quedará claramente resuelto: el de la vivienda. La residencia, la casa donde vive la comunidad, tiene una gran importancia para la vida común. En efecto, allí encuentran su satisfacción normal las necesidades elementales de la vida humana: necesidades psicológicas de intimidad; necesidades espirituales de una vida consagrada al Señor.
Se ha discutido mucho el tema. He oído afirmar, a veces, que nuestra vivienda debe ser la de una familia ordinaria. Pero no somos una «familia ordinaria», compuesta de una pareja y de unos hijos. Somos todos adultos, reunidos en el nombre del Señor.
Debemos, por tanto, poder hacer un trabajo personal y compartir a la vez. Necesitamos reunirnos diariamente para la alabanza en un clima de presencia del Señor: necesitamos una capilla, etc. Este problema nunca quedará resulto del todo. Según las circunstancias habrá que encontrar un equilibrio entre dos extremos: una estrechez excesiva que puede asfixiar la vida en común e impedir la finalidad apostólica; y un exceso de bienestar que puede ahogar la generosidad necesaria para la vida espiritual y el apostolados. Dos criterios deben conjugarse aquí: las exigencias de la caridad fraterna y la índole de la misión comunitaria.
Un momento importante de la vida común es el de la elaboración del presupuesto anual. Es una ocasión privilegiada para mantener bien vivo el espíritu de pobreza comunitaria. La elaboración del presupuesto no puede reducirse a un acto rutinario y puramente técnico. Debe hacerse a la luz de los criterios de pobreza y de solidaridad. No se trata simplemente de ajustar el presupuesto del año precedente a las variaciones del costo de la vida: correríamos el riesgo de ir elevando inconscientemente el nivel de las necesidades comunitarias. Muy al contrario, el lenguaje concreto de las cifras debe brindarnos la ocasión de un realismo que, a veces, nos falta. Es el momento de reflexionar sobre la incidencia de la economía en la vida de los pobres; es el momento de corregir algunas infidelidades; es el momento de prever lo que podremos compartir con los necesitados. Es una ocasión de expresar en hechos nuestro deseo de seguir pobres a Cristo pobre.

Algunos criterios de pobreza comunitaria:

• La tendencia a restringir. Aunque de un modo general la pobreza de una comunidad no pueda ser tan rigurosa como la de cada uno de sus miembros, es preciso velar por la sencillez de vida. Esto no resulta demasiado fácil, pues la publicidad y la propaganda de nuestra sociedad tienden a convencernos que es imposible crear un buen ambiente de relaciones mutuas sin una serie de necesidades ficticias.
• La verdadera noción de igualdad. Un principio: «De cada uno, según sus posibilidades; a cada uno, según sus necesidades». La verdadera igualdad consiste en tratar diversamente lo que es diverso. El igualitarismo a ultranza es la ruina de la caridad y del espíritu de pobreza. Son necesarias la sensibilidad y la delicadeza.
• Ser los últimos en adquirir una novedad útil, cuando se hace necesaria. Propongo criterios. El primero: ¿es esto útil en vistas de nuestros fines como religiosos: crecer en comunión fraterna, dar gloria a Dios, mejorar la eficacia apostólica? Solamente se debe pasar al segundo si la respuesta al primero ha sido claramente afirmativa. He aquí el segundo criterio, al que sólo se debe pasar si la respuesta al primero ha sido claramente afirmativa: No adquirir nada para la comunidad que no sea ordinario para los dos tercios de la gente corriente. Comprendo que es un criterio aproximativo, pero es objetivo. Preciso que estos criterios son para la comunidad. Para las necesidades de la obra, es diferente.
• Atención a los regalos que elevan el nivel de vida. Cuando digo regalo, digo también «oportunidades», «rebajas», etc. Que una cosa cueste poco, o incluso nada, no es ninguna razón para aceptarla si no es conforme al espíritu de pobreza. Aquí el peligro de escandalizar al prójimo es muy grande.
• En nuestro mundo cada vez se oyen más voces que se elevan contra el despilfarro, la despreocupación, el uso irresponsable de los recursos. Nos alegra esta tendencia, y queremos participar en ella, aunque no pueda ser la motivación última de nuestra pobreza religiosa.
• Participación real en la pobreza social. Una comunidad debe conocer la situación social del entorno en el que vive: pobreza, paro, restricciones, catástrofes naturales… Debe sentirse solidaria y participar de algún modo. Esto resulta más fácil y se logra más espontáneamente en una comunidad inserta entre los pobres. Sin embargo, aunque no trabaje directamente entre los pobres, toda comunidad que quiere actuar en nombre de Jesús y como Jesús, no puede menos de sentirse, efectivamente, solidaria de los pobres del mundo.
• Ninguna comunidad local debe tener fondos de reserva. Repito que se trata de la «comunidad», no de las «obras». Se puede estar o no de acuerdo con esta afirmación, pero pienso que está en juego el espíritu de pobreza. A la larga, en una Provincia religiosa, habría comunidades pobres y comunidades ricas. Más vale que sea la Provincia quien posea, administre y distribuya equitativamente los bienes.

