La provocación de Jesús.

    Dos Evangelios nos dan una imagen de Jesús amigo de todos aquellos que están apartados de la sociedad por la Ley: de los «pobres», que al no poder hacer valer sus derechos, ponen su confianza sólo en la justicia de Dios. Jesús había decidido que era necesario hacer algo con todos aquellos que viven en una situación de desesperanza material, de marginación social y de penuria espiritual.

En malas compañías

La sociedad judía se sentía garantizada por Dios por medio de la Ley y del Templo y esto hacía que el término pecador fuese una designación espiritual que originaba no sólo la marginación religiosa, sino también la marginación social de diversos grupos o estamentos sociales. Algo semejante sucedía con los «pequeños», término que aparece con frecuencia en los Evangelios y que designaba a la gente sin formación en la Ley y por tanto sin formación religiosa e inculta; los pequeños no podían salvarse porque no conocían la Ley y además eran socialmente inmaduros e ignorantes, eran esa gente que menciona Juan como malditos porque no conocen la Ley (Jn 7,49).

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

Cuando Mateo presenta a Jesús como señal de contradicción (10,34-36) o Lucas dice que es causa de disensión (12, 51-53), están señalando el mismo proceso que estaba siguiendo Jesús con los marginados: salir de los suyos, de su pueblo, de su religión, para acercarse a publícanos y pecadores, ir al que está fuera de mi círculo para ponerme realmente fuera de mi círculo. Pero este proceso trae la enemistad y el escándalo.

El hombre nuevo es la ley

El enfrentamiento de Jesús con la Ley y el Templo nos introducen de lleno en el camino del escándalo que le llevará a la muerte. La Ley para el judío plasma la voluntad de Yahvé y esta voluntad constituye al pueblo judío; Jesús se enfrenta con la Ley en nombre de Dios y del ser humano visto desde Dios: alguien que no puede ser hecho impuro desde fuera, sino sólo en él mismo, en su propio corazón, que es en donde se decidirá de pureza e impureza (Mc 7,1ss). La Ley, que centra la actividad ética de la sociedad judía, es descentrada por Jesús.

El centro de gravedad del esfuerzo humano también cambia porque la postura que se tome ante Jesús pasa a depender de la conducta seguida ante los pobres. La Ley, desautorizada por Jesús, no remite ya al ser humano en sí mismo sino a la Gracia y al mismo Jesús, que ha pasado a ser el centro de gravedad de la actitud ética. Al estar el ser humano de nuevo en relación personal con Dios, la obediencia a su voluntad destruye la observancia simplemente jurídica de la Ley como garantía de salvación.

El hombre nuevo es el templo

El Templo, que tenía un enorme significado como configurador del carácter del pueblo judío, era el lugar de una presunta posesión de Dios-, el culto se realizaba a través de ofrendas y no a través de la justicia y, en nombre de Dios consagraba todo un montaje de privilegios personales, de casta y de pueblo. Jesús va contra el hecho mismo del Templo y su significado. Jesús, que concibe el verdadero Templo como la «comunidad santa» pero sin exclusiones y presente en medio de la vida, anuncia la destrucción del Templo (Mc 13, 2; Lc 21, 5-6; Mt 24,1-3) y de sus particularismos mediante su apertura a todas las gentes. Jesús se opone al Templo porque para él, la justicia es la verdadera casa de Dios y, por más que se invoque a Dios, cuando se sitúa al margen de la justicia y es origen de segregación, se convierte en cueva de bandidos.

Y así, al igual que la Ley queda sustituida por un tipo de hombre nuevo, en lugar del antiguo Templo como lugar sagrado, de presencia garantizada de Dios y de encuentro con El, Jesús introduce un lugar nuevo y un culto nuevo. El lugar de encuentro con Yahvé ya no es algo exclusivo del Templo, sino que se verifica en Jesús mismo y, la apertura del Templo a todas las gentes, va a suponer que el culto se haga más horizontal y quede suprimida la distinción sagrado-profano (Zac 14,20-21), que no se concrete en el corazón del ser humano y consagre privilegios para unos a costa de otros. Esta distinción es a la vez superada por la afirmación de que la adoración no se hace ya en el Templo, sino en «espíritu y en verdad» (Jn 4,23).