Nos acecha siempre la misma peligrosa tentación1: creernos protagonistas y comportarnos, de hecho, como si lo fuéramos. Dicho en otros términos, nos amenaza en todo momento la herejía ‘pelagiana’, que nos lleva a poner más el acento en nosotros mismos que en Dios, y a confiar más en nuestro esfuerzo personal -en nuestros métodos y planificaciones, en nuestras técnicas y recursos- que en la gracia. Más aún, hay numerosos síntomas de que cedemos, con demasiada frecuencia, a esta peligrosa tentación, que ni siquiera figura -y esto es lo más grave- en el catálogo de nuestras tentaciones ordinarias, porque no tenemos conciencia de que lo sea. Por eso, resulta más insidiosa y más difícil de superar.
Entre esos síntomas, podrían enumerarse algunos: dar más importancia, de hecho -y no en casos aislados y excepcionales, sino de forma habitual y generalizada- a la consulta del psicólogo o del psiquiatra que a la dirección espiritual; prescindir muchas veces de la oración o dedicarle escaso tiempo, por la urgencia de las ocupaciones y preocupaciones ‘apostólicas’; caer en un verdadero ‘activismo’, no pocas veces, desenfrenado, que revela, en el fondo, una gran pobreza interior y un inmenso vacío, y que es una especie de convulsiva necesidad de llenar con cosas y con actividades -con ‘el tener’ y con ‘el hacer’- la carencia y el vacío de ‘ser’. Muchas veces, nos damos más importancia, de hecho, a nosotros mismos que a Jesús y a su Espíritu. ¿No se tiene, en concreto -incluso en el ámbito del apostolado-, más fe en la eficacia de las dinámicas de grupo, de los medios y remedios que nos ofrecen la técnica y los recursos humanos, que en la verdadera oración y en la docilidad activa al Espíritu Santo?
En referencia a la Iglesia entera, lo ha confesado, con dolor de corazón, un hombre lúcido, el Cardenal Danneels, Arzobispo de Malinas-Bruselas: «El verdadero drama de la Iglesia de hoy: la negación práctica del dogma de la absoluta necesidad de la gracia. Haría falta un san Agustín moderno, con algunas correcciones. Fue él quien, al principio, salvó a la Iglesia de caer en la gran tentación de negar prácticamente la afirmación de Jesús: ‘sin mí no podéis hacer nada’»2.
Juan Pablo II, cuatro años más tarde, en su carta apostólica, hace la misma afirmación y la misma denuncia, y habla de "una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma":
La grandes herejías se condenan; pero nunca desaparecen del todo. Quedan infiltraciones heréticas -o herejías subterráneas-, que nos acompañan por dentro, sin que nosotros lo advirtamos siquiera, y que van ‘intoxicando’ y deteriorando nuestra vida y nuestras acciones e incluso nuestra misma mentalidad. Por eso, nos falta el sentido de la gracia, de la gratuidad y de la gratitud, que ha sido sustituido, en gran medida, por el espíritu mercantil, comercial y competitivo.
No hay que valorar demasiado la acción, ni siquiera la acción apostólica, como si ella fuera la que, en definitiva, ‘justifica’ nuestra vida consagrada. El seguimiento radical de Jesús, la consagración y la vida comunitaria son ya, en sí mismos, profecía y apostolado y, por tanto, verdadera evangelización. Habrá que recordar siempre, además, que la cumbre de la acción verdaderamente apostólica es "la pasión". «Para el apóstol, el declive de sus fuerzas no es el declive de su obra, sino una nueva fase ascendente, porque le invita a un nuevo don de sí mismo, a un nuevo abandono en las manos del Padre»3. El verdadero apostolado, como hemos dicho ya, no es tanto una acción nuestra cuanto una acción de Jesús y del Espíritu -y de María- a través de nosotros; no es tanto "hacer" cuando "dejar hacer".
El activismo -sobre todo, en la vida sacerdotal y en la vida consagrada- es una nueva forma del antiguo ‘pelagianismo’. Es la misma herejía en versión moderna. Pues obedece, en el fondo, a la misma actitud vital y al mismo prejuicio ideológico.
Sin embargo, cuando vivimos en lógica evangélica, ya no ponemos el acento en nosotros mismos, sino en Dios y en su gracia. Sabemos de verdad que "él nos amó primero" (1 Jn 4, 10.19), creemos y consentimos en su amor, nos dejamos amar por él, y aprendemos amar y amamos de hecho con el mismo amor que recibimos.
Si hemos perdido, en gran medida, el sentido de la gracia y de la gratuidad y, en consecuencia, también el sentido de la gratitud, deberíamos poner todos los medios a nuestro alcance -sobre todo, la oración, los sacramentos, la escucha de la palabra de Dios, etc.- para ‘recuperarlo’ y, desde ahí, ser un recordatorio permanente y un testimonio vivo de esta actitud, tan humana y tan esencialmente evangélica, para los demás.
Prosigue, con acierto y oportunidad, el Papa: «La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, ¿ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustración? Hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: "Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada" (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios, para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: "¡Duc in altum!" En aquella ocasión, fue Pedro quien habló con fe: "En tu palabra, echaré las redes" (ibíd.). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a esta acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oración» (NMI 38).
¡He aquí un buen programa de vida cristiana y consagrada y de acción pastoral!
- Cf S.Mª Alonso, C.M.F., El arte de saber envejecer, o el secreto de la juventud de espíritu, en "Vida Religiosa", 88 (2000), pp. 178 ss.
- Card. Godfried Danneels, El secreto de la vida, entrevista de Giovanni Valente, en "30 días", 116 (1997), p. 30.
- Louis Lochet, L’union à Dieu, âme de tout apostolat, en "La Vie Spirituelle", 334 (1948), p. 393.