La pobreza colectiva

¿Puede ser el mismo el punto de vista? ¿O será necesario un enfoque diverso? Para situar la cuestión, he aquí algunas citas de autores de peso, que nos muestran que el problema no es tan sencillo.

• El Padre Yves Congar plantea muy bien esta cuestión a un nivel más amplio:
«Un cuerpo social en cuanto tal está ligado a la necesidad de afirmarse y de durar. Le es extremadamente difícil, tal vez, incluso imposible, mantener las actividades evangélicas de pobreza, de olvido de sí, de no-resistencia al perseguidor, de humildad, de penitencia. Una colectividad en cuanto tal, sobre todo si no es pequeña y homogénea, puede difícilmente practicar las virtudes personales y el Sermón del Monte».
• El planteamiento puede parecer un tanto pesimista, o realista, según se mire. Aplicándolo a la Iglesia —que por algo es Pueblo de Dios, «reunión de los fieles» —y concretándolo a la pobreza, el mismo autor en otro estudio, concluye diciendo que:
«La Iglesia como tal no puede permanecer al margen de las exigencias de comportamiento evangélico que se imponen a todo verdadero discípulo».
• Pero el problema, o mejor dicho su solución, no es tan simple. He aquí cómo ve las cosas el Padre Liégé:
«Es preciso disipar el malestar. No seamos ingenuos: no se trata para la Iglesia de desear una vuelta a las catacumbas, ni de considerar como ideal la situación de persecución que la reduce al silencio. Es preciso dejar a la Providencia de Dios el cuidado de conducir, cuando sea necesario para su purificación, a este estado de extrema pobreza.
La Iglesia necesita medios, incluso medios financieros y técnicos para cumplir su misión y predicar el Evangelio. Apostemos que el Espíritu Santo no la dejará normalmente carecer de estos instrumentos si toma claramente el partido de una mayor pobreza».

En todo este debate, la palabra clave parece ser la palabra «misión». La Iglesia, y con ella los Institutos religiosos, tiene una misión que cumplir: ser sacramento de Cristo y prolongar su presencia encarnada en el mundo para ofrecer la Salvación.
El Concilio Vaticano II, como toda la reflexión teológica y pastoral que siguió, ha insistido mucho sobre el aspecto colectivo y social de la pobreza, subrayando, por ejemplo, la importancia del testimonio, del compartir, del amor preferencial a los pobres. Pero todo ese discurso sobre la pobreza colectiva es difícil y relativamente nuevo, sobre todo en un mundo sometido a la técnica y a un materialismo práctico. De todos modos, me arriesgaré a dar algunos criterios:
• Sentirse y ser, efectivamente, humilde administradores. Quienes están más inmediatamente encargados de esa administración son representantes de Cristo, y no «el ejecutivos de una Empresa». Deberán tener las actitudes de Cristo: sencillez, sinceridad,  cordialidad, honradez, sensibilidad para con el otro… Todo ello en línea con la gran tradición patrística que pide que quien tiene sea el administrador de los pobres.
• Que lo que poseemos exprese lo que somos y pretendemos. Un banco procure expresar riqueza; los edificios públicos, e poder; un hotel procura poner de relieve el lujo y la comodidad… Por su parte, y en contraste, las posesiones de los religiosos deben expresar el sentido del servicio, de la acogida, de la sencillez…
• La adecuación de los medios a lo fines. Me da la impresión de meter aquí el dedo en la llaga de unos de los mayores males de la sociedad actual. Al lado de los que humanizan el trabajo y facilitan hay toda un serie de medios superfluos e inútiles, de puro prestigio o peor. Señalo: informes inútiles, grabaciones que nunca se utilizarán, viajes y reuniones casi sin contenido, publicidad de imagen para esconder las debilidades, recepciones costosas para captar voluntades, comidas de negocios, regalos…. Un gran despilfarro de tiempo y de dinero. Un ejemplo: cuando los países desarrollados conceden una ayuda a los más pobres, sería interesante comprobar cuánto dinero llega efectivamente a los pobres y cuánto se queda en los engranajes intermedios. En este sentido, gracias a tantas personas desinteresadas, la Iglesia presenta una enorme ventaja en comparación con las organizaciones civiles. Pero cuidado, que aquí también los criterios y las prácticas del «mundo» pueden infiltrarse.
• Una gestión administrativa diferente. Este criterio es como un corolario del anterior. En la gestión debe verse que lo que poseemos es siempre instrumento para otra cosa, y no un fin en sí. Es un medio de dar gloria a Dios a través del servicio de la persona humana. En realidad habría que decir: «debe intentarse que se vea», porque en nuestro mundo materializado, poca gente está dispuesta a creer que pueden existir personas desinteresadas.
• Pienso que, en muchos casos, no debiéramos tener miedo de ir a contracorriente en la gestión. Los manuales de economía no son dogma de fe y de todos modos no podemos aceptar cualquier cosa indiscriminada-mente. Deberíamos explicar a nuestros asesores seglares las enseñanzas del Evangelio; el espíritu del voto de pobreza y sus consecuencias para el religioso y la comunidad, así como la doctrina social de la Iglesia. Debemos, además, evitar colaborar inconscientemente con lo que fomenta la injusticia.
• Mayor confianza colectiva en la Providencia. La confianza en la Providencia debe encontrarse también a nivel colectivo. Lo que no excluye la prudencia. Si nuestras comunidades y nuestras obras tienen verdaderamente como finalidad «el Reino de Dios y su justicia», tenemos derecho a esperar que «todo lo demás se nos dará por añadidura». Y esta confianza será tanto mayor cuando la obra es más directamente apostólica, está más al servicio de los pobres y nuestro desprendimiento personas mayor. He ahí por qué no debiéramos nunca pedir donativos para nosotros mismos, para nuestras necesidades personales o comunitarias; proveemos normalmente a ellas con nuestro trabajo, y si no basta, habría que renunciar a lo menos necesario o a lo menos urgente, como hacen los pobres. Pedir para las obras, sí; para nosotros, no.
• La humilde generosidad del compartir. Cada Instituto, cada provincia del mismo, debería periódicamente revisar sus bienes, dispuesto a desprenderse de ellos si son un obstáculo a su libertad apostólica. Si es preciso tener un fondo de reserva que se limite claramente a lo que es indispensable para cubrir las necesidades. El resto debiera darse. Habría, incluso, que dar de lo «necesario». Cada provincia debiera tener instrumentos que le permitan canalizar hacia obras o personas necesitadas los donativos recibidos y el fruto del desprendimiento.
He escrito la «humilde generosidad»… porque, en el fondo, no hay ninguna generosidad por parte nuestra el hacer esto. A nadie se le llama generoso por echar lejos de sí un bomba que descubrió en su casa. Y las riquezas acumuladas son una bomba de tiempo.
• Prioridad a las obras entre los pobres. En este momento de la historia, me parece que al pensar en nuevas fundaciones de comunidades o de obras, se debe dar una clara prioridad a los sectores más desfavorecidos. Es decir, prioridad a las obras que se dirigen más directamente a los pobres y que implican un compartir más concreto de su vida. En este caso, también entra la confianza en la Providencia.
• Finalizaría con la frase de San Juan Crisóstomo:
«Es el amor quien engendra la pobreza y la hace más estricta.»